jueves, 8 de octubre de 2015

LA TRISTE VIDA DEL EXILIADO (4a PARTE)

La vida en Nueva York nos ha deparado también momentos agradables. Hemos hecho varios amigos de procedencias diversas. Ya hablé de Volodia el ucraniano, de Pablo el venezolano, Carlos el colombiano y los mexicanos Juan, Román y Mónica, pero además de ellos no puedo dejar de mencionar aquí a Jean-Paul y Muriel, una pareja de franceses que conocimos en la cola del cine, a Carlyn, una simpática haitiana que nos recibió en su casa el primer día de Acción de Gracias que pasamos aquí y a Yema, una agradable mujer etíope que ha compartido con nosotros algunos momentos agradables, incluyendo una muy divertida cena de Año Nuevo en la que no pudimos parar de reír.

Y hablando de las fiestas de Año Nuevo, las cuatro que hemos pasado desde 2010 en Nueva York han sido, en general, muy divertidas. El primero de ellos, 2010-2011, nos fuimos nosotros dos solos a Prospect Park en Brooklyn, donde iban a tocar algunos grupos musicales e iban a lanzar fuegos artificiales. Llevamos una botella de champán (bueno, la verdad es que era un vino espumoso) y aprovechamos las enormes montañas de nieve que aun quedaban de la nevada del día 26 para ponerla a enfriar. Cantamos, brindamos, y la pasamos muy bien. La segunda, 2011-2012, tras regresar de un viaje a Boston, donde pasamos Navidad, nos reunimos con Mónica y el que entonces era su marido, un indio (de la India) llamado Dushyant, en su departamento de Astoria. Ahí cenamos y luego salimos en metro al Parque Central para ver los fuegos artificiales, brindar y lanzarnos confeti con una especie de lanzadores de confeti que habíamos comprado en el Barrio Chino de Manhattan. Lo pasamos muy bien, riendo hasta la madrugada. Lo único malo fue que de regreso en el metro nos tocó una muchacha muy borracha que vomitó dentro del vagón, lo que generó una pelea entre sus acompañantes y unas personas que protestaron. En fin.

El Central Park es muy hermoso cuando se cubre de nieve.

La tercera, 2012-2013, fue quizá la única desangelada. Habíamos pasado Navidad en Tulum, México, con unos excelentes amigos: el periodista Jaime Avilés y su hija Juncia. Jaime es muy divertido, así que nos reímos bastante. De regreso en Nueva York, compramos dos boletos para un crucero de Año Nuevo por el río Hudson frente a Manhattan. El boleto incluía comida, bebida y baile. Además, en el anuncio prometían las mejores vistas de los fuegos artificiales que se lanzaban a todo lo largo de la isla. La verdad es que nos aburrimos mucho, nos tocaron vari@s borrach@s, hacía un frío terrible y, para colmo, el barco se colocó de tal forma que era muy complicado disfrutar la vista de los fuegos artificiales. Ni modo. En cuanto llegó a puerto, corrimos a casa. En cambio la cuarta, 2013-2014, fue la mejor de todas. Organizamos una cena en nuestro departamento a la que acudieron Yema, Volodia, Juan y Hermelinda (otra compañera de la escuela). Nos reímos como pocas veces. La conversación transcurría a ratos en inglés y a ratos en español. Nos pusimos en la cabeza unos gorros alusivos a la fiesta, nos colgamos collares que decían Happy New Year, contamos chistes e hicimos bromas hasta que la risa nos provocó dolor muscular en el abdomen. A quien siempre le estaré agradecido es a Volodia, pues a pesar de vivir muy lejos de nosotros, en Coney Island (Brooklyn), a casi dos horas de viaje en metro, nunca falta a nuestras invitaciones. El Año Nuevo 2014-2015 decidimos pasarlo en Budapest, acudiendo a la Ópera y brindando en la calle con desconocidos. Ya veremos que ocurre el siguiente.

