viernes, 2 de octubre de 2015

LA TRISTE VIDA DEL EXILIADO (2a PARTE)

Nueva York no es como uno se la imagina. Yo no la conocía antes de llegar a vivir en ella. Sin embargo, había escuchado maravillas. Incluso muchos de mis amigos nos veían con envidia cuando anunciamos nuestra mudanza.

Una vez que se confirmó que Judith había obtenido la plaza en el GEF de la ONU, comenzamos a buscar donde vivir. Como buenos principiantes, queríamos vivir en Manhattan. Así que consultamos páginas de internet donde se ofrecen departamentos en renta. Vimos uno que nos llamó la atención, pues estaba muy barato y muy bien situado, cerca de la Quinta Avenida y el Parque Central. El supuesto dueño decía que se iba a trabajar a Londres y que por eso lo rentaba. Pedía que se hiciera un depósito y él mandaba las llaves por correo. Es increíble que a pesar de ello creyéramos que podía ser cierto. Nos vimos muy novatos, la verdad. Sin embargo, por si acaso, le pedimos a una prima mía que trabajaba en el consulado mexicano en Nueva York que checara el departamento. Muy amable, fue un fin de semana y por supuesto que nos dijo que era un edificio muy elegante y que ahí no conocían al supuesto dueño. Ni modo. Era un fraude. Pero así como la burra vuelve al trigo, nosotros volvimos a caer. Apareció otro con el mismo modus operandi: departamento barato, bien situado, dueño que se va a Londres, pagas y te manda las llaves. La única diferencia es que éste daba un nombre y una dirección en Londres. Así que ni tardos ni perezosos le pedimos a otro primo mío que vive en Londres que nos investigara sobre el tipo en cuestión. Y por supuesto que en el domicilio ese ni lo conocían. Caer una tercera vez hubiera sido patético. Así lo comprendimos y dejamos esa dichosa página por la paz.

Cuando Judith llegó aquí vivió dos semanas en un hotel en Queens. El hotel tenía servicio de transporte a la línea 7 del metro. Ahí conoció a un taxista muy amable, colombiano, del cual nos hemos hecho muy buenos amigos. Desde hace cinco años él es quien pasa por nosotros al aeropuerto o a donde necesitemos ir y no queramos ir en metro o camión.

Después Judith se mudó a casa de una compañera de las Naciones Unidas que le rentó el sótano de su casa en un barrio llamado Sunnyside, en Queens. Cuando por fin yo anuncié mi llegada fue que nos trasladamos a vivir a un departamento en Jackson Heights, Queens, en la calle 84. Elegimos Queens porque es mucho más barato que Manhattan y el metro quedaba muy cerca del departamento. Éste pertenecía a una alemana, también de la ONU, que lo rentaba amueblado porque ella vivía en Tanzania. Era de dos recámaras, pero una estaba cerrada con llave, pues le había pertenecido a la hija de Ingeborg, la dueña, y ésta quería conservarla tal y como su hija la había dejado para irse a estudiar la universidad, ¡hacía 8 años!. Era algo realmente inquietante. Pero por eso, las visitas que tuvimos mientras vivimos allí tuvieron que dormir en la sala, para lo cual compramos un colchón inflable. A todos les resultó menos a mi querida madre, quien prefirió dormir en el sofá, ya que el colchón inflable quedaba muy a ras de suelo y le costaba mucho poder levantarse.

Los muebles del departamento estaban en muy mal estado y había muchas cucarachas, pero con todo vivimos ahí dos años. Lo único que compramos fue el colchón, en una famosa tienda de colchones, y un aire acondicionado portátil, pues en la sala no había y el calor estaba muy canijo. El colchón salió malo y se comenzó a hundir de mi lado. Cuando hablamos para exigir que lo cambiaran nos dijeron que tenía que estar hundido no sé cuantas pulgadas para que en efecto fuera un defecto de fábrica, pero que iban a enviar a un inspector a checarlo. Dos días antes de que viniera el dichoso inspector, pusimos arriba del colchón el aire acondicionado durante todo el día para que el hundimiento fuera muy visible. Pues con todo, se negaban a hacer el cambio. Lo bueno es que Judith es buena para la pelea y al final consiguió un vale para comprar otro colchón. Ahora tenemos dos.

Tras dos años ahí, nos mudamos a otro departamento en la calle 78, también de una persona de la ONU. Como sólo habíamos llegado con la ropa a Nueva York, y no habíamos vuelto a México, creímos que la mudanza sería muy fácil, así que como sólo eran seis cuadras, decidimos hacerla nosotros mismos con la inapreciable ayuda de mi suegra que estaba de visita. Bueno, uno no se da cuenta de las chácharas que acumula hasta que comienza a mudarse. Como ya habíamos recogido algunos muebles de la basura (no se espanten, eso es algo muy común aquí, pues la gente tira muebles en perfecto estado, sabiendo que alguien más los va a reutilizar), un buen amigo, Román, nos ayudó a llevarlos en su camioneta. Para lo demás conseguimos un diablito (los que no sean chilangos a lo mejor no saben a que me refiero; el diablito es lo que usan en los mercados para transportar las cajas con los productos. Un poco más abajo les pongo una foto) y nos dividimos el trabajo. Judith empacaba y ponía las cajas en el diablito, yo me echaba el viaje de seis cuadras empujándolo y mi suegra desempacaba en la nueva ubicación. Para no perder tiempo, también utilizamos las maletas con rueditas, así que mientras Judith cargaba el diablito yo me iba con dos maletas. Al final hicimos más de cincuenta viajes y perdimos una maleta que no pudo soportar el esfuerzo. Fue toda una odisea y juramos no volver a repetirla. Pero valió la pena por que el nuevo departamento estaba en mucho mejor estado que el otro. El edificio también era muy superior, con un jardín muy bonito. El edificio de la calle 84 era atendido por un conserje que le hacía de todo. También tenía un jardín, pero como al pobre hombre, que era guatemalteco, no le daba la vida para todo lo que tenía que hacer, prefería tenerlo cerrado para evitarse el tener que arreglarlo, por lo que se encontraba en muy mal estado. En el nuevo edificio, en cambio, había todo un equipo de trabajadores, además del superintendente: dos polacos, un guyanés, dos puertorriqueños y otros dos, también latinos, pero que todavía no sé de donde son. Y el jardín es muy hermoso y bien cuidado.

