lunes, 5 de junio de 2017

EL CERRO DE LAS CAMPANAS. NINGÚN HOMBRE POR ENCIMA DE LA LEY (1a PARTE)

En este mes de junio se celebran los 150 años del juicio en contra de Maximiliano de Habsburgo, llamado emperador de México, y los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía, que le puso fin al Segundo Imperio Mexicano, consolidando por fin a la República. Por ello, quiero compartir con ustedes un breve análisis de este singular acontecimiento.

Para los primeros meses de 1867, pocas ciudades quedaban en manos de los imperialistas. Las más importantes de las que permanecían fieles a Maximiliano eran la ciudad de México, Morelia, Puebla, Querétaro y Veracruz. Ante lo crítico de la situación, el emperador, aconsejado por el general Leonardo Márquez, decidió enfrentar a las tropas republicanas en la ciudad de Querétaro, para lo cual reunió a sus mejores tropas y se encerró en dicha ciudad, a pesar de la oposición del general Miramón, quien prefería salir a campo abierto y derrotar a las columnas republicanas una por una antes de que se unieran, en lugar de caer en la ratonera que significaba quedarse en la ciudad del Bajío. Poco a poco, los republicanos al mando de los generales Escobedo, Corona, Régules y Riva Palacio, entre otros, comenzaron a dirigirse hacia la capital queretana para ponerle sitio. Éste quedó establecido formalmente el 14 de marzo de 1867.

Dos meses después, el 15 de mayo de 1867 la ciudad de Querétaro cayó en poder de los republicanos. La traición del coronel imperialista Miguel López permitió a las tropas selectas del batallón de Supremos Poderes al mando del general Francisco A. Vélez, antiguo imperialista, penetrar las defensas por el Convento de la Cruz, donde se encontraba el cuartel general de los sitiados y donde tenía sus habitaciones el mismo Emperador.


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Convento de La Cruz, en Querétaro. En la actualidad se utiliza como museo.

Al darse cuenta de lo ocurrido, Maximiliano consiguió huir, acompañado de algunos de sus oficiales, y se dirigió al Cerro de las Campanas. Se dice que el coronel republicano Rincón Gallardo, quien lo conocía por ser toda su familia imperialista, se lo topó en la calle y, fingiendo no conocerlo, lo dejó pasar.

Una vez en el cerro, Maximiliano le preguntó al general Tomás Mejía su opinión sobre la posibilidad de escapar. Éste tomó su catalejo y examinó la situación. Después se volvió hacia Maximiliano y le dijo: “Señor, pasar es imposible, pero si Vuestra Majestad lo ordena, trataremos de hacerlo; en cuanto a mí, estoy dispuesto a morir”.

Ante esto, Maximiliano dictó sus últimas órdenes como emperador de México: envió a uno de sus ayudantes a parlamentar con el general Mariano Escobedo, jefe de las tropas republicanas, y enarboló la bandera blanca en señal de rendición. Los republicanos suspendieron el fuego y un pequeño grupo de jinetes al mando del general Ramón Corona se dirigió al Cerro de las Campanas. Al llegar frente a Maximiliano, éste le entregó su espada y se rindió a discreción, junto con todas sus tropas.

Poco después, caería preso el general Miguel Miramón, quien se ocultaba en la casa del doctor José Licea después de haber sido herido en la cara al entrar los republicanos a Querétaro. Poco sospechaba el Macabeo que su mismo anfitrión lo denunciaría.

El botín, si puede llamársele de alguna forma, fue impresionante: un emperador, once generales, seiscientos oficiales y más de cinco mil soldados.

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Maximiliano de Habsburgo

Al caer la plaza, muchos republicanos esperaban que el general Escobedo fusilara sin más a Maximiliano y a sus generales, fundándose en la Ley del 25 de enero de 1862 y en el hecho de que Escobedo había recibido órdenes precisas de Juárez de fusilar a todos los oficiales imperialistas que cayeran prisioneros. Sin embargo, don Mariano prefirió cuidar su futuro político y dejar que el gobierno decidiera sobre la situación de sus prisioneros.

Pero el gobierno ya había decidido. Los prisioneros serían pasados por las armas, como advertencia para todos aquellos que pensaran aun que se podía agredir a la república con total impunidad. El fusilamiento del archiduque austríaco sería un escarmiento para el imperialismo europeo.

