lunes, 29 de junio de 2015

HOY, RECETA: SOPA DE NOPALES AL HISTORIADOR

Hoy decidí olvidarme de la historia, los viajes y la cultura, y compartir con ustedes una de mis recetas más gustadas: Sopa de nopales al historiador, una sustanciosa sopa que será la delicia de todos aquellos que, como yo, gustan de comer bien.

Las cantidades varían dependiendo cuanta sopa quieran hacer, así que me limitaré a poner los ingredientes y el proceso de cocción.

Para esta exquisita sopa necesitamos lo siguiente:

Una olla con agua hirviendo.
Caldo de pollo (de preferencia natural, si no tienen, pues usen el de polvo).
Caldo de jitomate (también llamado tomate por todos aquellos que no son chilangos).
Un frasco grande de nopales en conserva (los uso así y no al natural porque el jugo de la conserva le da muy buen sabor a la sopa).
Un paquete de spaguetti o la pasta de su preferencia (menos pasta de letras o macarroni and cheese, por favor). Hay unas spaguettis fabricadas con frijol en lugar de trigo. Si pueden conseguirlas, le dan muy buen sabor a la sopa.
Dos jitomates partidos en cuadros (o en círculos, triángulos, hexágonos o pentágonos, cualquier forma funciona).
Jamón partido en cuadritos al gusto (También funciona muy bien con chorizo o tocino).
Un chile jalapeño (o si son muy valientes, pongan el chile más picos que encuentren).
Ajo y cebolla al gusto.
Sal, pimienta, cilantro, perejil y romero al gusto.


Se pone a hervir el agua junto con el ajo, la cebolla y el caldo de pollo (todo esto se hace usando la olla como recipiente).
Cuando esté hirviendo (esto se sabe por que el agua comienza a hacer burbujas, no vayan a meter el dedo porque se queman) se le ponen todos los ingredientes (uno por uno, no todos de golpe) y se pone a fuego lento (con la olla un poco destapada) por 20 minutos (no la pongan más tiempo porque corren el riesgo de escaldarse la lengua cuando la prueben, además de que el jitomate se deshace completamente).
Se sirve en platos bonitos que hagan honor al caldo.
Se invita a los amigos para degustarla.

Y eso es todo. ¡Disfrútenla!

P.D.: Por si no me creen, pregúntenle a Judith y van a ver que si queda muy buena.

viernes, 26 de junio de 2015

UN MUNDO DE LOCOS. HOY ERES DE AQUÍ, MAÑANA ¿QUIÉN SABE?

El otro día fui a buscar a Judith a su oficina. Han de saber que trabaja en el edificio que sirvió de escenario para la película de Superman: el Daily Planet (en realidad es el edificio del Daily News, aunque en la actualidad alberga muchas oficinas, entre ellas las de UNWomen). Es una de las pocas ventajas de vivir en Nueva York: puedes conocer el escenario de muchas películas, pues es la ciudad más filmada de la historia. El edificio en cuestión, construido en 1930, es un hermoso ejemplo de la arquitectura estilo art decó.

El Daily News Building

Pero en fin, no divaguemos. Si recuerdan la película citada, vendrá a su mente la imagen del edificio donde trabajaba Clark Kent, y que tenía en la punta más alta un enorme globo terráqueo giratorio. Ese globo en realidad existe aunque no se encuentra en la azotea del edificio, sino en el recibidor de la planta baja. Fue construido junto con el edificio y solía ser puesto al día con los cambios geográficos que ocurrían en el mundo, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial. Y digo solía porque desde finales de la década de 1960 no ha vuelto a actualizarse. Y dado que yo nací en 1971, eso me permite ver que tanto ha cambiado el mundo en mi corta vida.

El Globo Terráqueo en cuestión

En primer lugar llama la atención un país que probablemente ya ningún joven escolar reconozca, pero que en mi infancia nos llenaba de temor por culpa de las películas estadounidenses: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), también conocida simplemente como Rusia. En las películas y series de televisión de mi infancia, los rusos siempre eran los malos que querían destruir al mundo, mismo que siempre era salvado por algún héroe anónimo estadounidense. ¡Qué recuerdos! Lo bueno es que a fuerza de presentar siempre lo mismo, a muchos de mis amigos y a mí terminó por darnos al llamado Síndrome del Correcaminos. es decir, odiábamos al Correcaminos y queríamos que ganara el Coyote. No se si me entiendan.

