El día de hoy, muchos periódicos publicaron la siguiente noticia: "Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, asegura que el principal culpable del Holocausto no es Hitler, sino el muftí de Jerusalén (el muftí es un jurisconsulto musulmán sunni que tiene autoridad para emitir decretos legales), Haj Amin al-Husseini, quien convenció al líder nazi de matar a los judíos en 1941, cuando la idea de éste tan sólo era expulsarlos de Alemania y de las zonas ocupadas".
Benjamín Netanyahu |
De inmediato, las reacciones no se hicieron esperar. No sólo en las redes sociales, donde los argumentos a favor o en contra fueron más bien ridículos y faltos de conocimiento en su mayor parte (lo cual era de esperarse), sino también en el ámbito político y el académico. Es en este último donde quedé desilusionado, pues la inmensa mayoría de los que argumentaron, entre los cuales se incluyen algunos amigos y conocidos míos cuyos nombres no diré por que no se me pega la gana, mostraron una falta absoluta de conocimiento histórico o más bien, de "negación histórica".
Desde luego, asegurar que el Holocausto no existió o no fue tan terrible es de por sí ridículo, y tratar de quitarle a Alemania su responsabilidad también. Pero querer creer que sólo ellos fueron los culpables es, más que ridículo, peligroso.
En efecto, al término de la Segunda Guerra Mundial, los vencedores aprovecharon su victoria y se cebaron con los vencidos. No es intención de este artículo hablar de los Juicios de Nuremberg ni de los procesos de desnazificación o de la participación de Alemania, pero si de la historia oficial que se escribió entonces sobre el nazismo y sobre la guerra en la que se exculpó a los países vencedores de los horrores perpetrados en la misma.
Adolf Hitler |
Y uno de esos horrores es, precisamente, el Holocausto. La historia oficial nos presenta una visión muy sesgada en la que, de forma deliberada, se omiten muchos antecedentes. De lo que se trata es de hacernos creer que en un mundo pacífico y respetuoso, aparecieron de repente un grupo de locos que se hicieron con el poder en una nación muy poderosa y decidieron exterminar a los judíos; que el resto del mundo se horrorizó cuando supo la verdad y trató por todos los medios de evitar la muerte de los inocentes, lo que al final se logró con la derrota absoluta de Alemania y el castigo impuesto a los culpables de tan atroces delitos.
Una historia muy bonita, llena de héroes y villanos, de malos y buenos, en la que, como siempre, el bien triunfa sobre el mal. Pues sí, pero no. La realidad es algo más complicada que eso. El odio de los nazis contra los judíos (que es algo real), hunde sus raíces en un feroz antisemitismo que dominó a Europa desde los últimos siglos de la Edad Antigua hasta la Segunda Guerra Mundial y que aun hoy en día tiene seguidores.
En efecto, cuando el cristianismo se volvió religión oficial de un Imperio Romano en total decadencia (y no fue con Constantino, como muchos piensan, sino con el emperador Teodosio en el año 380), el clero comenzó a predicar en contra de los judíos. La principal razón esgrimida era de tipo religioso y, por lo mismo, de una simplicidad apabullante: los judíos crucificaron a Cristo y por eso merecen morir. Desde entonces las persecuciones fueron constantes a lo largo de los siglos.
Dejando para los ignorantes la razón religiosa de las persecuciones, las élites buscaron la suya propia y la encontraron en algo más mundano y que las afectaba directamente. Como la Iglesia prohibía a los cristianos prestar con intereses (a pesar de lo cual muchos sacerdotes y obispos eran conocidos prestamistas en la Edad Media), muchos judíos vieron ahí la posibilidad de un buen negocio. Para ello no podemos olvidar que tenían vedada la entrada a otras profesiones, por lo que la posibilidad de dedicarse a los préstamos con intereses era algo que no podían dejar pasar. Los reyes y los nobles europeos hacían de la guerra su deporte favorito, por lo que siempre estaban necesitados de dinero, por lo que solían recurrir a los prestamistas judíos para obtenerlo. Cuando las deudas se hacían demasiado grandes, nada más fácil que recurrir a una persecución en la que de forma misteriosa moría el prestamista, o se le ofrecía protección a cambio de anular la deuda. Fácil.