Volviendo al tema de los amigos, quiero hablar de Jean-Paul y Muriel, los franceses. A ellos los conocimos de la forma más curiosa. Habíamos ido al Lincoln Center para ver una película, llegando varias horas antes para formarnos en una fila especial en la que venden los boletos mucho más baratos. Fuimos los primeros o los segundos en llegar, no recuerdo bien. El caso es que yo dejé a Judith en la fila mientras iba a preguntar algo adentro del inmueble. Cuando regresé, ella estaba platicando con una mujer, que resultó ser Muriel. Me uní a la plática y al poco tiempo ya éramos grandes cuates. Al terminar la película nos presentó a su pareja, Jean-Paul, un profesor retirado que hablaba un poco de español gracias a su abuela. La conexión fue inmediata. Al poco tiempo nos invitaron a una fiesta en su casa. Muriel trabajaba como maestra en el Liceo Francés de Nueva York y Jean-Paul se dedicaba a disfrutar la vida. Fuimos a su casa en Brooklyn varias veces, un departamento muy pequeño en el que, sin embargo, nunca faltaba gente. Ahí conocí a varias personas interesantes, como el editor y escritor Robert Miller, especializado en novelas de espionaje, muy buenas, por cierto. Tras platicar con él, quedamos de vernos en su editorial una semana después. Yo llegué con la intención de pedirle trabajo, pero con tan mala suerte que en esos momentos estaba cerrando el negocio por bancarrota. Los franceses también fueron a la casa varias veces e incluso llegamos a reunirnos en un restaurante peruano para celebrar el 5 de Mayo.

Jean-Paul y yo congeniamos muy bien. En algún momento decidimos celebrar una reunión semanal en un café cerca de la Grand Central, con la finalidad de que él me enseñara francés y yo le reforzara su español. Pero sólo las primeras veces hicimos tal locura, pues al poco tiempo nos dedicábamos a platicar de historia y de política (ambos somos de izquierda), despotricando contra el conservadurismo y contra la religión (ambos somos ateos). Lo pasábamos muy bien. Además, como a ellos también les encanta viajar, revivimos una tradición ya muy en desuso, el de enviarnos mutuamente tarjetas postales cada vez que estábamos fuera. Gracias a eso ahora tenemos una amplia colección que adorna nuestros libreros. Ellos, sin embargo, eran más puntuales que nosotros en un aspecto. Siempre mandaban sus postales desde el país en que se encontraban, en cambio nosotros, comprábamos la postal en el país visitado pero como nunca teníamos tiempo de ir al correo, la poníamos en el correo al regresar a Nueva York. Por desgracia, en el verano de 2013 se venció el contrato de Muriel y tuvieron que regresar a París. Desde entonces los hemos visto tan sólo en un par de ocasiones, la primera en París, donde nos invitaron a cenar en su departamento, y la segunda en Nueva York, en un viaje que ellos hicieron para ver a sus numerosos amigos.

Pasando a otros temas, me viene a la mente la ocasión en que decidimos acudir a la ceremonia de encendido del famoso árbol de Navidad del Rockefeller Center. Fue toda una pesadilla. Era tal la multitud y el espacio tan estrecho, que no todos podían ver el famoso árbol, así que la gente se distribuía por las calles de los alrededores. Como también había un espectáculo musical, los organizadores colocaron pantallas gigantes en las calles aledañas para que los que no tuvimos la fortuna de llegar un día antes para apartar un lugar en primera fila, pudiéramos ver a los cantantes. Desde luego, esperábamos que tras la música, en las pantallas pudiéramos ver la ceremonia de encendido del árbol, pero los muy desgraciados apagaron las pantallas en ese momento y tan sólo los privilegiados que estaban cerca pudieron verlo. ¡Qué poca, me cae!

El famoso árbol del Rockefeller Center

Y para terminar por el día de hoy, les voy a platicar nuestra aventura con el "Huracán Sandy". Este fenómeno meteorológico ocurrió en noviembre de 2013. En realidad no era un huracán, pues cuando llegó a las costas de Nueva York ya se había degradado a tormenta tropical. A pesar de ello, provocó tal desastre que volvió a dejar en evidencia a la ciudad que se considera como una de las más ricas del mundo y la sede del capitalismo. Días antes, en la radio y en la televisión comenzaron a informar a la gente sobre Sandy. El gobierno anunció que el día previo a su llegada el transporte público iba a suspender el servicio desde las seis de la tarde, por lo que se pedía a todas las empresas que le dieran la tarde libre a sus empleados para que éstos pudieran volver a sus casas. Asimismo, se nos exhortaba a acudir con tiempo a los supermercados para aprovisionarnos de víveres. Es lo que llaman "compras de pánico". Yo le sugerí a Judith que hiciéramos algunas de éstas, acudiendo a las tiendas gritando como locos, comprando lo primero que viéramos y peleando con las viejitas por una lata de frijoles. Unas auténticas compras de pánico, vaya, tal y como lo marcan los cánones, pero ella no me dejó.

