sábado, 12 de agosto de 2017

AQUEL AÑO EN QUE LA NUEVA ESPAÑA PUDO TENER SU PROPIO REY

Pues sí. En un episodio poco conocido de nuestra historia, un político español propuso que un hermano del rey de España se convirtiera en rey de la Nueva España para así evitar su independencia violenta de la metrópoli.

Don Pedro Abarca de Bolea, conde de Aranda, fue uno de los políticos más importantes de España durante el reinado de Carlos III. Siendo presidente del Consejo de Ministros, promovió, de acuerdo con el rey, la expulsión de los jesuitas de todos los territorios españoles. En 1779 perdió el favor del monarca hispano, fue destituido de su cargo y enviado a Francia como embajador (como vemos, esta práctica mexicana para alejar a políticos indeseables, no es algo nuevo).

Pedro Pablo Abarca de Bolea, Count of Aranda.jpg
Conde de Aranda

En 1792, ya durante el reinado de Carlos IV, Aranda volvió a ser nombrado presidente del Consejo de Ministros, aunque al poco tiempo fue de nuevo destituido. Se retiró entonces a la villa de Épila, en Aragón, donde falleció en el año de 1798.

Estando Aranda en París, las trece colonias inglesas de América del Norte, apoyadas por Francia y España, consiguieron su independencia de Inglaterra. El tratado que ponía fin a la guerra fue firmado en París en el año de 1783, y Aranda fue comisionado para signarlo a nombre de España.

Después de ello, el conde envió a Carlos III una memoria reservada que se volvió famosa con el tiempo, pues en ella Aranda demostró su perspicacia política y sus dotes de profeta. Entre otras cosas, el buen conde decía lo siguiente:

"Señor: mi amor por la persona augusta de V.M., el reconocimiento que le debo por tantas bondades con que ha querido honrarme, y el amor que tengo a mi país, me obligan a comunicar a V.M. una idea a la que doy la mayor importancia en las presentes circunstancias.

Acabo de hacer y de firmar, en virtud de las órdenes y poderes de V.M., un tratado de paz con la Inglaterra. Esta negociación que según los testimonios lisonjeros, verbales y por escrito que de parte de V.M. he recibido, me ha dado motivo para creer haberlo desempeñado conforme a sus reales intenciones, ha dejado en mi alma, lo confieso á V.M., un sentimiento penoso.

La independencia de las colonias inglesas ha sido reconocida y esto mismo es para mí un motivo de dolor y de temor. La Francia tiene pocas posesiones en América, pero hubiera debido considerar que la España, su íntima aliada, tiene muchas, que quedan desde hoy expuestas a terribles convulsiones.
Desde el principio, la Francia ha obrado contra sus verdaderos intereses, estimulado y favoreciendo esta independencia; muchas veces lo he declarado así a los ministros de esta nación. ¿Qué cosa mejor podía desear la Francia que el ver destruirse mutuamente a los ingleses y a sus colonos, en una guerra de partidos, la cual no podía menos que aumentar su poder y favorecer sus intereses? La antipatía que reina entre la Francia y la Inglaterra cegó al gabinete francés: olvidó que sus intereses consistían en permanecer tranquilo espectador de esta lucha, y una vez lanzado en la arena nos arrastró desgraciadamente consigo en virtud del pacto de familia, a una guerra enteramente contraria a nuestra propia causa.

No me detendré ahora a examinar la opinión de algunos hombres de Estado, así nacionales como extranjeros, con cuyas ideas me hallo conforme sobre la dificultad de conservar nuestra dominación en América. Jamás posesiones tan extensas y colocadas a tan grandes distancias de la metrópoli se han podido conservar mucho tiempo. A esta dificultad, que comprende a todas las colonias, debemos añadir otras especiales que militan contra las posesiones españolas de Ultramar, a saber: la dificultad de socorrerlas cuando puedan tener necesidad; las vejaciones de algunos de los gobernadores contra los desgraciados habitantes; la distancia de la autoridad suprema a la que tienen necesidad de ocurrir para que se atiendan sus quejas, lo que hace que se pasen años enteros antes que se haga justicia a sus reclamaciones; las vejaciones a que quedan expuestos de parte de las autoridades locales en este intermedio; la dificultad de conocer bien la verdad a tanta distancia; por último, los medios que a los virreyes y capitanes generales, en su calidad de españoles, no pueden faltar para obtener declaraciones favorables en España. Todas estas circunstancias no pueden dejar de hacer descontentos entre los habitantes de la América, y obligarlos a esforzarse para obtener la independencia, tan luego como se les presente la ocasión.