Expulsión de los judíos de España |
Por una u otra razón, que al final da lo mismo, los judíos se convirtieron en la Edad Media en el chivo expiatorio perfecto. Si había alguna epidemia, de seguro los judíos eran culpables, pues gustaban de envenenar el agua para matar cristianos. Si un niño era asesinado, los judíos lo habían secuestrado para matarlo dentro de rituales satánicos que solían practicar. Si el pueblo sufría de hambre, la culpa era de los judíos. Si llovía mucho, si no llovía, si hacía calor, si hacía frío, si había paz, si había guerra, también ellos eran los culpables. En otras palabras, como decimos en México, si voló la mosca, los judíos eran culpables.
Las expulsiones, que era el grado más alto al que llegaban las persecuciones, fueron muy frecuentes. En Francia, fueron expulsados en 1182, 1306, 1321 y 1394; de Inglaterra en 1290; del Sacro Imperio Romano Germánico en 1348; de Austria en 1421; de Parma (un ducado independiente en Italia) en 1488; de Milán (lo mismo que el anterior) en 1490; de Castilla y Aragón en 1492, ordenada por los Reyes Católicos y que fue quizá la más dura y cruel de todas; de Lituania en 1495; de Portugal en 1496; de Navarra en 1498; de Provenza (una región francesa) en 1500; de Brandemburgo (actualmente en Alemania) en 1510; de Túnez (bajo dominio español en esos momentos) en 1535; de Nápoles en 1541; de Génova en 1550 y 1567; de Baviera (Alemania) en 1554; de los Estados Pontificios en 1569 y 1593; y de Orán (ciudad de Túnez que estaba bajo dominio español) en 1669. La expulsión también implicaba la confiscación de sus bienes, por lo que resultaba un jugoso negocio para los soberanos europeos y para el Papa.
Si bien en el siglo XVIII ya no hubieron expulsiones, las persecuciones se mantuvieron. En toda Europa los judíos vivían en barrios separados dentro de las ciudades, conocidos como güetos, mismos que de vez en cuando eran saqueados impunemente, tras acusar a los judíos de cualquier tontería. En Rusia eran frecuentes, todavía hasta principios del siglo XX, los llamados pogromos, en los que habitantes de pequeños pueblos asesinaban a cuanto judío encontraban. En el resto de Europa, hay que reconocerlo, se dejó de asesinarlos en el siglo XIX, aunque el racismo y el desprecio contra ellos prosiguió. Y no sólo hablamos de desprecio social, pues también frente a la ley los judíos tenían menos derechos que los cristianos en la Europa decimonónica.
A pesar de ello, es en ese siglo cuando algunos judíos comienzan a descollar en el mundo financiero y empresarial. Muchos de los banqueros ingleses, franceses y alemanes tenían ese origen. Antes de continuar quiero aclarar algo: a pesar de que siempre hubo judíos muy ricos, esa no era la condición de la inmensa mayoría de ellos, que vivía, al igual que sus vecinos cristianos, en una gran pobreza. Lo digo porque aunque resulte increíble aun hay ignorantes que aseguran que todos los judíos eran ricos y por eso los perseguían. Como si se tratara de una especia de guerra de clases: los ricos judíos contra los pobres cristianos.
Volviendo a la narración interrumpida, a esos millonarios judíos ni siquiera su dinero los salvaba del racismo, pues si bien sus contrapartes, los millonarios cristianos, no tenían empacho alguno en realizar tratos comerciales con ellos e incluso asociarse en algún negocio, no los consideraban parte de su círculo social y no eran invitados frecuentes a las fiestas de la alta sociedad cristiana europea. Desde luego, en los pequeños pueblos seguían sufriendo los mismos malos tratos de siempre.
En América, mientras tanto, su situación no era muy distinta. En la América anglosajona, si bien eran aceptados como migrantes, se les aplicaba el mismo trato jurídico y social que en Europa, es decir, mucho desprecio y pocos derechos. En los Estados Unidos, todavía en los años cincuenta del siglo XX, los judíos no eran aceptados cono vecinos en muchos edificios elegantes de Nueva York. Bueno, lo cierto es que tampoco los hispanos, los asiáticos o cualquier otra persona que no perteneciera al grupo llamado WASP (White Anglo Saxon Protestant).