Total, que llegó el día esperado. Los noticieros pedían una y otra vez que la gente no saliera de sus casas, que se alejaran de las ventanas y que esperaran pacientemente a que terminara la emergencia. Sin embargo, al acercarnos a nuestras ventanas podíamos ver a la gente del barrio caminando tranquilamente en pleno "huracán", paseando al perro e inclusive a los niños pequeños en sus carriolas. No nos asombró. Muchos de nuestros vecinos son colombianos, dominicanos, puertorriqueños y caribeños en general, así como indios y bangladesíes, que saben por experiencia lo que es un huracán de verdad y que, por supuesto, no se dejaron intimidar por una simple tormenta tropical, por más pánico que sus vecinos de otras latitudes tuvieran. Así que ellos siguieron con su vida como si nada estuviera pasando. Nosotros aprovechamos el tiempo para gastarle una broma a Dushyant, el entonces esposo indio de Mónica. Mediante mensajes telefónicos le hicimos creer que Judith había salido antes de que se soltara el huracán y no había conseguido volver a casa. Yo fingí estar preocupado pero no lo suficiente como para salir en su búsqueda. Cuando le dijimos que Judith ya estaba frente a la casa, pero aun en la calle abrazada a un árbol para impedir que el viento se la llevara, Dushyant se ofreció a salir en su rescate desde su casa en Astoria. Mientras tanto, Mónica, Judith y yo nos reíamos de lo lindo ante su ingenuidad. Nunca le dijimos la verdad, y ahora que ya se divorció de Mónica, no tiene ningún caso.

Una estación del metro en Manhattan inundada tras el paso de Sandy

Por nuestro barrio, Jackson Heights, no hubo destrozos con la única excepción de dos árboles caídos, mismos que detectamos al día siguiente cuando salimos a realizar la inspección de rutina que nuestra curiosidad nos ordenaba. Sin embargo, Sandy causó grandes destrozos en otras zonas de Nueva York, evidenciando que la ciudad todopoderosa no está preparada ni siquiera para soportar una simple tormenta tropical. Toda la parte sur de Manhattan, de la calle 42 para abajo, se quedó sin luz. Los túneles del metro que unen Manhattan con Brooklyn se inundaron, la Zona Financiera (donde está Wall Street) se convirtió en zona de desastre, las costas de Long Island, de Staten Island y del Bronx sufrieron severas inundaciones y cientos de personas perdieron sus casas y varios miles, entre ellos nuestro buen amigo Volodia, se quedaron sin luz ni calefacción en los momentos en que estaba entrando uno de los inviernos más crudos que nos ha tocado. Y como siempre, el gobierno de la ciudad reaccionó tarde y mal, de acuerdo con muchos de los habitantes de las zonas afectadas.

El metro tardó casi dos días en volver a funcionar, aunque al principio de forma parcial. Judith ya estaba como leona enjaulada, así que en cuanto oyó que una de las líneas que unen Jackson Heights con Manhattan ya estaba abierta, decidió lanzarse a la oficina. En ocasiones creo que es adicta al trabajo, o como dicen los que creen que saben aunque en realidad no saben nada, workahólica. Dos horas después regresó al calor del hogar frustrada, congelada y de mal humor, pues según me platicó, el metro estaba atascado y estaban pasando muy pocos trenes, por lo que decidió tomar un camión, con el cual sólo pudo avanzar unas cuantas cuadras por lo denso del tráfico y porque los puentes estaban atascados. Así que tuvo que sufrir un día más a mi lado encerrados en casa.

Nos vemos hasta la próxima con más aventuras neoyorkinas, algunas de ellas muy divertidas.




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