sábado, 11 de agosto de 2018

ENTRE DESFILADEROS Y POLEMONES: A JAIME AVILÉS CON CARIÑO

El pasado 8 de agosto se cumplió un año de la muerte de Jaime Avilés, el mejor cronista mexicano de nuestra época además de un gran y querido amigo. Como si el destino en persona quisiera rendirle un homenaje, su aniversario luctuoso coincidió con la entrega por parte del Tribunal Electoral de la constancia de presidente electo a su gran amigo Andrés Manuel López Obrador, quien por cierto lo mencionó en su discurso frente a la autoridad electoral, justo después de Emiliano Zapata, de quien se cumplía también un aniversario de su nacimiento.

Leí con agrado una serie de textos que algunos de sus amigos y colaboradores publicaron para recordarlo en este su primer aniversario luctuoso y pensé que yo también debía escribir el mío. Tengo mucho que contar, aunque al final decidí que algunas cosas las guardaré para mí. Son mis recuerdos y sólo yo puedo seleccionar cuáles quiero compartir.

Jaime y yo llegamos a ser muy buenos amigos. No digo que fuera su mejor amigo, porque creo que ese honor le corresponde a Pedro Cote. Nos apreciábamos en verdad y puedo decir sin temor a equivocarme que soy uno de sus pocos amigos con quien jamás se peleó. Porque es indudable que Jaime tenía su carácter y si quería podía ser la persona más difícil del mundo. Hay muchas cosas de las que ya no me acuerdo o no me acuerdo bien, pero aquí trataré de escribir las que más me gustaron de nuestros años de amistad.

Yo lo conocí, si mal no recuerdo, a finales de 2003 en casa de unos grandes amigos en común, Oliver y Caro. En esa ocasión ni nos hicimos caso. Nos presentaron, nos dimos la mano, y cada uno continuó con su vida como si nada. Yo había leído su columna en La Jornada pero en ese momento no ligué su nombre con el del autor de El Tonto del Pueblo o Desfiladero. Y él, por supuesto, no tenía por que saber quién demonios era yo.

Unos meses después volvimos a encontrarnos, de nueva cuenta en casa de Oliver y Caro, y en esta ocasión si platicamos. Y nos caímos bien. A él le llamó la atención que Judith, mi pareja, se refiriera a mí como "el historiador" (esa es mi profesión) en lugar de utilizar mi nombre de pila. A mí me llamó la atención su boca huérfana de algunos dientes que había perdido en una reciente pelea con un taxista. Con el tiempo él se puso dientes artificiales y comenzó a referirse a Judith y a mí como "los historiadores".

Poco a poco nos fuimos haciendo amigos de la mano de Pedro Cote, otro gran personaje del que vale la pena hacer una reseña aparte.

Yo lo admiraba y lo apreciaba y él me correspondía con la misma moneda. Sin embargo, ni yo mismo sabía porque nos llevábamos tan bien si teníamos opiniones muy diferentes en algunas cosas. Jaime era un taurino apasionado (escribía una columna sobre toros en La Jornada bajo el seudónimo de Lumbrera Chico) y yo detestaba y detesto la llamada Fiesta Brava. Jaime era noctámbulo y yo soy más bien diurno con cara de mañanero, como digno hijo de mi señor padre. Quizá eran más las cosas que nos unían, como nuestra admiración y respeto por Andrés Manuel López Obrador, nuestro desprecio por el subcomandante Marcos, nuestra ideología izquierdista tirando a radical, nuestro pasado combativo y nuestro gusto por la risa y los amigos.

