viernes, 10 de julio de 2015

LOS PRIMEROS COMBATES AÉREOS DE LA HISTORIA

Actualmente sabemos que los aviones de guerra más modernos van equipados con armas sumamente sofisticadas. Misiles nucleares capaces de dar en un blanco que se encuentra a muchos kilómetros de distancia, misiles que se disparan cuando tienen detectado a su blanco, para así no fallar, entre otras lindezas más, fruto del más macabro ingenio humano.

Cuando vemos películas de la Segunda Guerra Mundial, resultan muy entretenidos los combates aéreos, en los que hábiles pilotos hacen gala de su valentía, persiguiendo a sus rivales con impresionantes maniobras aéreas. Y lo mismo ocurre en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, en esta última, que fue donde se estrenaron los aviones como nueva fuerza militar, los combates aéreos, tal y como ahora los vemos, sólo fueron posibles hasta la segunda mitad del conflicto. En efecto, en los primeros momentos de éste, los aviones eran aparatos que apenas se estaban comenzando a desarrollar y que estaban muy lejos de ser lo que serían al final de la guerra.



Al iniciar ésta el 28 de julio de 1914, los aviones eran poco más o menos que un arma experimental. Al principio eran utilizados tan sólo como observadores, pues al estar en las alturas, proporcionaban una excelente visión del campo enemigo. El problema es que, después del susto inicial para muchos soldados que nunca habían visto un aparato que volara (recuérdese que, como siempre ocurre, los soldados provenían en su mayor parte de los estratos más pobres de la sociedad), los disparos hechos desde tierra tumbaron a más de un avión vigía, pues tampoco es que volaran muy alto. Esto se debía a que en aquel entonces las cabinas no estaban presurizadas, sino que el piloto y su copiloto (cuando se trataba de un biplaza) iban al aire libre, por lo que no podían elevarse demasiado bajo riesgo de perder el conocimiento por falta de oxígeno.

Así que se comenzó a buscar una forma de defender los aviones y de convertirlos, además, en arma de ataque. Pero como siempre, los principios fueron muy curiosos. En los primeros momentos, se les dio a los pilotos una bomba que tenían que llevar en el regazo, para soltarla, de forma manual, sobre el objetivo. Una tarea peligrosa que, además, muy rara vez daba en el blanco.

Por otro lado, se comenzó a permitir que los pilotos llevaran consigo cualquier cosa que les sirviera para atacar o defenderse de otros aviones. Comenzaron entonces a cargar con rifles y pistolas o cualquier objeto contundente que se pudiera arrojar al enemigo. Así, en agosto de 1914 el teniente inglés W. R. Read lanzó su pistola descargada contra la hélice de un avión alemán. Obviamente no le dio. Pero su honor quedó satisfecho.

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Uno de los primeros aviones bombarderos

En caso de combate aéreo, los pilotos tenían que arreglárselas como podían, y así, algunos cargaban incluso con piedras, ladrillos y hasta granadas de mano o pistolas de bengalas. ¿Se imaginan un combate a ladrillazos en el cielo? ¡Pues los hubo! Yo creo que en esos casos los que más sufrían eran los que estaban en tierra, pues lo más seguro es que los ladrillos o las piedras, en lugar de impactar al avión enemigo, se fueran derechito a tierra.

Un copiloto británico se prepara para lanzar una bomba
La precisión era impresionante

Pero ya en el colmo, el piloto ruso Alexander Kazakov, imitando a los antiguos piratas, llevaba con él un garfio atado a una cuerda con el cual intentaba enganchar a sus enemigos. No cabe duda de que el ingenio humano no tiene límites. Desde luego, aprovechando que no tenían una cabina cerrada, era muy frecuente que los pilotos volaran cerca de su enemigo para lanzarle insultos a hacerle señas obscenas. ¡En la guerra y en el amor, todo se vale!

Copiloto británico con una pistola de bengalas, también utilizada para disparar contra los aviones enemigos


Por fin, a alguien se le ocurrió instalar una ametralladora en los aviones. Claro que al principio su uso era muy complicado, especialmente si se trataba de un avión monoplaza (es decir, con un solo tripulante), pues entonces el piloto tenía que jalar unos cordones para disparar las ametralladoras a la vez que controlaba el avión. Otro problema era encontrar el lugar idóneo para instalar la ametralladora. Cuando se puso al frente, más de una hélice quedó destrozada. Cuando se puso atrás (manejada por el copiloto), más de una cola de avión quedó destrozada. Y en ambos casos, el avión se caía.

Ilustración de Xurxo Vázquez para el libro ¡Fuego a discreción!
Ilustración de Xurxo Vázquez para el libro ¡Fuego a discreción!

El primero que buscó una solución a esto fue el francés Roland Garros (si, el mismo del tenis), que colocó unas planchas de acero dobladas sobre las hélices del avión para así desviar las balas que impactaran en ellas. No funcionó muy bien, la verdad. En realidad, fue el alemán Anthony Fokker (no se rían del nombre de este buen señor) quien inventó un sistema que sincronizaba el ritmo de disparo de la ametralladora con el giro de la hélice, haciendo que las balas pasaran sin tocar a ésta.

Ametralladora Lewis montada sobre las alas de un Nieuport 11
Una de las primeras ametralladoras colocadas en un avión

A partir de ese momento es que comienzan a surgir los primeros ases de la aviación, como el Barón Rojo alemán (mejor conocido por sus padres y hermanos como Manfred von Richthofen), el francés René Fonck, el inglés Edward Mannock o el canadiense Billy Bishop. Estos cuatro fueron los pilotos con más victorias en toda la guerra.

El Barón Rojo

La guerra terminó en 1918. Veintiún años después, al comenzar la Segunda Guerra Mundial en 1939. los aviones habían tenido un desarrollo impresionante, especialmente en Alemania, convirtiéndose ahora sí en un arma decisiva capaz de destruir ciudades enteras. En poco más de dos décadas, los pilotos pasaron de llevar una pequeña bomba en las piernas a arrojar bombas atómicas. En verdad que los seres humanos estamos totalmente locos.


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