El Imperio español en América bajo los Borbones.


Sin entrar, pues, en ninguna de estas consideraciones, me limitaré ahora a la que nos ocupa sobre el temor de vernos expuestos a los peligros que nos amenazan de parte de la nueva potencia que acabamos de reconocer, en un país en que no existe ninguna otra en estado de contener sus progresos. Esta República federal ha nacido pigmea (los Estados Unidos), por decirlo así, y ha tenido necesidad de apoyo y de las fuerzas de dos potencias tan poderosas como la España y la Francia, para conseguir su independencia. Vendrá un día en que será un gigante, un coloso temible en esas comarcas. Olvidará entonces sus beneficios que ha recibido de las dos potencias, y no pensará más que en su engrandecimiento. La libertad de conciencia, la facilidad de establecer nuevas poblaciones sobre inmensos terrenos, así como las ventajas con que brinda el nuevo gobierno, atraerán agricultores y artesanos de todas las naciones, porque los hombres corren siempre tras la fortuna, y dentro de algunos años veremos con mucho dolor la existencia amenazadora del coloso de que hablo.

El paso primero de esta potencia, cuando haya llegado a engrandecerse, será apoderarse de las Floridas para dominar el Golfo de México. Después de habernos hecho de este modo dificultoso el comercio con la Nueva España, aspirará a la conquista de este vasto imperio, que nos será imposible defender contra una potencia formidable, establecida sobre el mismo continente, y a más de eso limítrofe.

Estos temores son muy fundados, señor, y deben realizarse dentro de pocos años, si acaso antes no acontecen algunos trastornos todavía más funestos en nuestras Américas. Este modo de ver las cosas está justificado por lo que ha acontecido en todos los siglos y en todas las naciones que han comenzado a levantarse. El hombre es el mismo en todas partes: la diferencia de los climas no cambia la naturaleza de nuestros sentimientos: el que encuentra una ocasión de adquirir poder y engrandecerse, se aprovecha de ella. ¿Cómo podremos, pues, nosotros esperar que los americanos respeten el reino de la Nueva España, cuando tengan facilidad de apoderarse de este rico y hermosos país? Una sabia política nos aconseja tomar precauciones contra los males que puedan sobrevenir. Este pensamiento ocupó toda mi atención, después de que como ministro plenipotenciario de V.M., y conforme a su real voluntad y a sus instrucciones, firmé la paz de París. Consideré este importante asunto con toda la atención de que soy capaz, y después de muchas reflexiones debidas a los conocimientos así militares como políticos que he podido adquirir en mi larga carrera, creo que no nos queda, para evitar las grandes pérdidas de que estamos amenazados, más que adoptar el medio que tengo el honor de proponer a V.M.

V.M. debe deshacerse de todas las posesiones que tiene sobre el continente de las dos Américas, conservando solamente las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional, y alguna otra que pueda convenir en la parte meridional, con el objeto de que pueda servirnos de escala de depósito para el comercio español.

A fin de llevar a efecto este gran pensamiento de una manera conveniente a la España, se deben colocar sus infantes en América: el uno como rey de México; otro, rey del Perú, y el tercero, de la Costa Firme. V.M. tomará el título de Emperador.

Las condiciones de esta grande cesión, deberán ser que V.M., y los príncipes que ocuparán el trono español, en clase de sucesores de V.M., sean siempre reconocidos por los nuevos reyes, como jefes supremos de la familia: que el rey de Nueva España pague cada año, en reconocimiento por la cesión del reino, una renta anual en marcos de plata, que deberá remitirse en barras para hacerlas amonedar en Madrid o en Sevilla. El rey del Perú deberá hacer lo mismo en cuanto al oro, producto de sus posesiones. El de la Costa Firme enviará cada año su contribución en efectos coloniales, sobre todo, en tabaco, para proveer los almacenes del reino.

Estos soberanos y sus hijos, deberán siempre casarse con los infantes de España o de su familia. A su vez los príncipes españoles se casarán con las princesas de los reinos de Ultramar. Así se establecerá una unión íntima entre las cuatro coronas; y al advenimiento a su trono, cada uno de estos soberanos deberá hacer el juramento solemne de llevar a efecto estas condiciones.