El día que nos hicimos amigos

Pocas veces en mi vida he reído tanto como cuando Jaime contaba algunas de sus anécdotas, pues era un cronista y un histrión consumado. Recuerdo en especial cuando nos contó a "los historiadores" sobre la ocasión en que decidió criar conejos en el tejado de su casa a principios de los años ochenta. Esa etapa coincidió con su visita a la Unión Soviética como parte de una delegación del Partido Socialista Unificado de México (el antiguo Partido Comunista). Según Jaime, decidió aprovechar la oportunidad y ofrecerle al ministro de economía soviético un jugoso negocio mediante el cual él surtiría de carne de conejo al oso comunista. El ministro lo miró muy serio y le dijo que la URSS necesitaba 1,000 toneladas semanales de dicho producto, que si Jaime se comprometía a surtir esa cantidad, se podría hacer el negocio. Avilés lo miró pensativo y se retiró despacio mientras hacía cuentas pensando si sus conejos de azotea serían suficientes para cubrir la demanda soviética. No se si la historia fuera real, pero Jaime la contaba con una gracia que te obligaba a desternillarte de risa.

Como parte de su trabajo en la prensa, Jaime tenía un don especial para inventarse nombres. Cómo olvidar otra de sus historias de cuando trabajaba en el Unomasuno y pidió parar las prensas para incluir en la edición una supuesta entrevista con el doctor Donald Drinkwater Nevermilk, de la Universidad de Old Sweter, acerca de la contaminación en el Lago de Chapultepec. ¡Y según él se la publicaron!

En otra ocasión, utilizó el nombre de Francesco Mossca para tenderle una trampa a Guido Belsasso, Comisionado contra las Adicciones del gobierno foxista, y así desentrañar una red enorme de tráfico de influencias que éste funcionario coordinaba. Al contarte esa historia, una vez más te obligaba a llorar de tanto reír. ¡Era genial!

Cuando llegó el vergonzoso episodio del desafuero en contra de López Obrador, Jaime y yo ya éramos buenos amigos. Con él fuimos a varias de las marchas organizadas para exigirle al gobierno de Fox que cesara en la injusta persecución de Andrés Manuel, ya entonces conocido como El Peje, y cuya finalidad real era impedir que éste se lograra postular como candidato a la presidencia del país. De esa etapa recuerdo en especial una enorme manifestación en el Zócalo capitalino en la que participaron casi un millón de personas y que terminó con una torrencial lluvia que, no obstante, no ahuyentó a los seguidores del Peje. Sólo yo llevaba paraguas, por lo que terminamos bajo él, en medio de la plaza, Jaime, su hija Juncia, Judith y yo, todos abrazados como muéganos. Los pies se nos empaparon pero al menos conservamos seca la cabeza. Y en medio de la lluvia, no podíamos parar de reír por lo absurdo de la posición en que nos encontrábamos y por los comentarios que Jaime hacía al respecto.

Poco después vino el fraude de 2006 por el cual Felipe Calderón le robó el triunfo a López Obrador. En la primera concentración convocada por Andrés Manuel en contra del fraude, se juntaron casi dos millones de personas. El Zócalo y todas las calles que lo rodean estaban a reventar de gente. Y hablo de forma literal. Jaime, gracias a sus contactos, se encontraba en un balcón del edificio de gobierno de la Ciudad de México para hacer su crónica y desde ahí nos habló por teléfono para preguntarnos dónde estábamos nosotros. Judith y yo veníamos caminando por la avenida 20 de Noviembre. Nos dijo que fuéramos al edificio de gobierno donde se encontraba y él en persona nos abriría la puerta para que pudiéramos ver desde lo alto la magnitud de la manifestación. En eso quedamos. Pero entre más nos acercábamos, más difícil era caminar entre la multitud. Sin embargo, logramos llegar a la esquina del edificio. Faltaban tan sólo unos veinte metros para llegar a la puerta pero fueron imposibles de recorrer. Al final nos quedamos en la calle, y aunque no pudimos apreciar el tamaño de la concentración desde arriba, si pudimos ver de primera mano la indignación y la rabia del pueblo mexicano contra la imposición de Felipe Calderón. Después de que hablara Andrés Manuel desde un templete, la gente se comenzó a retirar y así logramos al fin acercarnos a la puerta, a donde Jaime bajó rápidamente para recibirnos e intercambiar impresiones con nosotros. Fue un momento increíble.

