miércoles, 14 de octubre de 2015

LA TRISTE VIDA DEL EXILIADO (5a PARTE)

Nueva York es una ciudad difícil, dura, arisca. Los turistas no lo ven porque ellos están en otra dimensión. Y es normal. La mayoría de los viajeros buscan salir de su rutina y relajarse, por lo que poco les importa los problemas de los demás.

Sin embargo, a pesar de los malos momentos que es mejor olvidar, prefiero recordar aquellas cosas buenas y divertidas que aquí nos sucedieron. Muchas de ellas tienen que ver, desde luego, con la nieve y el hielo.

Han de saber, pues no me da vergüenza decirlo, que yo nunca aprendí a patinar cuando era pequeño. Con la bicicleta era un as, pero los patines me provocaban una inseguridad inmensa y siempre les tuve miedo. Recuerdo con pena aquellos días en casa de mis abuelos en la ciudad de México, cuando mis innumerables primos se ponían sus patines y se dedicaban toda la tarde a dar de vueltas en el patio, mientras mis hermanos y yo permanecíamos sentados observándolos con una mezcla de terror y envidia.

Cuando conocí a Judith hace ya muchos años, decidimos ir un día (más bien decidió ella) a patinar en hielo en la pista de San Jerónimo, al sur de la capital mexicana. Nos acompañaron dos amigas suyas de la oficina y mi querido primo y amigo Jaime Torres Fidalgo. Mientras Judith y sus amigas se daban vuelo en la pista, Jaime y yo no conseguimos soltar la pequeña barda de seguridad que rodea la pista. Lo bueno fue que el único que se cayó fue él (un par de veces, por cierto), pues aunque yo estuve a punto de hacerlo, al final conseguí mantenerme en pie.

Esos son mis antecedentes sobre los patines. Pues bien, durante nuestro primer invierno en Nueva York Judith me pidió que fuéramos a patinar a una de los innumerables pistas que para ello hay en la ciudad. Sin estar muy convencido, elegimos la que se encontraba en Bryant Park, detrás de la Biblioteca Pública. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Sufrí de un miedo irracional, imaginando que iba a caer, que alguno de los múltiples y rápidos patinadores que me rodeaban me pasaría por encima de la mano, cortándome los dedos. A pesar del intenso frío que hacía, pues la pista es al aire libre, yo estaba sudando a chorros, como si me encontrara en la cuenca baja del Mekong durante el verano. Al final, Judith se compadeció de mí y me sacó de aquel infierno. Sin embargo, me hizo prometer que tomaría clases de patinaje.

Un par de semanas después encontré una pista de hielo más o menos cerca de la casa en la que daban clases para niños y adultos. Sin pensarlo mucho para evitar arrepentirme, me inscribí en la clase de principiantes adultos. El curso duraba dos meses, aunque en esos momentos tuve que pedir mi baja temporal después de dos semanas, pues un resbalón en el hielo sobre la cortina de la presa de Croton-on-Hudson me obligó a llevar el brazo derecho cubierto por un guante médico que lo inmovilizaba. Así que me presenté en la escuela de patinaje con la esperanza de que me dieran de baja, pero los muy desgraciados, en lugar de eso, me dijeron sonriendo que no me preocupara, que me curara el brazo e iniciara de nuevo en el siguiente curso, dentro de dos meses y medio. Incluso para obligarme se negaron a cobrarme el nuevo curso. Así que un mes y medio después me encontraba de vuelta embutido en los patines y con un temblor en las piernas que me daba una apariencia un tanto graciosa. Mis compañeros eran una señora china que fingía patinar peor de lo que en realidad lo hacía, un señor polaco que quería aprender para poder hacerlo con sus pequeñas hijas, que ya eran expertas en eso de deslizarse por el hielo, y un par de gringos sin nada de particular. El instructor era un joven puertorriqueño que hizo su mejor esfuerzo para que yo perdiera el miedo, cosa que consiguió, pues después de dos meses de práctica intensiva todos los sábados por la mañana (uno de ellos acompañado por mi hermana que se dedicó a reírse de mí y a tomarme fotos y vídeos sentada con toda comodidad en las gradas para los espectadores), le perdí el miedo a la patinada y logré atravesar la pista de lado a lado a cinco metros de distancia de la barda protectora que había sido mi fiel acompañante durante las primeras clases. Claro que nunca logré una velocidad mayor a los doscientos metros por hora, pero al menos ya no le temía y sabía la forma de no caerme, por lo que al final me dieron el diploma que me acreditaba como el peor del grupo de principiantes. Lo curioso es que después de ello Judith y yo sólo hemos ido a patinar en dos ocasiones.