En cuanto al comercio, deberá hacerse bajo el pie de la mayor reciprocidad. Las cuatro naciones deberán considerarse como unidas por la alianza más estrecha, ofensiva y defensiva, para su conservación y prosperidad.

No hallándose nuestras fábricas en estado de proveer a la América de todos los objetos manufacturados, de que podría necesitar, será preciso que la Francia, nuestra aliada, le ministrase todos los artículos que estuviésemos en imposibilidad de enviarle, con exclusión absoluta de la Inglaterra. A este efecto, los tres soberanos, al subir a sus respectivos tronos, harán tratados formales de comercio con la España y la Francia sin establecer jamás relaciones algunas con los ingleses. Por lo demás, como dueños y soberanos de Estados nuevos, podrían hacer lo que más les conviniese.

De la ejecución de este plan, resultarían grandísimas ventajas. La contribución de los tres reyes del Nuevo Mundo importaría más a la España que la plata que hoy saca de América. La población aumentaría, pues cesaría la emigración continua que hoy se nota en esas posesiones.

Ni el poder de los tres reinos de América, una vez ligados por las obligaciones que se han propuesto, ni el de la España y Francia en nuestro continente podrían ser contrarrestados en aquellos países por ninguna potencia de Europa. Se podría evitar también el engrandecimiento de las colonias angloamericanas, o de cualquiera otra potencia que quisiese establecerse en esta parte del mundo. En virtud de esta unión con los nuevos reinos, el comercio de España cambiaría las producciones nacionales con los efectos coloniales de que pudiésemos tener necesidad para nuestro consumo. Por este medio nuestra marina mercante se aumentaría y la marina militar se haría respetar sobre todos los mares. Las islas que he nombrado anteriormente, administrándolas bien y poniéndolas en buen estado de defensa, nos bastarían para nuestro comercio, sin tener necesidad de otras posesiones; en fin, gozaríamos de todas las ventajas que nos da la posesión de la América, sin tener que sufrir ninguno de sus inconvenientes.

Tales son, señor, mis ideas sobre este negocio delicado: si ellas merecen la aprobación de V.M., entraré más detenidamente a detallar sus pormenores; explicaré el modo de ponerlas en práctica, con el secreto y precauciones convenientes, de manera que la Inglaterra no sepa nada, sino cuando los tres infantes estén en camino, más cerca de América que de Europa, y cuando ya no pueda oponerse. Este golpe sería terrible para esa orgullosa rival, y prepararíamos con anticipación las medidas que se deben tomar, para ponernos a cubierto de los efectos de su cólera.

Preciso es, para asegurar la ejecución de este plan, contar con la Francia, nuestra íntima aliada, que se prestará gustosa, viendo las ventajas que deben resultarle del establecimiento de su familia sobre los tronos del Nuevo Mundo, así como la protección especial de su comercio en todo ese hemisferio, con exclusión de la Inglaterra, su implacable rival. Hace poco tiempo que llegué a París, habiendo obtenido una licencia temporal, para atender a mis asuntos personales. Si V.M. lo tiene a bien volveré a continuar mi embajada, diciendo que mis negocios se han concluido. Gozo de una consideración sin límites en esa capital; el rey y la reina me honran con su afecto, y he observado bien y de cerca a sus ministros. No sé si me equivoco, pero espero hacerles aceptar el proyecto propuesto, y conducir su ejecución con el secreto y prudencia convenientes. V.M. puede contar conmigo para las ocurrencias ulteriores de este proyecto, de la manera que agrade a V.M., porque el que ha concebido una idea, es más propio para ejecutarla que cualquiera otro. V.M. conoce mi celo y mi fidelidad; ninguno de los asuntos que me ha confiado ha salido mal; tengo seguridad de que éste tendrá buen éxito, si he de juzgar por el deseo inalterable que tengo de consagrar mi reposos, mis intereses y mi vida en servicio de V.M."

Para los que no lo sepan, lo que Aranda llama Costa Firme es el territorio que ahora comprende Venezuela, Colombia y Panamá.

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Carlos III de España

Como era de esperarse, Carlos III rechazó airado semejante proposición. Algunos historiadores, entre ellos Lucas Alamán, vieron sin embargo en este proyecto, una tabla de salvación que se le negó a los países americanos, ya que con ella, según dice, hubieran alcanzado su independencia sin derramamiento de sangre y no hubieran sufrido la anarquía que siguió a su separación de la metrópoli.