Además, el gobierno juarista temía dejar vivo a Maximiliano. Este miedo se reflejó claramente en la carta que Matías Romero escribió el 31 de mayo de 1867 a Hiram Barney, antiguo administrador de la aduana de Nueva York. Decía Romero:

He leído con interés las observaciones de Ud., respecto al modo con que debemos tratar a los enemigos de México. No sé que disposiciones tome el presidente Juárez con Maximiliano; pero temo que si le permite regresar a Europa impunemente, sea una constante amenaza para la paz de México. Seguirá llamándose, para oprobio nuestro, emperador de México. Todos los mexicanos descontentos e intrigantes mantendrán una correspondencia activa con él, sobre su supuesta popularidad allí y podrán inducirlo a que regrese algún día, como hicieron con Iturbide. Los que puedan se irán a Austria a formar una corte mexicana en Miramar, y tendrá lo necesario para organizar un gobierno mexicano, como el ex-rey de las Dos Sicilias hizo en Roma cuando fue expulsado de Nápoles. Algunas potencias europeas continuarán reconociéndolo como emperador de México, como hizo España con el ex-rey de las Dos Sicilias. Siempre que tengamos complicaciones con cualquiera nación europea, el primer paso que dé la parte interesada será intrigar con Maximiliano, amenazándonos con dar auxilio a nuestro legítimo soberano, para recobrar su autoridad de las manos de los usurpadores, si no aceptamos las condiciones que quiera imponernos. Además, si se perdona a Maximiliano y se le permite regresar a su país, ninguno dirá en Europa que hacemos esto porque somos magnánimos, puesto que las naciones débiles no se cree que sean generosas; sino por el contrario, se dirá que lo hicimos por temor a la opinión pública en Europa, y porque no nos atrevimos a tratar duramente a un príncipe europeo nuestro soberano.

El problema era que el gobierno juarista, que ya había decidido el destino de los prisioneros, no sabía aun cómo realizar sus propósitos para que éstos se ajustaran por entero a la ley y sus enemigos no pudieran acusarlo de asesino. Por fin, el 21 de mayo de 1867, el gobierno republicano encabezado por Benito Juárez, decidió iniciar el proceso legal más connotado de todos los que se han celebrado en la historia de México. Para ello, el ministro de Relaciones Exteriores, Sebastián Lerdo de Tejada, mandó a través del ministro de Guerra, Ignacio Mejía, las órdenes pertinentes al general Mariano Escobedo, jefe de las tropas republicanas en Querétaro, para que diera inicio a la instalación del Consejo de Guerra y, de acuerdo con la ley de 25 de enero de 1862, se sujetara a proceso al emperador Maximiliano y a los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía.

El ministro de Guerra daba en el documento las razones que tenía el gobierno para juzgar a Maximiliano y a sus dos generales. Mencionaba así que éstos habían atentado contra la tranquilidad del pueblo mexicano en los momentos en que éste, después de cincuenta años de guerra civil, había conseguido por fin la paz que tanto anhelaba, así como hacer respetar al fin las leyes y la Constitución del país. Para ello, los tres reos habían recurrido a la intervención armada extranjera y a la traición.


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Tomás Mejía

Aunque estas razones se podían justificar como argumentos políticos, históricamente estaban alejadas de la verdad, pues en 1861, cuando la idea monárquica llega a su punto culminante, México estaba lejos de encontrarse pacificado. Además, el gobierno de Juárez distaba de ser popular. Muchos de los grandes jefes del liberalismo se oponían al presidente. Aun no existía en el pueblo mexicano un sentimiento fuerte de unidad nacional. Y aunque en lo particular los ahora republicanos sabían que muchos conservadores honrados también habían aspirado, como ellos, a lograr esa unidad nacional, no podían en estos momentos de triunfo, por motivos políticos, reconocerles a sus enemigos tan nobles propósitos.

Sin embargo, casi todos los historiadores coinciden en que este juicio fue una mera formalidad. Apegándose a la ley de 25 de enero de 1862, Escobedo hubiera podido fusilar a los reos sin mayor trámite, pero como bien dice José Fuentes Mares, “...aunque su muerte estuviera resuelta de antemano, era aconsejable dorar la píldora frente al mundo... El proceso de Querétaro... tuvo todas las características de un artículo de exportación”, simplemente era “...un trámite procesal para el patíbulo, un trámite que Juárez desahogaba en toda su formalidad para encarnar el papel que se acomodaba a su carácter: el de un magnánimo vengador”.

El general Escobedo procedió de inmediato a cumplimentar las órdenes recibidas. El gobierno había designado como fiscal al teniente coronel Manuel Azpíroz. Este recibió órdenes de utilizar la comunicación del ministro de Guerra como documento instructivo, es decir, como base para la acusación.