La Unión Soviética se desintegró en 1991 y en su lugar se formaron 15 nuevos países: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán, además de cuatro países que no han sido reconocidos por la comunidad internacional y de los cuales ya hablé en otra entrada: Nagorno-Karabaj, Abjasia, Osetia del Sur y Transnistria.



También se puede observar la existencia de dos Alemanias, la República Federal Alemana u Alemania Occidental, y la República Popular Alemana u Alemania Oriental, la primera capitalista y la segunda comunista. Surgidas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, ambas se reunificaron en 1990.

Alemania dividida.

Aparece asimismo la antigua Yugoslavia (aun menos personas se han de acordar de ella), un país comunista europeo, fundado en 1918 después de la Primera Guerra Mundial, y que en 1991 se comenzó a desintegrar en medio de una de las guerras más cruentas de la historia. En ese año se separaron, formando nuevos países, Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia y Macedonia. En 2006 se separaron las dos últimas provincias que quedaban, Serbia y Montenegro, y en 2008 Kosovo, en Serbia, también declaró su independencia, aunque ésta aun no es reconocida por la totalidad de la comunidad internacional. De esa forma, Yugoslavia se fragmentó en 7 nuevos países.

Todo esto era Yugolsavia

Sobresale en este globo terráqueo un país llamado Checoslovaquia, que en 1993 se escindió pacíficamente dando origen a la República Checa y a Eslovaquia.

Pero salgamos de Europa. En África aun se puede ver a un Sudán unificado, lo que lo convertía en uno de los países más grandes del continente. Pero en 2011 el país se dividió en dos: Sudán y Sudán del Sur.

Namibia aun aparece como una provincia más de Sudáfrica y su régimen del apartheid. No sería sino hasta 1990 que obtendría su independencia después de una larga guerra.

La República Democrática del Congo, gobernada por el sangriento dictador Mobutu, aparece con el que era entonces su nombre oficial: república de Zaire, Burkina Faso lo hace también con su antiguo nombre: Alto Volta y Zimbabwe con el de Rhodesia. Tampoco aparece Eritrea, que hasta 1993 sería parte de Etiopía.

En Asia es curioso ver un remanente de la famosa Guerra de Vietnam: este país aparece dividido en dos, Vientam del Norte y Vietnam del Sur, Este último desapareció en 1975 cuando el país se reunificó bajo el régimen comunista de Vietnam del Norte. Otro país que aparece dividido por la Guerra Fría es Yemen: la República Árabe de Yemen o Yemen del Norte (capitalista) y la República Democrática Popular de Yemen o Yemen del Sur (comunista). Ambos se reunificaron hasta 1990.

Vietnam dividido

Bangladesh aun aparece con su nombre de Pakistán Oriental, pues antes era parte de este país, consiguiendo su independencia en 1971. Y Myanmar aun ostenta el nombre de Birmania, mientras que Chipre aun aparece unificado y Hong Kong bajo soberanía inglesa, al igual que Macao bajo soberanía portuguesa, ambos en China. Ah, y Omán aun se llama Mascate y Sri Lanka, Ceilán. Timor Oriental sigue siendo provincia de Indonesia (alcanzará su independencia hasta el año 2002).

Por otro lado, muchos países actuales aun aparecen con una indicación donde se dice a qué país pertenecen, pues seguían siendo colonias.

Así, Angola, Mozambique, Santo Tomé y Príncipe y Cabo Verde, en África, siguen bajo dominio portugués.

El Reino Unido sigue en posesión de Seyechelles en África; Antigua y Barbuda, Bahamas, Belice, Dominica, Granada, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas y Santa Lucía en América; Brunei, Catar y los Emiratos Árabes Unidos en Asia; Fiyi, Kiribati, Islas Salomón, Tonga, Tuvalu y Vanuatu en Oceanía.

Francia aun es la que manda en las Comoras y Yibuti en África. Estados Unidos es quien decide en las Islas Marshall, los Estados Federados de Micronesia y Palaos en Oceanía. Australia gobierna sobre Papúa Nueva Guinea en Oceanía. España conserva su provincia africana de Sahara Occidental y Holanda a su provincia americana de Surinam.

