Seguramente la mayoría de ustedes conocen la famosa novela El último de los Mohicanos, escrita por James Fenimore Cooper y publicada por primera vez en 1826. Si no la conocen, una de dos: o fueron a una escuela patito donde no les inculcaron el hábito de la lectura, o fueron a una buena escuela pero fue su mentalidad patito la que, por más esfuerzo de sus profesores, se negó a adquirir el hábito de la lectura.
Como sea, esta novela narra una historia trágica, la de los últimos Mohicanos, una tribu indígena del noreste de lo que ahora son los Estados Unidos, más concretamente de Connecticut. En la novela, cuyos hechos transcurren en 1757 durante la Guerra de los Siete Años que enfrentó a Inglaterra contra Francia y España, y que en América fue conocida como la Guerra Franco India, los dos últimos representantes de la tribu de los mohicanos, padre e hijo, pelean al lado de los ingleses. Sin embargo, al final el hijo muere y entonces el padre se da cuenta que como ya es viejo, no podrá engendrar más hijos y entonces con su muerte llegará también la de su pueblo. La novela tiene varias fallas históricas que aquí no comentaré por que no hay lugar para ello, pero en sí tiene un trasfondo de realidad. Muchas tribus indígenas de Norteamérica, durante la larga lucha contra los europeos desde el siglo XVI y posteriormente contra los estadounidenses desde finales del siglo XVIII, desaparecieron completamente, pues fueron exterminadas por el hombre blanco. Y para hacerlo más trágico, con su extinción también se murió su cultura, su lengua y sus tradiciones.
Ishi |
La historia que hoy les quiero contar es la de Ishi, el último miembro de la tribu de los Yahi, perteneciente al grupo de los Yana, totalmente extintos. La historia de Ishi es una historia trágica, es la historia de un hombre que vio morir de forma violenta a todos los miembros de su tribu en manos de los hombres blancos y que terminó sus días como una especie de atracción antropológica en un museo, sabiendo que con su muerte moría su cultura.
Los Yana era una familia de tribus amerindias que vivían en el norte de lo que hoy es California, en la cuenca superior del río Sacramento, en pleno centro de la Sierra Nevada. Hablaban una lengua hokana (investiguen flojos) y se dividían en cuatro grupos, uno de los cuales era el de los Yahi. Una curiosidad linguística era que tenían tres lenguas, una masculina, otra femenina y una mixta. Es decir, las mujeres hablaban una lengua, los hombres otra y para comunicarse entre ellas usaban una tercera. Durante mucho tiempo vivieron tranquilos en su refugio de las montañas, hasta que las cosas cambiaron con el descubrimiento de ricos yacimientos de oro en California en el año de 1848, lo que atrajo al territorio a cientos de miles de oportunistas, mineros, gambusinos, comerciantes, abogados y demás gentuza blanca, quienes llegaron en busca de una fortuna que la inmensa mayoría de ellos nunca consiguió.
Los enfrentamientos con los indígenas locales no se hicieron esperar, especialmente por la costumbre de estos nuevos pobladores de invadir las tierras indígenas y agredir a estos últimos, poniendo el grito en el cielo y clamando por justicia y venganza cuando los indígenas, hartos de sus tropelías, decidían defenderse y mataban a unos cuantos de ellos. De acuerdo con el pensamiento de aquellos años, los indígenas eran un estorbo para el progreso que representaba el hombre blanco, y por ello debían ser exterminados.
Ishi nació probablemente hacia 1860. Obviamente no contaba con un acta de nacimiento o fe de bautizo que acredite lo anterior, por lo que solo son suposiciones. Desde pequeño le tocó ser testigo de la violencia del hombre blanco hacia su tribu. La masacre de Three Knolls en 1865 (en la que murió su padre), a la que sucedieron otras más en 1866, 1867 y 1868, dieron como resultado que de los más de 1,500 yanas que existían antes de 1848, tan sólo quedaran vivos unos 30, de los cuales un pequeño grupo estaba formado por los Yahi, grupo al que pertenecía Ishi. Este grupo buscó entonces refugio en lo más profundo de los cañones y de las cuevas del lugar, alejándose completamente de los blancos.