Esto es un diablito

Este departamento estaba semiamueblado, así que ni tardos ni perezosos nos dirigimos a Ikea y compramos un comedor, una vajilla y otras cosas más. Ese mismo año fuimos a México de visita (y para votar, pues era el 2012) y aprovechamos para traernos algunas de nuestras cosas de allá. Con eso, el departamento comenzó a lucir más nuestro. Ahí duramos un año y medio, hasta que tuvimos que cambiarnos un piso más abajo, pues el dueño del departamento decidió venderlo, pero tuvo la gentileza de conseguirnos otro en el mismo edificio, también con gente de Naciones Unidas. Incluso nos ayudaron con la mudanza de los muebles, mientras otro buen amigo, Juan, se ofreció también a cargar cajas y demás enseres. Como esta vez sólo era bajar una escalera, decidimos hacerlo nosotros mismos. Necios que somos. Acabamos agotados. Pero bueno, al menos ya no hemos tenido que cambiarnos de nuevo.

Mi primera visita a Manhattan, una vez instalado en el departamento, fue con Judith, que pidió un par de días en la oficina. Realmente no me impresionó mucho. Edificios altos, algunas fachadas hermosas, pero hasta ahí. No se me hizo tan espectacular como decían. Otra opinión me mereció, días más tarde, el Parque Central y el Museo Metropolitano de Arte. Son realmente hermosos.

Los primeros años adoptamos la costumbre de ir todos los fines de semana a un museo diferente, o en el caso de los museos grandes, una sala diferente. Así conocimos algunos espectaculares y otros no tanto, aunque también algunos decepcionantes. La primera vez que fuimos al Museo de Brooklyn era un día de fiesta para la comunidad judía, y cerca del museo vivían muchos. Al terminar la visita, comenzamos a caminar por el camellón de una gran avenida que está enfrente, mismo que se encontraba lleno de adolescentes y jóvenes judíos, sin mujeres y en grupos de tres o cuatro cuando mucho. Sin excepción, se acercaban a mí y me preguntaban si era judío. Al principio, amablemente respondía que no. Pero después de cinco veces me comencé a hartar y decidí que al siguiente que me lo preguntara le iba a decir que era musulmán. No hizo falta, pues al parecer entendieron que no éramos de su comunidad y nos dejaron en paz. Lo curioso es que nunca se dirigían a Judith, ni tan siquiera la volteaban a ver. Sólo a mí. Así que para colmo, machistas. Ahora que lo pienso, nunca sabré que hubiera ocurrido si respondía que sí. ¿Me hubieran dado algún regalo, una felicitación por la fiesta o una invitación a comer? Quién sabe. A lo mejor me hubieran pedido dinero.

Nuestro plan original era conocer a fondo los cinco boroughs de Nueva York: Manhattan, Queens, Brooklyn, Bronx y Staten Island. Después de unos meses dejamos fuera a Staten Island por lo difícil y tardado que era llegar ahí. Luego abandonamos el Bronx y por último, Brooklyn. Y es que contrario a lo que se piensa, el transporte público de Nueva York no es muy eficiente que digamos. Un ejemplo: Queens y Brooklyn están en la misma isla, Long Island, prácticamente juntos. Bueno, pues sólo hay una línea de metro que los una de norte a sur. De otra forma, es necesario cruzar Manhattan para luego regresar a Long Island, un viaje que puede durar más de una hora, o adentrarse mucho en Queens para tomar otro metro que regrese a Brooklyn. Demasiado complicado. O de Queens a el Bronx. Tan sólo los separa un pequeño brazo de mar. Sin embargo, no hay ningún metro que los una. Es necesario ir a Manhattan y ahí tomar otro tren que vaya a el Bronx, en otro viaje que también puede llevar más de una hora. En pocas palabras, el metro está pensado para servir a Manhattan y nada más. Los demás que se frieguen. Por otro lado, la inmensa mayoría de las estaciones están en un estado lamentable, sucias, llenas de ratas y cucarachas, con las paredes descascaradas, el techo con humedades y oliendo a orines. La frecuencia de paso de los trenes puede ser desesperadamente larga, lo que hace los transbordos muy pesados. Judith los odia, y si puede evitarlos lo hace. Yo ya me acostumbré, lo que no significa que deje de renegar cuando se tardan más de cinco minutos. ¡Y es que en ocasiones pueden pasar hasta veinte minutos o media hora sin que llegue un maldito tren!

Lo que sí vale mucho la pena, además de los museos y el resto de la vida cultural, son los restoranes. La variedad es infinita, y aquí hemos conocido cocinas impensables en la ciudad de México. Comida afgana, etíope, persa, bangladeshí, butanesa, senegalesa, armenia, ucraniana, sudafricana, etc, etc, etc. La lista es enorme. De hecho, ya publiqué en este blog dos artículos sobre restaurantes neoyorkinos que, si les interesa, pueden consultar de nuevo.

Pero bueno, por hoy es suficiente. Otro día seguiremos platicando sobre la vida en esta ciudad. ¡Hasta luego!


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