En resumen, de acuerdo con este globo terráqueo del edificio del Daily News, cuando yo nací había 54 países menos que ahora y han desparecido 6 países que entonces existían. Vaya que es un mundo de locos. Si yo hubiera nacido en alguno de los lugares mencionados más arriba, ya no sabría bien a bien cuál es mi nacionalidad. ¿O ustedes que opinan?


jueves, 25 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (8a Y ÚLTIMA PARTE)

CAPÍTULO XI


El joven Giscard observó el reloj. Eran ya las cinco de la mañana. Había pasado casi cinco horas leyendo y releyendo aquella increíble carta. En seguida, buscó en su escritorio papel, pluma y tinta y escribió un telegrama para sus hermanos, que vivían aun en la Martinica al cuidado de la finca que el coronel Giscard les había heredado al morir en 1872.
Después, se dirigió a la habitación de su mujer para anunciarle su inmediata partida a la isla, pues un asunto urgente reclamaba que se reuniera con sus hermanos. Mientras un criado preparaba su equipaje, acudió a despedirse de sus pequeños hijos.
Una vez que su baúl de viaje estuvo listo, se dirigió a la estación del tren, y tras comprar un boleto para el puerto de La Rochelle, buscó la oficina del telégrafo para enviar una nota a sus hermanos. Dos semanas después desembarcaba en Fort-de-France, en cuyo puerto lo esperaban éstos.
Se dirigieron a la casa que Eugene y Jean compartían en la ciudad, la misma que había sido del coronel Giscard, pues ambos permanecían solteros. Allí, Francois les mostró la carta que había recibido. Ambos hermanos la leyeron con asombro y emoción.
Al acabar la lectura, Jean, el más joven de los tres, les dijo a sus hermanos:
-¿Recuerdan la última vez que el abuelo nos platicó sobre sus aventuras en Austerlitz? Yo nunca pude olvidarlo. En aquella ocasión nos dijo lo siguiente: “¡No cometan el mismo error de su abuelo! La guerra nunca nos trae la gloria o la felicidad, sino tan sólo desdichas. ¡Nuestros amigos se pueden convertir en monstruos y nosotros mismos podemos realizar actos tan crueles que antes ni siquiera habíamos podido imaginar! La guerra tan sólo trae muerte y destrucción. Los pueblos son arrasados, los hombres asesinados, las mujeres ultrajadas, las cosechas destruidas, y todo,… ¿para qué? ¡Para demostrar que somos los más fuertes, para obtener un poco más de poder, para sentirnos grandes, para dominar a los demás! Qué inútil es la vida del soldado. ¡Cuánto sufrimiento causamos sin darnos cuenta!”
-Es cierto –dijo François-, que razón tenía el abuelo. Su mejor amigo lo traicionó, pues su personalidad cambió por completo después de diez años de guerra, transformándose en un ser perverso. ¿Quién lo hubiera dicho? El padrino de nuestra madre, el mejor amigo de nuestro abuelo desde su infancia, se convirtió en su asesino. ¿Qué hubiera sido de él si nunca lo hubieran reclutado? Nadie lo sabrá nunca.
- ¿Y ahora que haremos? –preguntó Eugene.
Tras deliberar unos minutos, los tres hermanos decidieron que, después de pasar las navidades juntos en la isla, regresarían a París para lavar el nombre de su abuelo y quitar de su familia la infame mancha de traición que les había sido arrojada por un amigo indigno de tal nombre.