Las cosas se pusieron feas y en las concentraciones callejeras la gente pedía armas para luchar contra el gobierno. En ese momento Andrés Manuel López Obrador, tras consultar con algunos de sus más cercanos colaboradores, le propuso a la multitud organizar un plantón sobre el Paseo de la Reforma como forma de protestar contra el fraude. Mucha gente no lo quiere entender todavía, pero con eso se desactivó una más que posible rebelión armada y se encauzó la lucha por la vía pacífica. A Judith y a mí Jaime nos informó de la decisión, poco antes de que ésta se hiciera pública, en una reunión en La Casa de las Sirenas, un conocido restorán situado a espaldas de la Catedral, junto con otras personas más cuyos nombres ya no recuerdo. Creo que ahí se encontraba Jesús Ortega, pero no estoy muy seguro.

Aquí estamos haciendo el tonto en Tulum


Instalado el plantón, y aprovechando que yo trabajaba en una institución cultural ubicada en la avenida Madero, por donde también se instalaron las carpas, Jaime y yo las visitamos con frecuencia para conocer de primera mano la forma en que la gente vivía en ellas y cómo el ánimo se mantenía a pesar del paso del tiempo. Cuando Jaime llegaba, me hablaba por teléfono, yo bajaba a la calle y comenzábamos a caminar.

Dos años después, en 2008, "los historiadores" nos mudamos a vivir al centro, en la calle de Bolívar. Para Jaime fue una gran noticia, pues aprovechaba nuestro domicilio como base para escribir sus crónicas después de participar en alguna de las múltiples manifestaciones en contra del gobierno de Calderón. Yo le prestaba mi computadora y él, invariablemente, se quejaba de la mala luz que había en la habitación donde la tenía. Pero comenzaba a escribir y no paraba en, por lo menos, una hora. Así cubrió varias de las manifestaciones convocadas por el sindicato de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, cuya empresa fue liquidada por el infame borrachín de Calderón.

Ese mismo año Jaime me invitó a escribir un artículo en La Jornada sobre la historia del petróleo en México, como parte de la lucha contra los deseos privatizadores del gobierno del pelele. Así lo hice y el periódico publicó mi artículo bajo el singular título de "2000 años de chapopote". Cuando la ley privatizadora del petróleo llegó al Senado, la gente se organizó para bloquear las oficinas del órgano legislativo, en especial un grupo de valientes mujeres conocidas como "Las Adelitas", entre las que estaba Jesusa Rodríguez, gran amiga de Jaime. Como el Senado estaba a dos cuadras de mi casa, una vez más Jaime la tomó como base para descansar tras pasar todo el día en medio de la protesta, a la cual, desde luego, siempre que podía lo acompañaba yo.

Imitando a una garza (según él)

2009 trajo otra sorpresa de Jaime. La mamá de Judith vino a visitarnos desde Ciudad Juárez y, mientras la paseábamos, Jaime me habla por teléfono. "¿Qué van a hacer en la noche?", me preguntó. "No tenemos nada planeado, pero está aquí la mamá de Judith. ¿Por?". "Me invitaron a una reunión de masones y no quiero ir solo. ¿Se apuntan?". Tras preguntarle a Judith y a mi suegra, decidimos ir. Era la primera vez para los cuatro que veíamos una ceremonia de éstas y la verdad que fue muy interesante. Dos días después Jaime nos invitó a cenar a su casa en Mixcoac para agradecernos por acompañarlo, pues según me dijo entonces, no estaba seguro de si tan sólo lo habían invitado sus amigos por cortesía o si querían convertirlo en masón. En esa ocasión nos preparó su famoso pastel de carne del que se sentía muy orgulloso, pues también hay que decirlo, era un buen cocinero.

En 2010 Judith y yo nos fuimos a vivir a Nueva York por cuestión del trabajo de ella en la ONU. Judith se fue en mayo y yo me quedé en México hasta finales de julio. En esos meses, Jaime me buscó con mucha frecuencia para invitarme a tomar una copa. Aunque yo no era aficionado a los bares, en varias ocasiones acepté, más por cariño a él que por otra cosa. Al final me fui a Estados Unidos y en cuanto tuve teléfono, le pasé mi número.