Una vez superado el miedo, ella insistió en que pasáramos a los patines de ruedas para patinar en la calle, y sin decir ni agua va, en mi cumpleaños me regaló unos patines. Ella se ofreció a enseñarme, así que al principio practicamos en el patio de una iglesia cerca de casa, cada uno con un patín. Esta nueva modalidad se me hizo más difícil que la invernal, por lo que al final lo dejamos sin que yo consiguiera ponerme los dos patines.

Pero mi compañera de vida es necia como pocas personas, así que empezó a insinuar el siguiente paso para mí: esquiar. Ella era una experta, pues lo había hecho en varias ocasiones durante su juventud. Yo me estuve negando con mil pretextos hasta que un día, en febrero de 2014, me anunció que había comprado dos boletos para entrar a una pista de esquí situada en Connecticut, a una hora de camino en camión desde Nueva York. Viéndome condenado sin remedio, hablé con mi buen amigo ucraniano Volodia y lo invité a que nos acompañara junto con su mujer Ulyana. Esa fue mi salvación, pues resulta que ellos gustaban de esquiar en la modalidad llamada cross country, es decir, caminando con esquíes por el bosque, y en la pista a la que fuimos no había eso, sino tan sólo la modalidad que precisamente yo temía: lanzarse por una rampa embutido en los esquíes.

Volodia, Ulyana, Judith y yo.


Así que para poder hacer algo entre los cuatro, optamos por el tubing, es decir, por sentarnos sobre unas llantas y lanzarnos cuesta abajo por las pistas (las de principiantes, desde luego). La verdad es que fue muy divertido. Además de las llantas individuales había unas en forma de ocho para dos personas, y esas fueron las que utilizamos para aventarnos en pareja. Para llegar a las rampas había que hacer un poco de fila, y ahí fue lo más divertido, pues en una ocasión en que ya era nuestro turno de lanzarnos, resbalamos y en lugar de caer por la rampa nos fuimos sobre las personas que estaban detrás de nosotros en la fila provocando una carambola terrible. Yo alcancé a tomar a una niña pequeña a la que, tras tirarla y para evitar que rodara por la rampa, me la llevé conmigo hasta que nuestra llanta se detuvo al final de la fila. Entonces le pregunté "Are you ok?". Ella me miró con una mezcla de odio y alegría y se fue sin decir nada. Ni modo. Volvimos a formarnos llenos de vergüenza por el espectáculo que habíamos dado. Al llegar de nuevo al borde de la rampa, yo me subí a la llanta y en esos momentos sentí que esta volvía a resbalar en el sentido opuesto al que quería. Sólo escuché una voz detrás mío que dijo: "Oh, no! Not again!". Pero esta vez Judith alcanzó a reaccionar, se salió de la llanta y me empujó por la rampa antes de que provocáramos un nuevo desastre. Qué les puedo decir, fue muy divertido.

Cambiando de tema, fue por esas fechas que, ante la ausencia de un trabajo que me mantuviera ocupado y me generara ingresos, decidí terminar una novela que había empezado años atrás. Así que durante seis meses me senté frente a la computadora todas las tardes y me dediqué a escribir, corrigiendo y cambiando el argumento una y otra vez hasta que por fin quedé satisfecho con el resultado. Inmediatamente la mandé publicar, previo pago, con una editorial argentina que publica en versión digital e impresa.