En la América española y portuguesa (que era la mayoría), ni siquiera se les permitía la entrada. La única forma de lograrlo era convertirse al cristianismo, pero ni aun así se salvaban de las persecuciones, pues en España, por ejemplo, se acuñó el término "cristiano viejo" para referirse a los que no tenían ascendencia judía, mientras que a los conversos y sus descendientes se les llamaba, en el mejor de los casos, "cristianos viejos", o "marranos" de forma más habitual. Desde luego, la conversión no los salvaba de las sospechas, pues la Inquisición estaba sobre ellos en todo momento, atenta a cualquier conducta, por pequeña que fuera, que se pudiera interpretar como judaizante, es decir, como parte de una falsa conversión. Con la independencia los judíos dejaron de ser perseguidos por la Iglesia en los países latinoamericanos, pero como en el resto del mundo, siguieron siendo víctimas de racismo y opresión hasta bien entrado el siglo XX.
Con todos estos antecedentes, no es de extrañar que un grupo racista, nacionalista y xenófobo como los nazis convirtieran a los judíos, una vez más, en el perfecto chivo expiatorio para justificar la situación de postración económica y política que vivía la entonces llamada República de Weimar. Como antes, los judíos fueron señalados como culpables de los problemas de un pueblo. Se les acusó de explotar al proletariado alemán, como si no hubiera empresarios "arios" que hicieran lo mismo.
Los nazis recuperaron también un viejo bulo surgido a finales del siglo XIX en Rusia y en Francia, conocido como "Los Protocolos de los Sabios de Sión", un panfleto que aseguraba, mediante documentos falsos, que los judíos de todo el mundo eran parte de una conspiración para adueñarse de todo el planeta y sojuzgar a todos los demás grupos raciales y religiosos. Era una burda mentira a la que los nazis, sin embargo, supieron sacarle jugo.
Edición de 1912 de Los Protocolos de los Sabios de Sión |
Cuando comenzó su régimen de terror en Alemania, es cierto que Hitler y sus secuaces trataron de expulsarlos del país, pero también es cierto que los demás países europeos y los Estados Unidos se negaron a recibirlos como asilados, pues temían un gran éxodo de judíos pobres. Las llamadas Leyes de Nuremberg, por medio de las cuales los nazis limitaron los derechos jurídicos de los judíos, les prohibieron dedicarse a ciertas actividades, casarse con no judíos y les obligaron a vivir en güetos, no se diferenciaban en nada a los decretos con que muchos países europeos los mantuvieron marginados todavía hasta mediados del siglo XIX.
Ya comenzada la guerra, los aliados recibieron constantes y fiables avisos de lo que estaba sucediendo con los judíos en los territorios ocupados por Alemania. Supieron con tiempo de la puesta en marcha de la llamada "Solución Final" (el exterminio físico de los judíos en los campos de concentración), pero decidieron ignorarlos con el banal pretexto de que si se hacía pública dicha información, podía interferir con los esfuerzos de la guerra. No pues sí.
Por todo lo anterior, mi conclusión, que espero compartan (y si no, pues es problema de ustedes y no mío), es que el Holocausto fue tan solo la expresión final y trágica de un antisemitismo con profundas raíces en una Europa cristiana y que, por lo mismo, los alemanes nazis no son los únicos culpables de su realización. Todo el mundo europeo, blanco y cristiano, así como su descendencia americana, fue culpable del mismo, aunque al terminar la Segunda Guerra Mundial trataran de olvidar su propio pasado presentándose como los defensores y vengadores de los judíos injustamente masacrados por los nazis alemanes.
Por cierto, y para terminar, quiero apuntar dos cosas más. Primero: si bien en un principio los musulmanes tuvieron mucha tolerancia hacia los judíos, ya desde el siglo XIX comenzaron también a perseguirlos, por lo que también son, en cierto modo, culpables. Y ahí es donde entraría el papel del muftí de Jerusalén al que hacía alusión Benjamín Netanyahu. Segundo: si bien hago aquí una enérgica defensa de los judíos perseguidos a lo largo de los siglos por sus vecinos cristianos y musulmanes por motivos racistas, religiosos y económicos, no justifico por ello, bajo ningún concepto, el trato discriminatorio y brutal que las autoridades y, por desgracia, buena parte del pueblo de Israel, llevan a cabo en contra de los palestinos. Repruebo con energía el uso del Holocausto como justificante de los ataques de Israel contra Palestina. Estoy convencido que el pueblo palestino merece tener su propio país en las tierras que fueron de sus ancestros y que de manera injusta y arbitraria, los ingleses, los estadounidenses y las Naciones Unidas, les entregaron a los judíos. Por fortuna, hay muchos judíos que reconocen esto mismo y que ejercen una gran oposición y crítica al gobierno actualmente encabezado por Benjamín Netanyahu. Aquí en Nueva York hay muchos.
¡Por una Palestina libre! ¡No al estado sionista y genocida!
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