En este documento se repasaba brevemente la reciente historia del país, llena de guerras y ambiciones, mismas que el “pueblo” había repudiado dictando la Constitución de 1857, para buscar así una paz y una prosperidad, que se vieron interrumpidas cuando “los restos más espurios de las clases vencidas apelaron al extranjero, esperando con su ayuda saciar su codicia”. A Maximiliano se le lanzan entonces terribles cargos, mismos que “...dejando a un lado ciertas durezas de estilo, contenían la verdad absoluta acerca de la empresa imperialista en México...”. Desde luego, se trataba de la verdad vista por los republicanos, quienes en ese momento podían y querían imponerla: es decir, la verdad del vencedor.

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Miguel Miramón


A Maximiliano, Miramón y Mejía se les lanzaban cargos realmente fuertes, ante los cuales los reos comprendieron que, de antemano, ya estaban condenados a muerte. Los preceptos de la Ley con la que serían juzgados eran implacables. Esta imponía la pena de muerte para todos aquellos que cometieran delitos contra la nación, contra el orden, la paz pública y las garantías individuales. Una ley muy cruel, en efecto, pero no menos cruel que su contraparte imperialista, el decreto de 3 de octubre de 1865. De esta forma, Juárez conseguía el precepto legal idóneo para juzgar a Maximiliano, sin que se le pudiera acusar de realizar una venganza personal, pues él se limitaba a aplicar la ley. Así, no sería el presidente quien firmara la sentencia de muerte, manchando sus manos con la sangre de los reos, sino que sería un tribunal utilizando como respaldo una ley de la república.

La Ley de 25 de enero de 1862 ha sido en múltiples ocasiones tildada de inconstitucional, pero, como dice Fuentes Mares, independientemente de esto, “...en el México turbulento de 1867, era prácticamente imposible que un criterio legalista dominara sobre las pasiones del vencedor”. Es decir, el vencedor aplicó su ley. Si los imperialistas hubieran triunfado y hubieran capturado a Juárez y a sus principales generales, éstos hubieran sido juzgados y condenados de acuerdo al decreto de 3 de octubre de 1865. Simplemente se aplicó la ley del vencedor.

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Teniente Coronel Manuel Azpíroz

En la tarde del 24 de mayo de 1867, el fiscal Azpíroz se dirigió a la celda de Maximiliano, junto con un escribano, para desahogar lo que hoy llamaríamos declaración preparatoria. El archiduque solicitó que se le presentara la acusación por escrito y se le dieran tres días para estudiarla y elegir abogados para su defensa. Al formularle las acusaciones el fiscal, Maximiliano se limitó a desconocer la competencia del tribunal militar, además de insistir en que todas las acusaciones que se le hacían eran de carácter político. Al día siguiente, Azpíroz volvió a la celda del archiduque y le preguntó por sus defensores. Maximiliano nombró entonces como tales a Mariano Riva Palacio, Rafael Martínez de la Torre, Eulalio María Ortega del Villar y Jesús María Vázquez, todos ellos distinguidos abogados republicanos.

Enseguida, el fiscal procedió a leerle los cargos que se le hacían. Éstos eran, en síntesis, los siguientes:

1° Fue instrumento de la intervención francesa, la cual intentó destruir las instituciones republicanas de México.
2° Atentó contra la Constitución de 1857, y apoyándose en unos cuantos votos, trató de justificar su llamado Imperio Mexicano.
3° Usurpó la soberanía nacional.
4° Dispuso por medio de la violencia, de vidas e intereses de los mexicanos.
5° Auxiliado por Bazaine, general en jefe del Cuerpo Expedicionario Francés, llevó a cabo una guerra implacable contra los republicanos. Muchos hombres fueron sacrificados en su nombre.
6° Hizo una guerra de filibusteros, trayendo incluso a belgas y austríacos, ciudadanos de países que no estaban en guerra con la República.
7° Dio el manifiesto del 2 de octubre de 1865, preámbulo del decreto del día siguiente, tratando de justificar su conducta con el falso argumento de que Juárez había abandonado el territorio nacional.
8° Dio el decreto del 3 de octubre de 1865, del que se habló anteriormente.
9° Después de retirado el ejército francés, cuando la República entera se levantaba contra él, persistió en seguir dominando con su falso título de emperador.
10° Sólo abdicó a su falso título de emperador al ser vencido.
11° Pretendió que se le guardaran las consideraciones debidas a un soberano vencido en guerra, cuando para la nación mexicana no lo había sido ni de hecho ni de derecho.
12° Negó la competencia del Consejo de Guerra.
13° Fue contumaz y rebelde al haberse negado a contestar las preguntas formuladas por el fiscal.