Entonces ocurrió algo imprevisto. Estábamos a principios de 2012 y yo estaba organizando una presentación de la novela en Nueva York. En eso, fuimos a una manifestación que se organizó para protestar por la violencia en México. Salía del consulado de México y terminaba cerca de las Naciones Unidas. Cuando llegamos a éste último lugar, estaba con nosotros una joven reportera de un canal local en español llamado NY1 Noticias. Se puso a mi lado junto con su cámara y sacó un trípode para colocarla. Sin quererlo metió una de las patas de éste en un doblez que siempre hago en mis pantalones, pues como mis piernas no son muy largas, todos me quedan demasiado grandes. Se disculpó de inmediato y ambos nos reímos. Empezamos a platicar y cuando yo le comenté que iba a presentar mi novela me dijo que ella hablaría con el conductor del noticiero para que me invitara al programa a hablar sobre mi libro. La idea me encantó y, en efecto, a los pocos días me habló por teléfono Philip Klint, el conductor del noticiero, y fijamos fecha para el programa.

De ahí salió una buena amistad que a la fecha conservo con Philip, un hombre muy interesante. Hijo de padre holandés y madre canadiense, nació y pasó su infancia en la ciudad de México, por lo que se siente chilango de corazón. En la adolescencia la familia se trasladó a Indonesia donde terminó sus estudios antes de venir a Nueva York. Cuando uno lo escucha hablar se da cuenta de lo fuerte de su herencia mexicana. Después de ese programa me invitó en otras dos ocasiones para hablar sobre política mexicana y, durante las elecciones de 2012 en México, actué como "enviado especial" del noticiero, pues Judith y yo fuimos al país para votar.

En el campamento de Occupy Wall Street. El de sueter verde, barba y poco pelo, soy yo.


Dos semanas después fue la presentación del libro, en la que participaron Margueritte Lukes, que en aquellos momentos era profesora en la Universidad de CUNY y a la que conocí por Juan Castillo, e Ismael Naveja, un excelente amigo que en esos momentos era el Cónsul Adjunto de México en Nueva York.

Más adelante, cuando surgió en México el movimiento Yosoy132, nos enteramos de la creación de una célula del mismo en la ciudad de Nueva York, con el nada original nombre de Yosoy132NY. Sin pensarlo dos veces nos unimos a ellos y comenzamos a realizar labores de protesta y concientización entre los paisanos. Participamos con ellos en muchas manifestaciones e inclusive atendimos a la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad comandada por el poeta Javier Sicilia, cuando ésta llegó a Nueva York. Cuando íbamos a una protesta frente al consulado de México, mi actitud, no lo he de negar, era un tanto ambigua, pues una vez que terminábamos de gritar mueras al gobierno, yo me metía al edificio para saludar a mi buen amigo el cónsul adjunto y comer con él. Ni modo, así es la vida. En ocasiones nos sale con situaciones surrealistas que escapan a nuestro control. Al final, la mayoría de los miembros del grupo nos fuimos separando cuando los más radicales comenzaron a tomar el control. En los últimos años hemos acudido a una que otra protesta, pero ya más en calidad de apoyo solidario que como participantes activos.

Protestando en Union Square. El de la boina gris y barba que se ve al fondo, debajo del "No a Peña Nieto", soy yo.


Pero antes de terminar con este tema, quiero platicarles de la primera manifestación que hicimos con el grupo. En aquellos momentos estaban con nosotros la mamá de Judith y mi querida prima Martha Torres, quienes nunca en su vida habían participado en una. Pero al estar con nosotros les tocó marchar y lo hicieron con gran dignidad, portando unas pancartas hechas con cajas de cartón que algunos de los participantes les dieron.

