lunes, 28 de septiembre de 2015

LA TRISTE VIDA DEL EXILIADO (1a PARTE)

Nueva York ha sido siempre una ciudad con vocación mundial. Desde que se fundó se convirtió en un puerto importante y en algún momento de su historia llegó a ser el más importante del mundo. Por casi dos siglos fue la puerta de entrada al país para la mayor parte de los inmigrantes, procedentes sobre todo de una Europa decimonónica sumamente desigual y de una Europa destruida tras dos guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX. Pero también para inmigrantes procedentes de Asia, África, Oceanía y Latinoamérica.

Ya en el siglo XIX fueron muchos los mexicanos que se vieron obligados a buscar refugio en la llamada urbe de hierro, especialmente por motivos políticos. Destaca entre ellos el caso del expresidente Sebastián Lerdo de Tejada, quien abandonó el país al ser derrotado por la rebelión de Tuxtepec encabezada por Porfirio Díaz. Don Sebastián Lerdo vivió aquí desde 1876 hasta su muerte en 1889. En un principio compartió el exilio con otros distinguidos miembros de su gobierno, como Manuel Romero Rubio, Juan José Baz y Mariano Escobedo, aunque al poco tiempo éstos lo abandonaron para pactar con Porfirio Díaz y regresar a México. Sin embargo, Lerdo de Tejada, digno y orgulloso, prefirió vivir sólo en el destierro, en una modesta pensión situada en la Quinta Avenida y la calle 15 (no se vayan con la finta, la Quinta Avenida siempre ha tenido sus barios ricos y sus barrios pobres) y morir aquí, sin pactar jamás con el militar golpista.

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Sebastíán Lerdo de Tejada

Ahora soy yo quien se encuentra en el exilio. En cierto modo por motivos políticos, aunque nadie me persiga en México; en cierto modo por motivos económicos y en cierto modo por hartazgo de vivir en un país donde la corrupción, la impunidad y la violencia campean a sus anchas.

La vida del exiliado siempre es triste. Lejos de la familia y de los amigos, de la ciudad en que nací y en la que viví por casi cuarenta años. Lejos de las cosas que conozco, en una ciudad que en un principio me era totalmente desconocida, pero a la vez intrigante por lo mucho que había por descubrir. Nos mudamos aquí porque Judith obtuvo una plaza en las Naciones Unidas. Y como en muchas ocasiones habíamos platicado sobre la posibilidad de emigrar, aunque sin concretar cuando ni a dónde, no lo pensamos mucho, hicimos las maletas, arreglamos asuntos pendientes (de hecho yo me quedé en el DF casi tres meses más que ella), vendiendo muebles y llevando los demás enseres domésticos junto con mi biblioteca a casa de un amigo que amablemente se ofreció a guardarlos. Dejar mi biblioteca fue una de las cosas que más me dolieron, pero era imposible llevarla por el alto costo de la mudanza. Y así fue como llegamos a Nueva York, como habríamos podido llegar a París, Dakar, Canberra o Tumbuctú.

Como ya dije, Judith se fue unos meses antes, a finales de abril de 2010. Yo llegué a finales de julio. Cuando arrivé, hacía un calor de los mil demonios. Tan sólo una vez en mi vida había sentido tanto calor. Fue en Mexicali por ahí de 1996. Ese primer verano en Nueva York fue muy pesado, pues había ocasiones en que ni ganas daban de salir de casa por las altas temperaturas callejeras. Nos instalamos en un pequeño departamento en la calle 84 del barrio de Jackson Heights, en Queens. La dueña era una señora alemana que también trabajaba para las Naciones Unidas pero que vivía en Tanzania. El barrio es bonito, con muchos edificios del llamado período entreguerras (1910 a 1940), varias calles llenas de locales comerciales y una población sumamente variada.

Recuerdo que al día siguiente de mi llegada llegó un operario de la compañía Time Warner para instalar el sistema de cable para la televisión, así como el internet. Al darme cuenta que hablaba español, le pregunté de donde era y cuanto tiempo llevaba en Estados Unidos. Resultó que era cubano y había emigrado desde niño junto con sus padres. Para mi desgracia me devolvió la pregunta, y cuando le dije que yo había llegado apenas ayer, comprendí por fin la dimensión del cambio. Nunca me sentí tan solo como en ese momento.

Mi misión era buscar trabajo de inmediato, así que comencé a hacerme tarugo al mismo tiempo. El miedo a lo desconocido, así como otros factores que aquí no quiero comentar, me impidieron conseguir trabajo en los primeros tres años. El clima me causó muchos problemas. El calor de ese primer verano me provocó una reacción alérgica que cubrió todo mi hermoso y atlético cuerpo (nótese la ironía) con unas machas en forma de rayas que daban la impresión de que un gato me había arañado por todos lados. En un principio los dos doctores que consulté no dieron con la razón, pero me mandaron una pomada que al final me curó. Pero al año siguiente me volvió la urticaria, aunque menos fuerte que la primera vez. Por fin, un doctor puertorriqueño me dijo que era una reacción alérgica al clima extremo de la ciudad, pero que no me preocupara, que poco a poco me acostumbraría. Y así pasó, en efecto.