Con el paso de los años, estos fueron muriendo hasta que al final tan sólo quedaba Ishi con su familia más cercana, entre ellos su anciana madre. Tan sólo eran cuatro. Pero en 1908 un grupo de ingenieros que estaban trabajando en la construcción de una presa hidroeléctrica encontraron su refugio y los atacaron. Tan solo Ishi sobrevivió. Se dedicó entonces a vagar por la región, escondiéndose y buscando la forma de sobrevivir.
El 26 de agosto de 1911, sin embargo, Ishi fue capturado cuando intentaba robar un pedazo de carne para comer. Otra versión indica que en realidad decidió entregarse, cansado de vivir solo y escondido, y que por ello acudió a un pequeño rancho donde sus recuerdos le decían que vivía un hombre que, hace 40 años, había tenido algún gesto de afecto con él y con su hermana, cuando ambos eran niños. Como sea, fue entregado al sheriff del pueblo de Oroville, quien lo encerró en la cárcel. Cuando lo capturaron, el solo repetía la palabara Ishi, así que ese fue el nombre que le dieron. Para poder hablar con él se localizó a otro sobreviviente yana, llamado Batwi, que vivía en el pueblo. Pero su dialecto era diferente al de Ishi, así que aunque se entendieron un poco, no pudieron conversar mucho.
Ishi al momento de su captura. La ropa que trae se la dieron sus captores, pues él iba desnudo. |
El comisario de Oroville notificó del caso a Alfred Kroeber, quien dirigía el área de Antropología en la Universidad de California. Éste envió a uno de sus ayudantes, llamado Thomas T. Waterman, quien se encargó de llevar a Ishi a San Francisco, alojándolo en el Museo de Antropología, donde pronto se convirtió en una gran atracción. Cuando llegó a San Francisco, Waterman ya había conseguido que usara traje, sombrero y hasta corbata, en lugar de andar desnudo como lo habían encontrado. Sin embargo, siempre se negó a utilizar zapatos. Según sus propias palabras: “Ahora lo sé. No hay nada que esté mal en los pies de los saldu (rostros pálidos). Lo que está mal es lo que vosotros llamáis zapatos. ¿Cómo sabes por dónde andas cuando tus pies no tocan la tierra?”.
Por las noches, Ishi prefería salir a una cueva cercana y pasar allí la noche. Nunca le gustaron las multitudes, algo comprensible en una persona acostumbrada a no ver a más de treinta personas juntas. Por ejemplo, dicen que cuando lo llevaron a ver el mar en San Francisco, estaba más impresionado por la cantidad de personas que había en la playa que por la inmensidad del Océano, al que nunca había visto. Cuando lo llevaron al teatro a escuchar a Caruso, le impresionó más la multitud ahí reunida que la voz del famoso tenor.
La única ventaja para Ishi es que Kroeber y sus ayudantes se esmeraron en averiguar todo sobre la cultura y el pueblo yahi, lo que permitió que no se perdieran en el olvido. Incluso se llegó a grabar su voz. Aquí les dejo el enlace para escucharla: http://news.berkeley.edu/2011/04/06/ishi-recordings/
Cuando aprendió un poco de inglés, los antropólogos le preguntaron por su nombre, él respondió lo siguiente: "No tengo ninguno, porque no hay gente para nombrarlo". El problema era que, de acuerdo con las tradiciones de su pueblo, una persona no podía decirle a nadie su nombre. La única forma de saberlo era que alguien los presentara. Y como no había nadie que presentara a Ishi, él no podía decir su nombre, por lo que hasta eso perdió el pobre. Se convirtió en el hombre sin nombre. Ishi, en su lengua, significaba "soy una persona". Tampoco había forma de saber el nombre de sus parientes y amigos, pues las costumbres de los yahi prohibían nombrar a los muertos por su nombre.
Kroeber lo empleó como celador en el Museo, donde los domingos por la tarde hacía exhibiciones de talla de puntas de flecha, elaboración de raspadores, arpones, cestas y arcos. También encendía fuego e imitaba los sonidos de los animales salvajes, sentado a la puerta de una cabaña de ramas.
En el Museo |
Desde luego, Kroeber aprovechaba el interés del público por el "salvaje" para beneficio propio y del Museo. En la edición de Los Angeles Times del 10 de septiembre de 1911 invitaba al público a contemplar a“el último hombre de América que no conoce las Navidades”. La afluencia durante los seis primeros meses de vida del Museo fue superior a 24.000 visitantes, todo un espaldarazo a la labor de difusión de Kroeber.