Sin embargo, pasaron casi dos años sin que nos habláramos. Yo lo veía en Facebook, pero nada más. En abril de 2012, sin embargo, recibí un mensaje un poco raro. Era Jaime para avisarme que Paquita la del Barrio había fallecido. La noticia era falsa, desde luego, pero fue el camino que decidió tomar para reanudar el contacto con nosotros. ¡Así era Jaime!

Ese año había elecciones presidenciales y decidimos ir a México para votar y ver a nuestros amigos. Desde luego, Jaime fue uno de ellos, aunque para ser sinceros no recuerdo que hicimos en aquella ocasión.


Modelando en poses sensuales


Ese mismo año, ya de regreso en Nueva York, Judith y yo decidimos pasar las vacaciones decembrinas en Tulum, Quintana Roo. Sabíamos que Jaime se encontraba ahí en esas fechas en un pequeño hotel de playa propiedad de un buen amigo suyo, al que iba todos los años, así que le hablamos y de inmediato se contactó con su amigo para conseguirnos un precio más que excelente para poder quedarnos ahí. Tras agradecerle el gesto, le preguntamos en un mensaje de texto si quería que le lleváramos algo de Nueva York. Su respuesta llegó de inmediato: "unos sweet beans". "¿Qué?", le respondí. "Unos sweet beans", volvió a escribirme. Bueno. Yo no sabía de la existencia de ese tipo de frijoles, así que decidí investigar. Resulta que en Inglaterra son muy apreciados y forman parte de un típico desayuno inglés, con huevos y pan. Así que fuimos al supermercado y le compramos varias latas.

Al llegar a Tulum, nos recibió Jaime, junto con su hija Juncia y su sobrino Jerónimo. Cuando le dimos sus sweet beans la cara se le iluminó, pues no pensó que se los fuéramos a llevar. De inmediato dio sus instrucciones para que la mañana siguiente el cocinero del hotel, un hombre a quien Jaime se dirigía como "El Sargento", preparara huevos con sweet beans. Ese viaje fue memorable, pues fiel a su costumbre, Jaime nos hizo reír como locos.

No volvimos a saber de él en un par de años, fuera de lo que yo veía en internet o las noticias que nos daba Pedro Cote. En 2014 yo vine de nuevo a México, por motivos laborales, y de inmediato Jaime se puso en contacto conmigo. "Tenemos que platicar", me dijo. "Nos vemos en la tarde en el Museo Casa de la Memoria Indómita". Cuando llegué, estaba comenzando la presentación de una exposición sobre los desaparecidos en México por la absurda guerra contra el narco desatada por Calderón y continuada por el infame Peña Nieto. Al acabar el evento, nos fuimos a tomar un café y entonces Jaime me dijo muy tranquilo: "Le hablé de ti a Andrés Manuel y te quiere conocer. Está preparando un nuevo libro sobre historia de Tabasco y yo le dije que tu eras historiador y podías ayudarle revisando el texto." No podía creerlo. Ya en una ocasión Jaime me lo había presentado, pero ahora se trataba de trabajar con él. Yo estaba feliz.

Una semana después nos encontrábamos en la sede de Morena en la colonia Roma y ahí lo conocí en privado. Esto me sirvió para corroborar la excelente opinión que tengo de nuestro presidente electo. Nos veíamos una vez a la semana, los tres juntos, y ahí yo le enseñaba las precisiones o adiciones que había hecho al texto (que en realidad no fueron muchas pues Andrés conoce muy bien la historia de su estado) y siempre me escuchaba con respeto y defendía los cambios propuestos que no le parecían adecuados. Trabajamos en el libro por dos meses hasta que, ya casi concluido, decidí regresar a Nueva York.