En el grupo del 132 conocí también a una simpática muchacha llamada Mitzi Hernández que trabajaba en aquellos momentos como asistente del conductor de un programa cultural en un canal de televisión local: HITN. Ella me presentó con su jefe, el periodista español José Nieto, y consiguió que me invitara a su programa titulado "El autor y su obra". Estuvimos hablando por más de dos horas sobre mis libros y sobre historia de México. A José Nieto le gustó tanto que presentó la entrevista en dos capítulos de una hora cada uno para que no se perdiera nada. Luego me enteré que eso es algo que había hecho con muy pocos de sus invitados, pues a la mayoría los despachaba después de media hora.

Por último, me quiero referir a un acontecimiento que fue decisivo en mi formación como persona y como escritor en Nueva York. En 2013, cansado ya de no conseguir ningún trabajo remunerado (en parte debido a una gran depresión que venía arrastrando de tiempo atrás y de la que surgió este blog como parte de la terapia para salir adelante), recibí una llamada providencial de parte de una amiga. Ella, Alejandra Marín, vivía en Nueva York. Era diseñadora de profesión pero no tenía empacho de trabajar en lo que fuera para subsistir en la Gran Manzana. Así, había cuidado niños y vendido paletas heladas. En esa llamada me informó que la dueña del negocio de las paletas estaba buscando vendedores porque la mayoría se le habían ido. Estaba yo tan desesperado que acepté. En otros momentos la hubiera mandado a volar, con el argumento de que un historiador titulado como yo no podía caer tan bajo. Pero en esos momentos me urgía el trabajo, así que acepté. La dueña del negocio era una mujer mexicana llamada Fanny. Ella misma hacía las paletas en una cocina industrial, al más puro estilo mexicano. Había de mango con chile, de pepino con limón, de grosella, de piña con jalapeño y otros sabores exóticos que encantaban a los gringos. Trabajé de abril a octubre, entre semana en un carrito situado en el parque High Line y los domingos en un mercado en Greenpoint, Brooklyn. Ya en otra entrada del blog les hablé, en forma de cuento, sobre esta etapa de mi vida, que fue muy divertida y enriquecedora. En el mercado hice buena amistad con otros vendedores y siempre intercambiábamos productos, por lo que yo regresaba a casa con pescado fresco, frutas, verduras y hasta pies de nuez o zarzamora, los que conseguía a cambio de paletas. También hice amistad con un pequeño niño de cuatro años, llamado Gilbert, y cuya mamá terminó encargándome mientras ella hacia sus compras. Para Gilbert no había nada más emocionante en la vida que asomarse al interior del carro de las paletas. Y desde luego, siempre le regalaba una pequeña. Además, aproveché para enseñarle algunas palabras en español (ninguna grosería, no se apuren).

Vendiendo "Mexican Ice Pops" en el High Line Park.


En el High Line, por su parte, serví como modelo a varios fotógrafos, salí en algunos comerciales de televisión como extra (aunque nunca logré verlos) y fui testigo de filmaciones de series televisivas y de ensayos de obras de teatro. La gente solía ser amable y en ocasiones salían con algunas ocurrencias geniales. En cierta ocasión un señor se me quedó viendo por varios minutos. Cuando empecé a sentirme incómodo se acercó a mí y me dijo: "You have the most incredible job in the whole world". Me reí con ganas y le regalé una paleta. En los días más calurosos del verano la fila de gente frente al carrito era interminable y las propinas jugosas. Este trabajo me sirvió para bajarme de la nube en que vivía y comprender que ningún trabajo es malo si te da para comer. Además, conocí a muchas personas y obtuve muy buenas ideas para personajes de novelas en las que estoy trabajando en la actualidad.

Así que como ven, la vida en Nueva York, a pesar de sus problemas, también tiene sus grandes momentos, algunos de los cuales sólo ocurren aquí. Podría contarles miles de historias más, pero no quiero cansarlos, por lo que mejor aquí dejamos las memorias del exiliado en Nueva York.



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