miércoles, 7 de junio de 2017

EL CERRO DE LAS CAMPANAS. NINGÚN HOMBRE POR ENCIMA DE LA LEY (2a PARTE)

El 12 de junio quedó formalmente constituido el Consejo de Guerra. Como presidente del mismo, se nombró al teniente coronel Rafael Platón Sánchez. Como vocales, fueron nombrados los capitanes José Vicente Ramírez, Emilio Lojero, Ignacio Jurado, Juan Rueda y Auza, José Verástegui y Lucas Villagrán. El licenciado José María Escoto, fungía como asesor de Mariano Escobedo, y como escribiente se nombró al soldado Jacinto Meléndez. El fiscal, como ya se ha dicho, era el teniente coronel Manuel Azpíroz.

Al iniciarse el proceso, los abogados de Maximiliano decidieron, acertadamente, dividirse el trabajo. Mariano Riva Palacio y Rafael Martínez de la Torre se dirigirían a San Luis Potosí, sede del gobierno republicano, para intentar conseguir el indulto para su cliente. Sabían perfectamente que las decisiones importantes no se tomarían en el Consejo de Guerra, sino en el despacho del gabinete presidencial. Además, sabían que la única persona con influencia suficiente en Juárez para conseguir el perdón de los reos, era el ministro de Gobernación y de Relaciones Exteriores, Sebastián Lerdo de Tejada, a quien podía considerarse como el poder detrás del trono. Por ello, los abogados de Maximiliano se dirigieron a él antes de hablar con el presidente. Cuando Lerdo les dio a conocer su opinión contraria a un indulto, los abogados perdieron toda esperanza de salvar la vida del archiduque.

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Sebastián Lerdo de Tejada

Mientras tanto, Eulalio María Ortega del Villar y Jesús María Vázquez permanecieron en Querétaro para encargarse de la defensa frente al Consejo de Guerra. Los cuatro abogados se encontraban sin embargo en constante correspondencia telegráfica, para preparar juntos los escritos que habrían de presentarse.

El juicio comenzó el 13 de junio de 1867. “Un día semejante al 13 en que embarcó Carlota Amalia a bordo del Emperatriz Eugenia con rumbo a Europa, o al 13 en que el emperador se puso en marcha para Querétaro al frente de un pequeño ejército, o al 13 en que sacaron su cadáver de la Iglesia de San Andrés, para llevarlo a Viena”, como dice Fuentes Mares. A las seis de la mañana, los reos fueron escoltados al Teatro de Iturbide, adornado con gallardetes y escudos republicanos. Resulta por demás paradójico que el lugar donde se puso fin al último intento monarquista en México llevara el nombre del primer emperador mexicano.

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Antiguo Teatro Iturbide, ahora Teatro de la República

A las nueve de la mañana, penetraron en la sala Miramón y Mejía, ante el desencanto del público presente, que esperaba ver a Maximiliano. Éste había preferido negarle a sus enemigos la satisfacción de verlo humillado y se aprovechó de su precario estado de salud para evitar presentarse ante el tribunal. Así, Fernando Maximiliano salvaba la vergüenza de que un Habsburgo, como su tía María Antonieta en París 80 años antes, compareciera, como decía el célebre doctor Samuel Basch, ante un tribunal de descamisados.

La defensa se compuso de dos partes. En la primera, los abogados se dedicaron a oponer excepciones sobre la competencia del Consejo de Guerra y sobre la aplicación de la Ley del 25 de enero de 1862. En la segunda, simplemente presentaron sus alegatos finales ante el tribunal.

Por lo que se refiere a la competencia del Tribunal Militar, los abogados de los tres prisioneros dirigieron sus baterías a probar que los delitos de que se les acusaba eran de carácter político, por lo que quedaban fuera de la jurisdicción del Consejo de Guerra y de la ya citada ley. Además, muchos de los cargos que se les imputaban a Miramón y a Mejía habían sucedido durante la Guerra de Reforma, es decir, antes de la promulgación de la Ley con la que se pretendía juzgarlos. Por ese motivo, sus abogados insistían en que era inconstitucional pretender aplicar de forma retroactiva dicho precepto legal.

Por todo ello, los defensores solicitaban que el asunto, debido a su importancia para la República, fuera juzgado por un tribunal federal, ya que al ser el Gobierno la parte acusadora, la Suprema Corte de Justicia se volvía competente para su substanciación.

