martes, 6 de octubre de 2015

LA TRISTE VIDA DEL EXILIADO (3a PARTE)

Un día, a principios de marzo de 2011, acudí a una reunión con la agregada cultural del Consulado Mexicano en Nueva York, o lo que es lo mismo, con la directora del pomposamente llamado Instituto Cultural de México. Me parece que su apellido era Cabezut. La idea era que esta buena mujer me diera algunos contactos para poder conseguir trabajo en la ciudad. ¡Aguas! Sólo contactos que podrían ayudarme en mi búsqueda laboral, pues en ningún momento iba yo con la intención de que ella me consiguiera trabajo. Aclaro esto porque en esos momentos una prima mía trabajaba en el consulado como cónsul jurídica y ella es quien me había conseguido la entrevista con la directora del área cultural, por lo que no quiero que se piense que hubo tráfico de influencias. ¡No, señor!



Recuerdo muy bien ese día porque estuvo muy complicado. Además de que hacía mucho frío, mi mamá llegaba por primera vez de visita desde la Ciudad de México. De acuerdo con mis cálculos, podría ir por ella al aeropuerto (en metro), llevarla a la casa y dirigirme a mi cita. Así que tomé el tren E, me bajé en la estación Sutphin Boulevard, caminé hacia la estación del Air Train y llegué con tiempo suficiente al aeropuerto John F. Kennedy. En cuanto llegó mi mamá, emprendimos el regreso. Para el que no conozca el Air Train en Nueva York, he de decirle que es un poco complicado, más si uno va despistado platicando con otra persona. Resulta que hay tres rutas: una solamente recorre en círculo las diferentes terminales del aeropuerto; otra se dirige hacia Howard Beach, en donde se conecta con el metro A hacia Brooklyn; y la tercera se dirige hacia Jamaica Center, en donde se puede tomar el metro E para llegar a Queens. Esa es la que yo necesitaba. Sin embargo, por ir platicando, nos subimos al primero que llegó y que se puso a darnos de vueltas por las terminales. Cuando me dí cuenta, nos bajamos y nos subimos al siguiente que pasó, ¡que nos llevó a Howard Beach! Así que tuvimos que regresar a la única estación intermedia donde los dos que salen del aeropuerto se juntan y ahí tomamos por fin el que nos llevó a Jamaica. Cuando llegamos ahí, nos dirigimos al metro, donde estaba Judith esperándonos, pues le pedí que fuera por nosotros para que ella llevara a mi mamá a la casa mientras yo corría a mi cita, pues con tanta vuelta en el Air Train se me había hecho tarde. Por cierto, la maleta de mi mamá venía rota por culpa del maltrato a que la sometieron los trabajadores del aeropuerto, así que fue un problema llevarla a la casa, desde donde Judith, a base de gritos y sombrerazos, consiguió que la aerolínea le mandara una maleta nueva.

Una vez en en el Consulado me dirigí a la oficina de la agregada cultural, donde además de ella se encontraba Eduardo Peñaloza, el encargado del área educativa. De esa reunión saqué pocas cosas en claro, pues la señora Cabezut tan sólo me dio tres nombres, uno de ellos con teléfono, y comentarios como éste: "pues no sé, a lo mejor esta persona te puede decir más cosas que yo", "es que no sé dónde podrías encontrar trabajo de acuerdo a tu profesión". Yo soy historiador y ella es la agregada cultural, y ¿no sabía dónde se podría requerir de mis servicios? No manches. Bueno, al menos dos cosas positivas obtuve de dicha entrevista (que por cierto, no duró más de diez minutos, pues era claro que la Cabezut estaba incómoda con nuestra reunión): el teléfono de Mónica Argüelles, que en esos momentos trabajaba en una revista llamada Raíces de México, y a Eduardo Peñaloza, quien después dejó de trabajar en el Consulado y con quienes tengo una buena relación de amistad.



Los días siguientes me dediqué a pasear a mi mamá por el frío Nueva York y, una vez que regresó a México, hablé con Mónica Argüelles. Nos citamos en un café en Astoria y desde que nos conocimos nos caímos muy bien. Ella habla hasta por los codos y es una mujer muy amable y amigable. Desde luego que me ofreció la oportunidad de publicar en la revista, pero con una aclaración: la revista no estaba a la venta, sino que era gratuita, y por lo mismo no había dinero para pagarle a los escritores. Ni modo, mi primera chamba en Nueva York y no iba a recibir ni un triste centavo de dólar. A pesar de todo, decidí escribir algunos artículos. De hecho, publiqué cuatro o cinco, ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que de Mónica obtuve dos cosas más importantes, una amistad que se ha prolongado desde entonces (de hecho, podría decir que es nuestra mejor amiga en Nueva York) y la información de una feria educativa que se iba a celebrar en Staten Island en unas semanas.