En esa misma estancia en mi ciudad natal, un día Jaime me habló para invitarme a un evento un tanto extraño: una degustación para periodistas organizada por un chef que acababa de abrir su restorán en la Condesa. A Jaime le avisó un conocido y decidió hacerse pasar por corresponsal de La Jornada para acudir al banquete gratuito. Para variar, llegamos tarde. Sin embargo, el chef nos recibió y nos obsequió con una cena deliciosa negándose por completo a cobrarnos. Correspondimos el gesto con una jugosa propina para el mesero. Entonces el chef se acercó a nosotros y nos dijo que había reconocido a Jaime de inmediato y que, aunque sabía que ya no estaba en La Jornada, había decidido compartir con él sus platillos por la admiración que le tenía. Jaime se puso rojo por la vergüenza de haber sido descubierto en su pequeña trampa pero le agradeció al chef con un fuerte abrazo. Esa era otra de las cosas que me agradaban de Jaime: cuando caminabas con él por la calle siempre se le acercaban muchas personas a saludarlo, en especial lectores de su columna, y él, aunque no los conociera, aceptaba los saludos y decía algunas palabras amables.

Cuando decidimos regresar a México para no volver más a la ciudad de los rascacielos, Pedro Cote organizó una cena de bienvenida en su casa a la que nos invitó a nosotros y a Jaime. El reencuentro fue muy cariñoso, aunque en esos momentos Jaime pasaba más tiempo en Guadalajara que en México por motivos de su revista digital Polemón.

Por ese motivo nos pudimos ver en muy pocas ocasiones. Sin embargo, por whatsapp el contacto era frecuente. Y fue así como de repente nos llegó la noticia. Pedro me avisó. Judith estaba en Ciudad Juárez visitando a su familia. "Jaime está muy grave en el hospital Ángeles, lo van a operar". En ese momento no supo decirme que tenía. Así que sin pensarlo me fui al hospital. Ahí me encontré a Juncia y a Julio, sus hijos, solos en la sala de espera, quienes me informaron con más detalle. A Jaime lo operarían del cerebro. Ese día no pude verlo, pero al siguiente sí. Desde entonces, cada que podía me iba al hospital a verlo. Primero al Ángeles, luego a Cancerología y por último a casa de su mamá.

En una de sus visitas a nuestra casa en el Centro de la Ciudad de México, disfrazados de "chinos" (según nosotros)

Aunque se veía que su salud decaía a pasos agigantados, Jaime seguía como siempre: ocurrente, combativo y deseoso de escribir un texto para su revista Polemón. Dos días antes de su muerte lo pude ver en el Instituto Nacional de Cancerología, gracias a que logré colarme, pues las visitas estaban muy restringidas. Fue su hermano Carlos quien me facilitó el pase. El 8 de agosto a las 6:30 de la mañana, mientras caminaba hacia el colegio en el que doy clases de historia, me llegó el mensaje de Juncia. Jaime acababa de fallecer.

Me dolió mucho. Desde entonces extraño al amigo. Extraño al que me hacía reír y me contagiaba su fe en la lucha por lograr el triunfo y acabar con el mal gobierno en México. Esto lo digo porque en más de una ocasión, después de más de treinta años de luchar sin ver ningún cambio, llegué a desesperar y pensé en tirar la toalla, pero Jaime me regañaba y me convencía de que aun había esperanza.

Yo se que a muchos no les va a agradar lo siguiente pero es lo que pienso. Al igual que yo, Jaime era ateo. Al igual que yo, por lo mismo, no creía en ninguna de esas tontería de la vida eterna. En una ocasión me lo dijo con todas sus palabras: "Cuando te mueres, te mueres y ya. No hay nada. No queda tu espíritu ni nada de esas cosas. Sólo tu recuerdo". Por eso yo, en lo personal, es una cuenta pendiente que le tengo a Calderón y Peña Nieto. Por su culpa, mi amigo no pudo ver el triunfo de su querido Andrés Manuel. Le arrebataron a la mala ese gusto, por el cual luchó muchos años, y yo jamás se los perdonaré.

Cuando murió, Andrés Manuel López Obrador, a quien volví a ver en el velorio y con el cual pude platicar largamente sobre nuestro amigo en común, dijo que Jaime fue "símbolo de la prensa independiente, apasionado y rebelde, defensor de causas justas". Una excelente descripción del mejor cronista que ha tenido México en los tiempos recientes.

Se que tu espíritu, como tu cuerpo, ya no está, pero a tu recuerdo le envío muy seguido un abrazo muy grande, mi querido Jaime.


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