Este asunto, como vemos, merece un estudio más profundo. Es fácil acusar a Carlos III de negarse, por envidia a sus hermanos (los infantes), por ceguedad política u otro argumento que se quiera utilizar, a apoyar este proyecto. Sin embargo, para poder juzgarlo tenemos que tomar en cuenta varias consideraciones.

En primer lugar, recordemos la época en que vive Carlos III. Es el siglo XVIII, el siglo del Despotismo Ilustrado. Los monarcas son señores absolutos en sus reinos. Ningún soberano europeo hubiera consentido en perder una parte de sus territorios para favorecer a sus “hermanos desposeídos por las leyes de la herencia”. Los infantes no eran los primogénitos, y por lo mismo no tenían derechos sobre el reino. Carlos era el rey de España y de América, y ese punto no estaba a discusión. ¿Se imaginan a Luis XV cediéndole la Borgoña al príncipe de Condé para que fuera su rey, o a Jorge III permitiendo que su hermano se coronara como rey de Escocia o de sus colonias americanas? Ni pensarlo. Entonces, ¿porqué Carlos III iba a permitir a sus hermanos que se coronaran reyes en América? Este asunto hay que juzgarlo con la mentalidad del siglo XVIII para poder comprenderlo.

Por otro lado, la afirmación de que en México (junto con Perú y la Nueva Granada) se hubiera evitado la anarquía de haber sido convertido en monarquía de acuerdo a este proyecto, también es algo que carece de fundamento. Siendo una monarquía, España se vio envuelta en múltiples dificultades internas durante el siglo XIX y buena parte del XX, lo que incluyó el establecimiento de dos repúblicas, un cambio de dinastía y una serie desastrosa de guerras civiles que tuvieron su más cruel representante en la que se desarrolló entre los años de 1936 a 1939.

Siendo así, ¿porqué México iba a ser distinto? Además, hay que recordar la vecindad con los Estados Unidos. A ese país no le hubiera importado que fuéramos una monarquía regida por un Borbón para arrebatarnos nuestros territorios norteños.

Por último, no podemos olvidar qué familia reinaba en España. Los Borbones eran, en su mayoría, poseedores de una imbecilidad congénita. El mejor ejemplo de esto son Felipe V, Carlos IV, Fernando VII, Isabel II y el pretendiente don Carlos por parte de España, y Luis XV y Luis XVI por parte de Francia. ¿Qué futuro nos esperaba con un monarca cuyos rasgos congénitos apuntaban a la debilidad mental?

Claro que tampoco cabe generalizar. Los probables príncipes de España que hubieran llegado a América como reyes en caso de aprobarse el proyecto del conde de Aranda, hubieran sido los infantes Gabriel y Antonio Pascual. De seguro al infante Gabriel le sería asignado el trono de México (que incluía Centroamérica y todo el sur de los Estados Unidos), al ser éste virreinato el más importante. Y el infante Gabriel era el más inteligente de los hijos de Carlos III, por no decir que era el único inteligente.

Infante Gabriel de Borbón


Antonio Pascual, al que le hubiera correspondido el Perú (junto con Ecuador, Bolivia, Paraguay, Argentina, Chile y Uruguay), era un absolutista furibundo enemigo de cualquier tipo de cambio social o político. Para el trono de Costa Firme (virreinato de la Nueva Granada), no había más príncipes, pues los otros dos infantes que quedaban eran Fernando y Felipe. El primero ya era rey de Nápoles y el segundo tenía un retraso mental severo. A falta de más hijos, a Carlos III tan sólo le quedaba un hermano, el infante Luis Antonio, que no era bien visto en la corte por su matrimonio morganático (es decir, con alguien que no era de la realeza).

Lopez Portaña - Infante Antonio Pascual, Prado.jpg
Infante Antonio Pascual, ¿rey del Perú?

Sin embargo, a fin de cuentas todo ello entra tan sólo en el campo de las especulaciones.

A pesar de todo, la Memoria del conde de Aranda presenta una clarividencia asombrosa respecto al futuro de las naciones hispanoamericanas y el peligro que para ellas representaban los Estados Unidos. Cuarenta años después, toda la América continental se había independizado de España tras más de diez años de guerra.

¿Ustedes que creen que hubiera ocurrido?