Por su parte, el general Tomás Mejía nombró como su defensor al licenciado Próspero Vega. Los cargos que se le hicieron fueron los siguientes:

1° Haber hecho constantemente la guerra al Gobierno constitucional, sin que sirviera de excusa la persecución de que fue objeto.
2° Haberse mantenido “neutral” cuando peligraba la independencia de México, siendo su deber defenderla y no embarazar al Gobierno con su actitud.
3° No haber reconocido al Gobierno Constitucional.
4° Haber reconocido al llamado Imperio, y haberle servido como instrumento de guerra.
5° Haber sido cómplice de los franceses y de Maximiliano en los asesinatos, incendios, y crímenes de todo género que se habían cometido en los pasados cinco años, además de la cooperación que prestó a la Intervención y al Imperio, y por la sangre mexicana que se había derramado en los combates en que él había participado.

Extrañamente, el general Mejía, hombre que siempre se había distinguido por su valentía, por su sentido del honor, su grandeza de alma y su generosidad, se limitó a aceptar todos los cargos que se le hicieron; tan sólo argumentó que durante la guerra él se limitó a defenderse pero nunca atacó, complicándole de esta forma todo el trabajo a su abogado. Bien dice Fuentes Mares, “fuera de duda el valor personal del famoso adalid conservador, tales debilidades resultan inexplicables”.

Mariano Escobedo

En mi opinión Mejía, quien carecía de antecedentes criminales, fue juzgado a falta de Leonardo Márquez, a quien no pudieron capturar los republicanos, y por ser general de división, al igual que Miramón, pues Juárez pretendía así demostrar que aplicaba un principio de igualdad: mismos grados, mismo destino.

Por último, al general Miramón se le formularon los siguientes cargos:

1° Haber estado en constante rebelión contra el Gobierno Constitucional.
2° Haber cooperado eficaz y principalmente con los jefes rebeldes que han mantenido la guerra civil, a turbar la paz de la nación y hacerla víctima de los horrores de la guerra.
3° Haberse arrogado el mando supremo de la nación en la época de la Guerra de Reforma.
4° Haber mandado ejecutar a los “mártires” de Tacubaya.
5° Haber mandado violar los sellos del Gobierno de Inglaterra para extraer los fondos destinados por el Gobierno al pago de la Convención inglesa.
6° Haber desembarcado en Veracruz, cuando el puerto estaba en poder de las tropas de la intervención, para ofrecer a ella sus servicios, o al menos volver al país bajo su amparo.
7° Haber vuelto nuevamente a México, cuando debió considerar que los franceses eran el único apoyo de Maximiliano, y que este no fue más que un usurpador de los títulos de soberano.

Miramón se defendió de estos cargos de forma bizarra e inteligente. Uno a uno los fue rebatiendo, dejando en muy mala situación al fiscal Azpíroz. Él no era rebelde al Gobierno Constitucional porque nunca lo había reconocido, él no había ordenado el fusilamiento de los civiles capturados en Tacubaya, él no había apoyado nunca la intervención francesa. Además, si aceptó servir al gobierno de Maximiliano cuando se retiraron los franceses, fue por el hecho de que había en su contra un decreto de proscripción por parte del gobierno republicano. Una vez más Fuentes Mares, uno de los mejores biógrafos de Miramón, nos dice acerca de esto: “Ni por un momento exhibió debilidades que pudieran llamar a la clemencia. Seguro de tener que morir, no se apartó de los principios que normaron su vida. Atacaba en su banquillo de acusado, como en un pequeño campo de batalla”. En su defensa, Miramón demostró que simplemente era cuestión de ver quién había ganado y quién había perdido, más que de legitimidad o de vigencia de las leyes.

Como abogados, el general Miramón designó a Joaquín Alcalde, quien no aceptó, a Ignacio Jáuregui, abogado liberal residente en San Luis Potosí y hermano de uno de los “mártires” de Tacubaya, y a Ambrosio Moreno. Ninguno de ellos tenía la reputación de los abogados de Maximiliano, pero no por ello fueron menos brillantes sus alegatos en la defensa de su cliente.

La conclusión era lógica: Maximiliano, negándose a responder y pretendiendo una majestad que no tenía, y Mejía demostrando su candor y haciendo alarde de sus bondadosos sentimientos, buscaban salvar la vida. En cambio Miramón, seguro de que la perdería, quiso dejar constancia de su idea de lo que había pasado en México, idea que muchos con él profesaban.

(Continuará)

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