Pero también hay que decir que éste le dio a Ishi un trato humanitario y que inclusive se convirtió en su amigo, ayudándolo a emprender un trabajo de rescate etnológico sin precedentes. La esposa de Kroeber cuenta la emoción que le produjo a Ishi reconocer en las vitrinas del Museo unas cestas que había fabricado una de sus primas muchos años atrás. Sintió que las últimas posesiones de su tribu estaban a salvo.
Alfred Kroeber e Ishi. |
A pesar de todo, Ishi supo adaptarse a su nueva vida. A fin de cuentas, era un superviviente nato. Todo le llamaba la atención. Los automóviles, el Golden Gate, los tranvías, los trenes. Para el público en general, sin embargo, lo que le atraía era la estampa del "salvaje casi prehistórico" (como lo calificó un periódico) que llegaba por primera vez a la "civilización". En su afán de vender más ejemplares, algunos periódicos especularon con la posibilidad de que Ishi buscara una esposa blanca para perpetuar y mejorar su estirpe. Incluso algunas mujeres llegaron a proponerle matrimonio. Pero con más de cincuenta años encima, eso era algo que a Ishi ya no le importaba.
Esa mirada de tristeza dice muchas cosas... |
En más de una ocasión acompañó a los miembros del Museo en recorridos por los territorios que habían pertenecido a su tribu, en busca de recuerdos o de objetos que pudieran ayudar a reconstruir su historia.
Pero su contacto con los blancos, a los que por cierto nunca mostró rencor, también le produjo varias enfermedades. A finales de 1911 padeció una bronconeumonía, misma que le fue tratada por el doctor Saxton Pope, del que se hizo gran amigo. A finales de 1914 le diagnosticaron tuberculosis, enfermedad que lo llevó a la muerte el 24 de marzo de 1916. Ishi había dejado en claro sus instrucciones para el funeral. Quería ser enterrado como sus ancestros. Para su viaje hacia el Oeste debían quemarlo y enterrarlo con su mejor arco, cinco de sus mejores flechas, una caja llena de conchas, su pipa de piedra, un monedero con tabaco, un cestito con harina de bellota suficiente para cinco días y sus recuerdos familiares.
Ishi demostrando sus habilidades para la pesca. |
Sin embargo, en esos momentos Kroeber se encontraba fuera de San Francisco y no pudo evitar que los últimos deseos de Ishi no se cumplieran. Le hicieron la autopsia y enviaron su cerebro al Instituto Smithsonian. Su cuerpo fue cremado y enterrado con una ceremonia cristiana en el cementerio local, dentro de una urna negra y con la siguiente leyenda: “Ishi, the Last Yana Indian 1916”.
Tras una larga lucha legal, en 2010 el Smithsonian regresó su cerebro y sus restos fueron enterrados en un lugar secreto de las montañas en una ceremonia indígena privada. Las pertenencias de Ishi están expuestas en el Museo de Antropología de Berkeley, en una sala destinada exclusivamente a ello.
Sin embargo, tiempo después aparecieron otros yahi que se habían mezclado con otras tribus de la región, aunque al final, éstos tampoco dejaron descendencia, por lo que de cualquier manera, su pueblo se extinguió.
¿Se imaginan el dolor que se ha de sentir que uno es el último sobreviviente de una cultura? ¿Que cuando uno muera, con él (o ella) van a desaparecer también su lengua, sus tradiciones y su historia? Pues eso es lo que han sentido muchos seres humanos sometidos por pueblos más poderosos. No es un fenómeno nuevo o propio del siglo XIX, pues desde épocas antiguas ya era algo normal. ¿Cuánta riqueza cultural no habremos perdido con ello?
¿Se imaginan el dolor que se ha de sentir que uno es el último sobreviviente de una cultura? ¿Que cuando uno muera, con él (o ella) van a desaparecer también su lengua, sus tradiciones y su historia? Pues eso es lo que han sentido muchos seres humanos sometidos por pueblos más poderosos. No es un fenómeno nuevo o propio del siglo XIX, pues desde épocas antiguas ya era algo normal. ¿Cuánta riqueza cultural no habremos perdido con ello?
Si quieren saber más al respecto, les recomiendo los siguientes libros:
Ishi. El último de su tribu. Crónica antropológica de un indio americano, Theodora Kroeber, ed. Antoni Bosch, 2006.
Ishi y el museo, Fernando Monge, en Etnohistoria, UNED, 2009.
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