Al ser la pareja de una funcionaria de las Naciones Unidas, el gobierno estadounidense me otorgó un permiso de trabajo. Y aún así no fui capaz de conseguir uno. Al principio mandé mi curriculum a varias empresas editoriales y a un par de diarios en español que se publican en la ciudad, sin que nadie me contestara. Después dejé de hacerlo y me concentré en escribir una novela que tenía pendiente. La publiqué en 2011 con la editorial argentina Libros en Red. Se llama Crónica de un México que nunca fue, y aun sigo esperando que muchos de ustedes la compren para poder vivir de las regalías.


Mientras tanto, Judith y yo nos dedicamos a pasear por Nueva York. Los fines de semana nos íbamos a los museos (esta ciudad tiene muchos y la mayoría muy padres), comíamos en diferentes restaurantes buscando comida exótica. La ciudad nos sorprendía en muchos aspectos pero también nos decepcionaba en otros.

En septiembre fuimos a Filadelfia para pasar ahí el cumpleaños de Judith y en noviembre viajamos a Washington. Navidad la pasamos en un pequeño pueblo llamado Croton on Hudson, en el estado de Nueva York, en casa de una amiga peruana que nos la prestó, pues ella se había ido a Bangladesh. Ahí me tocó mi primera nevada. Antes de eso sólo conocía la nieve por una ocasión en que fui de niño con la familia a un paseo al Popocatépetl (¿o sería el Iztaccihuatl? la verdad es que no me acuerdo), pero nunca la había visto caer y menos de la forma en que lo hizo ese día. Fue el 26 de diciembre de 2010 y se trató de una de las peores nevadas en años. Comenzó por la tarde. Nosotros habíamos rentado un coche y en él habíamos ido a Tarritown para conocer la casa de Washington Irving (para los que no lo sepan, es el autor de El jinete sin cabeza). Ahí nos agarró la nevada. Inmediatamente enfilamos de regreso a la casa en Croton. Cuando llegamos al pueblo la nevada ya iba en aumento. La casa estaba en lo alto de una calle empinada y para mí, inexperto en manejar en la nieve, fue imposible lograr que el coche subiera sin patinarse, por lo que decidimos estacionarlo y llegar a pie a la casa. La nieve cayó durante toda la noche. Al día siguiente había más de un metro de nieve afuera. De inmediato nos pusimos a hacer un muñeco de nieve y a aventarnos bolas del mismo material en el porche de la casa. Luego fuimos al jardín trasero y nos pusimos a hacer "angelitos". Éramos como dos niños con juguete nuevo. Para mí todo aquello era nuevo, así que dejé que Judith ordenara lo que se podía hacer y lo que no (de hecho, es algo que siempre hace).

Pero cuando salimos a buscar nuestro coche, éste ya no estaba. En su lugar había un montón de montañas de nieve. Judith me explicó que el coche estaba bajo una de ellas, así que solo era cosa de averiguar en cuál y comenzar a palear. Claro que no teníamos pala, así que una vez identificado "nuestro" montón de nieve, comenzamos a quitarla a mano limpia (bueno, con guantes), hasta que un vecino se compadeció de nosotros y nos prestó una, con lo cual el trabajo se hizo más llevadero aunque no por ello menos difícil. Por fin, después de dos horas paleando, conseguimos recuperarlo. El siguiente problema era lograr que arrancara y sacarlo de ese lugar, lo que conseguimos poniendo piedras para evitar que las llantas patinaran. Con sumo cuidado subimos la cuesta que nos llevaba a la casa, estacionamos el coche, sacamos nuestras maletas y emprendimos el viaje de vuelta a Nueva York. El trayecto debía durar poco más de una hora en situaciones normales, pero con la nevada hicimos casi tres.

Cuando llegamos a Nueva York, nos encontramos con la novedad de que la ciudad había caído en el caos más absoluto y la anarquía reinaba en ella. Resulta que el gobierno de la ciudad no se había preparado para la nevada y su reacción fue lenta y mala. Cuando se decidieron a sacar a la calle las barredoras de nieve, ya era tarde. Además, lo hicieron solo en Manhatan,  dejando a su suerte a Queens, Brooklyn, Bronx y Staten Island. Así que nuestra calle estaba imposibilitada para circular. A duras penas conseguí acercarme al edificio, desembarcar a Judith con todo y maletas entre montañas de nieve y emprender el camino a la agencia de coches para devolverlo. Fue una pesadilla. En algunas calles había coches y hasta camiones del servicio público abandonados, por lo que no se podía circular por ellas.

Esa situación duró casi una semana, hasta que por fin comenzaron a pasar las barredoras. Por supuesto que las quejas contra el gobierno fueron muchas y variadas. Lo malo es que desde entonces el gobierno, temeroso de que ocurra lo mismo, reacciona con exageración ante cualquier aviso de problema climático.

Bueno, por hoy ya es demasiado. Luego les seguiré contando nuestras aventuras por Nueva York.

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