Llegado el día y tras recibir las indicaciones para llegar que me dio la misma Mónica, tras casi dos horas de viaje en metro, ferry y camión, llegué al lugar en el que se iba a realizar la feria. Ahí estaban ya Mónica y Eduardo Peñaloza, quienes me presentaron con diversas personas. Una de ellas se llamaba Román Barroso, quien estaba ahí en representación de UVEA (Unidad de Voluntarios en la Educación para los Adultos), grupo fundado y dirigido por el ingeniero Juan Castillo. Platicando con él, me enteré del proyecto que ellos llevaban a cabo. UVEA es una escuela especial enfocada a personas de origen latino, sin importar su país (aunque la mayoría son mexicanos), que imparte clases en español desde alfabetización hasta secundaria y que mediante convenios con la SEP de México les otorga a sus alumnos certificados de primaria y secundaria. Me gustó, así que le pregunté a Román (un astrónomo aficionado muy competente) que tenía que hacer para unirme a ellos como profesor de historia. Entonces me ofreció darme un aventón a mi casa, lo que me hizo más corto el trayecto de vuelta, y en el camino me invitó a acudir el siguiente sábado a Drapper Hall, un edificio perteneciente a un hospital, situado en Harlem, donde se impartían las clases.

Cuando llegué a casa, le platiqué a Judith, quien también se entusiasmó y decidió acompañarme para conocer a Juan Castillo. El siguiente sábado, como a las once, estábamos ahí. He de decir que llegar era un poco complicado, pues teníamos que tomar tres metros y después un camión. Juan nos dijo que si queríamos enseñar éramos bienvenidos. Sólo había una condición: el compromiso de permanecer un semestre completo. Así que sin más ni más, el siguiente sábado estábamos ahí a las nueve de la mañana, Judith para enseñar matemáticas y yo, historia. Para Judith fue muy complicado, porque para llegar a tiempo teníamos que levantarnos muy temprano ¡en sábado! Sólo los dos primeros meses aguantó, y para los cuatro restantes de su único semestre como maestra le pedimos a nuestro amigo Carlos, el taxista colombiano, que nos llevara, lo que reducía el tiempo de traslado de una hora a veinte minutos. Como ya dije, Judith sólo estuvo un semestre pero fue una excelente maestra, muy dedicada (en la semana, por las noches, preparaba sus clases, incluyendo cartulinas con ejemplos). Yo comencé dando clases de historia de México y después me seguí con Historia de los Estados Unidos.

Había tres grupos, los dos primeros eran para la secundaria y el tercero para el GED, un examen especial que se hace aquí para poder acreditar lo que en México sería la preparatoria. Los alumnos, como ya dije, eran todos adultos, la mayoría poblanos, aunque también había algunos de Ecuador, República Dominicana, Puerto Rico y hasta España. Yo siempre he disfrutado el enseñar, especialmente a los adultos, así que me acoplé sin problemas a la escuela, donde hasta la fecha sigo dando clases, cuatro años después. Pero también creo importante recalcar que no recibo un sólo dólar por ello, pues como la escuela no le cobra a los alumnos ni recibe apoyo de ningún gobierno, tampoco le paga a los maestros, por lo que todos lo hacemos de forma voluntaria.

Mi amigo Juan Castillo

Además de nosotros dos, en esos momentos había otros dos maestros, Román, quien siempre estaba dispuesto a dar clase de lo que fuera y Volodia, un simpático ingeniero ucraniano que da clase de matemáticas y con quien me une una entrañable amistad, al igual que con Román y Juan. Al año siguiente llegó Pablo, un escritor venezolano que daba clases de español y a quien los alumnos querían mucho, pero que después de tres años tuvo que dejarnos por motivos profesionales, aunque ya anunció su próximo regreso.

Tiempo después Juan me pidió que también diera clases los miércoles, pero en otra ubicación. Se trataba de la antigua iglesia de Guadalupe, en la calle 14 de Manhattan, donde se daban clases de alfabetización y primaria y donde yo dí Historia de los Estados Unidos para los del GED. Sin embargo, en 2013 tuvimos que dejar el Drapper Hall por culpa de Sandy (les hablaré de él en la próxima entrega), así que todos terminamos refugiados en la sede de la calle 14, hasta que el padrecito nos corrió en diciembre de 2014. Lo bueno fue que pronto encontramos refugio en un gimnasio de la calle 51 que nos presta otra iglesia.

De mis alumnos yo también he aprendido mucho. En ocasiones deciden abrirse y cuentan sus propias historias. Ahí es cuando uno se da cuenta de lo fácil que ha sido nuestra vida. A fin de cuentas, para llegar a Nueva York, Judith y yo no tuvimos que cruzar el desierto ni trabajar en lugares donde nos explotan bajo la amenaza de llamar a la "migra". Y sin embargo, ahí están ellos, echándole ganas a la vida, estudiando para mejorar sus condiciones y disfrutando con lo que les tocó en suerte. Mis alumnos son un gran ejemplo a seguir. Estoy convencido que ellos, junto con los amigos que hemos hecho aquí, van a ser lo único que extrañe cuando nuestra vida laboral nos lleve a otros lugares.


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