viernes, 9 de junio de 2017

EL CERRO DE LAS CAMPANAS. NINGÚN HOMBRE POR ENCIMA DE LA LEY (3a Y ÚLTIMA PARTE)

El Consejo de Guerra concluyó el 14 de junio de 1867 al medio día, cuando los miembros del tribunal se retiraron a deliberar. Los siete miembros condenaron por unanimidad a los reos a sufrir la pena de muerte. Con la fina ironía que lo caracterizaba, Fuentes Mares nos comenta que “en cinco de los votos se lee: 'los condenamos a ser pasados por las armas'. Sólo Platón Sánchez y José Ramírez discreparon en punto a las palabras, pues el primero condenó a la pena de muerte y el segundo a la pena capital, o sea en resumidas cuentas a lo mismo. Que dos de los miembros del Consejo modificaran la fórmula generalmente adoptada se debió, posiblemente, a la legítima precaución de que nadie sospechara que la sentencia pudo proporcionárseles, de antemano, en la forma de un original y seis copias”.

Hoy, a 150 años de distancia, podemos juzgar este acontecimiento libres de las pasiones que, en su tiempo, impidieron a nuestros historiadores valorarlo en su justa medida. Algunos hablaban de un triple asesinato realizado en contra de la más elemental justicia, sin reconocer que en el sonado caso se presentan poderosas circunstancias que lo atenúan e incluso lo justifican. Otros ponderan a la justicia republicana que otorgó a los reos la posibilidad de defenderse, olvidándose del hecho de que éstos ya estaban condenados a muerte desde que cayeron prisioneros en Querétaro, por lo que, por más brillantes que fueran sus argumentos de defensa, no tenían posibilidad alguna de salvar la vida.

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Benito Juárez

La muerte de estos tres hombres fue la culminación lógica de un duelo que llevaba casi medio siglo de asolar las tierras mexicanas. La guerra civil había sido demasiado encarnizada para terminar con un perdón. Sin embargo, mucho se ha especulado sobre las consecuencias favorables que hubiera traído a México un posible indulto. En su momento, eso fue impensable. Los próceres republicanos temían la posibilidad de un resurgimiento de sus enemigos monárquicos.

Con el paso del tiempo, al enfriarse las pasiones políticas, estamos en capacidad de analizar seriamente esta posibilidad. A mi juicio, dos de los tres condenados hubieran podido ser indultados. Maximiliano no representaba ya ningún peligro. Al regresar a Europa, difícilmente se hubiera embarcado de nuevo en una aventura como la mexicana. Ningún país europeo lo hubiera apoyado. Francia estaba a punto de sucumbir frente a los prusianos. Austria no estaba en condiciones de desafiar a los Estados Unidos, país interesado en mantener la idea republicana en México. España no tenía la fuerza suficiente para intervenir en América por su cuenta, e Inglaterra prefería comerciar a pelear con los países latinoamericanos. Maximiliano se habría visto así reducido a una posición secundaria en Austria-Hungría o, en el mejor de los casos, a ser aspirante de una de las múltiples coronas de los nuevos países balcánicos que surgían ante el derrumbe definitivo del Imperio Otomano.

El general Tomás Mejía era un hombre acabado. En 1867 cumplía los 47 años de edad y sufría ya de algunas enfermedades que minaban rápidamente su existencia. Lo más seguro es que no hubiera sobrevivido mucho al triunfo de la República. Además, después de la debacle imperialista, es dudoso que pensara seriamente en un levantamiento armado, pues, además de no contar más con tropas a su mando, es difícil que hubiera conseguido apoyo de otros militares republicanos. Por otro lado, de los tres condenados, el único que pudo tener una esperanza fue precisamente Mejía, pues como confió Lerdo de Tejada en una carta dirigida a Antonia Revilla: “De los aprehendidos el que tiene más a favor es Mejía. Siempre ha sido leal a su bandera, y nunca ha sido sanguinario. Ni se ha hablado, ni se ha resuelto nada todavía”. En efecto, Mejía siempre había sido un enemigo leal y generoso. Inclusive había salvado la vida de Escobedo en una ocasión en que éste cayó en manos del general Márquez, quien quería fusilarlo. Tras ordenar la liberación de don Mariano, Leonardo Márquez pronunció estas proféticas palabras: “Don Tomás, hoy usted le salvó la vida a Escobedo, pero no dude que mañana, él lo fusilará a usted”.

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El sanguinario Leonardo Márquez. Al lograr escapar de la Ciudad de México, dejó a los republicanos con las ganas de fusilarlo.

El único de los reos al que Juárez sabía que no podía perdonarle la vida, era el general Miguel Miramón. Independientemente de repúblicas o monarquías, Miramón representaba el némesis de Juárez. Ninguno de ellos podía vivir en el México del otro. No podían coexistir. Miramón no hubiera dudado en fusilar a Juárez si éste hubiera caído en sus manos en 1859, durante el sitio de Veracruz, o en enero de 1867 durante la toma de Zacatecas. Juárez no hubiera encajado en el México de Miramón. Miramón no hubiera encajado en el México de Juárez. Ambos representaban a un México diferente. Ambos estaban convencidos de la justicia de su causa. Sin Juárez y lo que su figura representó para la unificación de los republicanos, éstos jamás hubieran vencido al Imperio. Sin Miramón, los conservadores no podían pensar seriamente en enfrentarse de nuevo a Juárez. La muerte de Miramón significaba la muerte política del partido conservador, y Juárez no podía olvidar eso. Por ello, no podía indultar a Miramón. El destino de Juárez era morir en su cama. El destino de Miramón, era morir “como un artista trágico, tal vez lo mejor que pudo ocurrir a un hombre de sus amores y enemistades”.

