Nueva York ha sido siempre una ciudad con vocación mundial. Desde
que se fundó se convirtió en un puerto importante y en algún momento de su
historia llegó a ser el más importante del mundo. Por casi dos siglos fue la
puerta de entrada al país para la mayor parte de los inmigrantes, procedentes
sobre todo de una Europa decimonónica sumamente desigual y de una Europa
destruida tras dos guerras mundiales en la primera mitad del siglo XX. Pero
también para inmigrantes procedentes de Asia, África, Oceanía y Latinoamérica.
Ya en el siglo XIX fueron muchos los
mexicanos que se vieron obligados a buscar refugio en la llamada urbe de
hierro, especialmente por motivos políticos. Destaca entre ellos el caso del
expresidente Sebastián Lerdo de Tejada, quien abandonó el país al ser derrotado
por la rebelión de Tuxtepec encabezada por Porfirio Díaz. Don Sebastián Lerdo
vivió aquí desde 1876 hasta su muerte en 1889. En un principio compartió el
exilio con otros distinguidos miembros de su gobierno, como Manuel Romero
Rubio, Juan José Baz y Mariano Escobedo, aunque al poco tiempo éstos lo
abandonaron para pactar con Porfirio Díaz y regresar a México. Sin embargo,
Lerdo de Tejada, digno y orgulloso, prefirió vivir sólo en el destierro, en una
modesta pensión situada en la Quinta Avenida y la calle 15 (no se vayan con la
finta, la Quinta Avenida siempre ha tenido sus barios ricos y sus barrios
pobres) y morir aquí, sin pactar jamás con el militar golpista.
Sebastíán Lerdo de Tejada |
Ahora soy yo quien se encuentra en el
exilio. En cierto modo por motivos políticos, aunque nadie me persiga en
México; en cierto modo por motivos económicos y en cierto modo por hartazgo de
vivir en un país donde la corrupción, la impunidad y la violencia campean a sus
anchas.
La vida del exiliado siempre es triste.
Lejos de la familia y de los amigos, de la ciudad en que nací y en la que viví
por casi cuarenta años. Lejos de las cosas que conozco, en una ciudad que en un
principio me era totalmente desconocida, pero a la vez intrigante por lo mucho
que había por descubrir. Nos mudamos aquí porque Judith obtuvo una plaza en las
Naciones Unidas. Y como en muchas ocasiones habíamos platicado sobre la
posibilidad de emigrar, aunque sin concretar cuando ni a dónde, no lo pensamos
mucho, hicimos las maletas, arreglamos asuntos pendientes (de hecho yo me quedé
en el DF casi tres meses más que ella), vendiendo muebles y llevando los demás
enseres domésticos junto con mi biblioteca a casa de un amigo que amablemente
se ofreció a guardarlos. Dejar mi biblioteca fue una de las cosas que más me dolieron,
pero era imposible llevarla por el alto costo de la mudanza. Y así fue como llegamos a Nueva York, como habríamos podido llegar a París, Dakar, Canberra o Tumbuctú.
Como ya dije, Judith se fue unos meses antes, a finales de abril de 2010. Yo llegué a finales de julio. Cuando arrivé, hacía
un calor de los mil demonios. Tan sólo una vez en mi vida había sentido tanto
calor. Fue en Mexicali por ahí de 1996. Ese primer verano en Nueva York fue muy
pesado, pues había ocasiones en que ni ganas daban de salir de casa por las
altas temperaturas callejeras. Nos instalamos en un pequeño departamento en la calle 84 del barrio de Jackson Heights, en Queens. La dueña era una señora alemana que también trabajaba para las Naciones Unidas pero que vivía en Tanzania. El barrio es bonito, con muchos edificios del llamado período entreguerras (1910 a 1940), varias calles llenas de locales comerciales y una población sumamente variada.
Recuerdo que al día siguiente de mi llegada
llegó un operario de la compañía Time Warner para instalar el sistema de cable
para la televisión, así como el internet. Al darme cuenta que hablaba español,
le pregunté de donde era y cuanto tiempo llevaba en Estados Unidos. Resultó que
era cubano y había emigrado desde niño junto con sus padres. Para mi desgracia
me devolvió la pregunta, y cuando le dije que yo había llegado apenas ayer,
comprendí por fin la dimensión del cambio. Nunca me sentí tan solo como en ese
momento.
Mi misión era buscar trabajo de inmediato,
así que comencé a hacerme tarugo al mismo tiempo. El miedo a lo desconocido, así
como otros factores que aquí no quiero comentar, me impidieron conseguir
trabajo en los primeros tres años. El clima me causó muchos problemas. El calor
de ese primer verano me provocó una reacción alérgica que cubrió todo mi
hermoso y atlético cuerpo (nótese la ironía) con unas machas en forma de rayas
que daban la impresión de que un gato me había arañado por todos lados. En un
principio los dos doctores que consulté no dieron con la razón, pero me
mandaron una pomada que al final me curó. Pero al año siguiente me volvió la
urticaria, aunque menos fuerte que la primera vez. Por fin, un doctor
puertorriqueño me dijo que era una reacción alérgica al clima extremo de la
ciudad, pero que no me preocupara, que poco a poco me acostumbraría. Y así
pasó, en efecto.
Al ser la pareja de una funcionaria de las
Naciones Unidas, el gobierno estadounidense me otorgó un permiso de trabajo. Y
aún así no fui capaz de conseguir uno. Al principio mandé mi curriculum a
varias empresas editoriales y a un par de diarios en español que se publican en
la ciudad, sin que nadie me contestara. Después dejé de hacerlo y me concentré
en escribir una novela que tenía pendiente. La publiqué en 2011 con la
editorial argentina Libros en Red. Se llama Crónica
de un México que nunca fue, y aun sigo esperando que muchos de ustedes la
compren para poder vivir de las regalías.
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