Esta petición fue elevada al Gobierno, quien respondió con una rotunda negativa, pues el presidente no estaba dispuesto a permitir que se continuara perdiendo el tiempo con recursos y apelaciones que no resolvían el fondo del asunto.

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Mariano Riva Palacio

Los abogados decidieron entrar entonces al fondo de la cuestión. Para ello alegaron en su defensa que en el proceso no se había demostrado el cuerpo del delito ni la culpabilidad de los acusados con pruebas suficientes. Inclusive insistían en que los cargos no constaban en el expediente.

Al día siguiente, 14 de junio, el fiscal presentó sus conclusiones argumentando que no se trataba de verificar el cuerpo del delito ni de descubrir a los culpables, pues éstos habían sido detenidos con las armas en la mano y los hechos de que se les acusaba eran hechos históricos de pública notoriedad. Para ello, el fiscal hizo todo un repaso de la historia reciente del país y aunque cayó en algunas inexactitudes históricas, nadie podía negar que Maximiliano se había arrogado el poder público, que había promulgado el decreto del tres de octubre, que había hecho una guerra no declarada al gobierno de la república, que Miramón y Mejía lo habían apoyado cuando decidió conservar la corona a pesar de la retirada de los franceses. Ante la contundencia de estos argumentos, todos sintieron que la presencia de Juárez llenaba la sala.

A pesar de que bastaba con estos cargos para condenar a los reos, el fiscal, llevado por el entusiasmo, cayó en algunos excesos innecesarios con los que lo único que consiguió fue el descrédito de la justicia republicana. En efecto, el fiscal quiso aprovechar el momento para ajustarle las cuentas no sólo a los defensores del Imperio, sino también a los conservadores, sus viejos enemigos desde la Reforma. La oportunidad era única, pues en el banquillo se encontraban nada menos que un ex-emperador y un ex-presidente de la República a quienes podía acusar de casi todos los males que había sufrido la república desde 1857.

Para ello, lanzó acusaciones monstruosas, como las llama Fuentes Mares, con relación a hechos ocurridos en 1856, 1859 y 1860, antes de que se expidiera la ley en que estaba fundado el proceso y, por lo mismo, la acusación. Al fiscal se le antojó aplicar la ley retroactivamente, olvidándose por lo visto de las nociones más elementales de derecho constitucional.

Sin embargo, y fuera de este penoso incidente, hay que reconocer que el fiscal, con gran habilidad, rebatió uno por uno todos los puntos de la defensa, destruyendo implacablemente sus argumentos, aportando pruebas documentales y demostrando la improcedencia de los recursos que los defensores pretendieron hacer valer. Finalmente, con una oratoria menos brillante que la de los abogados defensores, pero sin duda más efectiva, convenció al jurado sobre el punto medular de su acusación: Maximiliano era culpable de haber invadido el territorio nacional y de haber usurpado el poder público; Miramón y Mejía eran sin duda sus cómplices, además de que los tres habían sido capturados con las armas en la mano.

Su conclusión era la que todo el mundo esperaba. Pidió para los reos la pena de muerte de acuerdo con lo establecido en la Ley del 25 de enero de 1862, ya que, según él, los reos eran culpables de delitos contra la independencia y la seguridad de la nación, así como contra el orden y la paz pública. Después de esto, el fiscal renunció a su cargo y su lugar fue ocupado por el general Refugio González de Hermosillo. Se dice que Azpíroz no deseaba presentarse ante Maximiliano, Miramón y Mejía para notificarles la pena a la que habían de ser condenados. La participación del nuevo fiscal se redujo así a notificar la sentencia a los prisioneros y a dar fe de la ejecución.

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Princesa Agnes de Salm-Salm

Mientras esto sucedía, la princesa de Salm-Salm preparaba planes de fuga para Maximiliano. Para ello, intentó sobornar a los coroneles Palacios y Villanueva, encargados de la custodia del archiduque, ofreciéndole a cada uno cien mil pesos de oro, cantidad realmente fabulosa, y que según la princesa, pagaría el emperador de Austria, hermano de Maximiliano. En la conjura se hallaban también el ministro de Austria, el de Italia y el de Prusia. Sin embargo, ésta se frustró cuando los coroneles republicanos, fingiendo que aceptaban el dinero, obtuvieron todos los detalles de la trama y se la comunicaron a Escobedo. Éste ordenó la inmediata expulsión de Querétaro de la princesa y todos sus cómplices.

(Continuará)


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