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Miguel Miramón, el único que no podía sobrevivir.

Pero volvamos al juicio. En la sentencia se dispuso que los reos fueran fusilados el día 16 de junio a las cuatro de la tarde. Al serle notificada a los reos, éstos aceptaron su destino y se prepararon a morir. Sobrevino entonces un acto al que casi todos los historiadores, republicanos o imperialistas, han calificado de cruel e innecesario. El presidente Juárez decidió posponer la ejecución por tres días, decisión que ninguno de los procesados agradeció, pues ya se encontraban listos para morir, ya se habían confesado y habían comulgado, ya habían muerto moralmente, y esta decisión no hizo más que prolongar su agonía, permitiendo que se les matara el 19 después de haber muerto el 16. Sin embargo, sirvió para que los abogados intentaran conseguir, inútilmente desde luego, el indulto de los prisioneros.

Además, la noticia de que múltiples personalidades internacionales habían solicitado el indulto de Maximiliano y sus dos generales, dio nuevas esperanzas a los defensores, esperanzas que pronto quedaron desvanecidas. Entre las personalidades que pidieron a Juárez el perdón, se encontraba Garibaldi, el héroe de la unificación italiana; el emperador de Austria, Francisco José; casi todos los reyes europeos; el gobierno de los Estados Unidos; e inclusive Víctor Hugo, célebre escritor y político francés que se había opuesto a la intervención de su país en México. En la carta que el autor de Los Miserables envío a Juárez se abogaba, no tanto por la vida de Maximiliano, sino por el triunfo de los principios. En esta bellísima epístola, Víctor Hugo decía: “Jamás se ha presentado a vosotros una ocasión más magnífica. Juárez, haced que la civilización dé un paso inmenso. Abolid sobre la faz de la tierra la pena suprema. ¡Que el mundo vea esta cosa prodigiosa!… Esta será, Juárez, vuestra segunda victoria. La primera, vencer la usurpación, es magnífica. La segunda, perdonar al usurpador, es sublime… Sobre todos los códigos monárquicos, chorreando sangre, abrid la Ley de la Luz y en la más santa página del Libro Supremo, que se vea el dedo de la república puesto sobre el mandamiento de Dios: No Matarás”. Por desgracia, esta sublime pieza oratoria llegó a manos de Juárez cuando ya los reos habían sido fusilados.

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Víctor Hugo

Al amanecer del 19 de junio de 1867, Maximiliano se dio por fin cuenta de lo que había sucedido. De su alma surgió entonces un último rasgo de generosidad, mismo que quedó plasmado en una carta que dirigió al presidente de la República:

Próximo a recibir la muerte, a consecuencia de haber querido hacer la prueba de si nuevas instituciones políticas lograban poner término a la sangrienta guerra civil que ha destrozado desde hace tantos años este desgraciado país, perderé con gusto mi vida, si su sacrificio puede contribuir a la paz y prosperidad de mi nueva patria. Íntimamente persuadido de que nada sólido puede fundarse sobre un terreno empapado de sangre y agitado por violentas conmociones, yo conjuro a usted, de la manera más solemne, y con la sinceridad propia de los momentos en que me hallo, para que mi sangre sea la última que se derrame, y para que la misma perseverancia, que me complacía en reconocer y estimar en medio de la prosperidad, con que ha defendido usted la causa que acaba de triunfar, la consagre a la más noble tarea de reconciliar los ánimos, y de fundar de una manera más estable y duradera la paz y tranquilidad de este país infortunado.

Sin duda alguna, este texto es la mejor herencia que Maximiliano pudo dejar a su patria adoptiva. Tras ser conducidos al Cerro de las Campanas para ser fusilados, el archiduque fue colocado al centro, teniendo a su derecha al general Mejía y a su izquierda al general Miramón. El emperador se dirigió entonces hacia este último, y le dijo: “General, un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas. Permítame cederle el sitio de honor”. De esta forma, Miramón quedó al centro y Maximiliano a la izquierda.

Hecho esto, Maximiliano hizo uso de la palabra, diciendo con voz fuerte: “Mexicanos. Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y libertad de México. ¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!”. Después, Miguel Miramón intentó, incluso hasta el final, quitarse de encima el apelativo de traidor con que sus jueces lo habían acusado: “Mexicanos. En el consejo de guerra mis defensores han querido salvar mi vida; aquí, listo a perderla y cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto contra la acusación de traición que me han lanzado al rostro para excusar mi ejecución. Muero inocente de ese crimen, perdono a mis matadores con la esperanza de que Dios me perdonará y de que mis compatriotas alejarán de mis hijos cargo tan villano y me harán justicia, ¡Viva México!”.

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El fusilamiento. Obra de Edouard Manet.

Tomás Mejía, con el estoicismo propio de su raza indígena, permaneció callado. Ni una sola palabra de reproche o de justificación salió de sus labios. Consciente de su destino, sabía que nada de lo que dijera podría cambiar su situación. Su silencio sólo se vio interrumpido por los disparos del pelotón de fusilamiento que puso fin, no sólo a sus vidas, sino a toda una etapa de nuestra historia.

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El pelotón de fusilamiento. Entre los soldados se encontraba el futuro general Aureliano Blanquet, amigo de Victoriano Huerta e implicado en la muerte de Francisco I. Madero.

Aunque la ciudad de México se defendió hasta el 21 de mayo y Veracruz aguantó unos días más, en Querétaro quedaba liquidada la añeja reyerta del siglo XIX mexicano. En el Cerro de las Campanas, moría un México, para que naciera otro.

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