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Recostado en su dormitorio en una sencilla casa en París, Marciel Guyot, un viejo carpintero retirado, sonreía para sus adentros. Todo había salido a la perfección, incluso había conseguido quitarle a Blancard lo que más quería: a su familia. El infame coronel había muerto en la guillotina, tras haber asesinado a Eugene Gaveau, creyendo que éste había decidido denunciarlo, al caer presa de los remordimientos en su vejez. Bouchot había sido asesinado por órdenes suyas en la Martinica, otro crimen que consiguió endilgarle a Blancard. Todos aquellos que lo traicionaron e intentaron eliminarlo, habían pagado con su vida. Mucho tiempo después, es cierto, pero la venganza, como bien dicen, es un plato que se sirve frío. Claro que también influyó el hecho de que sus escasos medios económicos no le permitieran encontrar a Blancard sino hasta cuarenta y cuatro años después. Entonces, había decidido planear su venganza. Y todo le había costado unos cuantos francos, tan sólo lo necesario para mandar una serie de cartas, algunas anónimas y otras firmadas por el capitán Gaveau y el capitán Rivet. Lo único que había desbalanceado sus magras finanzas había sido el dinero utilizado para contratar a los que mataron a Bouchot, pero el esfuerzo había valido la pena. Lo que más había disfrutado fue la noticia de la muerte de Eugene, pues él sabía la falsedad del supuesto suicidio. ¡Se lo merecía! El estaba seguro que Eugene lo había traicionado y le había dado su paradero al coronel Blancard, quien en medio de la confusión de la huída, había intentado asesinarlo de nuevo, después de lo ocurrido durante el ataque cosaco. Para su fortuna, en aquella segunda ocasión sí lo creyó muerto y eso le permitió escapar y refugiarse en el anonimato mientras curaba sus graves heridas, hasta que se enteró que Blancard, con la complicidad sin duda de Gaveau, lo había suplantado. Poderosas razones le habían impedido denunciarlo en esos momentos, y el instinto de supervivencia le obligó a replegarse y desaparecer de la escena.
Ahora, a punto de morir, había realizado la última parte de su plan. Ésta era la parte magistral, la que más lo enorgullecía. La carta que dirigió a esos jóvenes Giscard, falsificando la firma de Danglars, quien efectivamente había muerto durante las represiones ordenadas por el rey Carlos X, le permitiría rehabilitar su nombre y pasar a la historia como un héroe de guerra y un próspero hacendado caribeño acusado injustamente de una serie de crímenes que jamás cometió. Decididamente, aquello era mejor que el de un simple carpintero sumido en la pobreza a quien nadie recordaría. Además, con ello conseguiría que el nombre de Eugene fuera visto como lo que en realidad fue, un traidor, y que inclusive las personas más cercanas a él acabaran aborreciéndole. En el infierno, sus enemigos sabrían que sus maquinaciones no sólo los habían llevado a la tumba, sino que además le permitirían a él recuperar con toda dignidad el nombre que no pudo usar en cincuenta y tres años: el de Jean Baptiste Rivet. A sus noventa años, se dispuso a morir.

FIN


Con esto termina la novela "El secreto de Danglars". Espero que la hayan disfrutado y que me hagan llegar sus comentarios al respecto. Se vale de todo, desde las alabanzas más rastreras hasta las críticas más destructivas. Todo lo agradeceré.

miércoles, 24 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (7a PARTE)

CAPÍTULO X


París, 2 de diciembre de 1875. Un joven hombre de negocios sale de uno de los más elegantes casinos de la capital francesa. Son casi las doce de la noche. Camino a su casa, va pensando en todo lo que ha cambiado el país en tan pocos años. Cuando él llegó doce años antes, en 1863, Francia era un imperio poderoso y temido. Su ejército era considerado el mejor del mundo y sus banderas ondeaban victoriosas en los cinco continentes. El Emperador Napoleón III era buscado como árbitro, aliado y protector de muchos países. Sus tropas protegían a Su Santidad Pío IX del acoso de los impíos italianos que buscaban tomar la ciudad de Roma para completar la unificación de su país, y después, harían lo propio con el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador Francisco José de Austria-Hungría, quien había sido coronado emperador de México con la protección de las bayonetas francesas.
Ahora, doce años después, el imperio había caído tras ser derrotado de forma humillante por el ejército prusiano; tras ser capturado, Napoleón III había muerto; se había proclamado la Tercera República Francesa; el país se había colocado en el puesto de tercera potencia europea, por debajo de Alemania e Inglaterra, después de haber sido la primera de todas ellas. Habían perdido a favor de Alemania las provincias de Alsacia y Lorena, y el rey de Prusia, Guillermo II, se había coronado como emperador alemán en el mismísimo palacio de Versalles, humillación que ningún francés había conseguido olvidar. Además, las tropas francesas no habían podido impedir que los italianos tomaran la ciudad de Roma, obligando al Papa a refugiarse en los palacios vaticanos, ni que el flamante emperador de México fuera fusilado por los patriotas mexicanos después que el ejército invasor se viera obligado a retirarse de ese país ante la amenaza prusiana y estadounidense.
Hace cinco años, él era François Perret Rivet, barón Giscard, ahora tan sólo era el ciudadano Giscard, distinguido y rico empresario parisiense, felizmente casado y padre de dos pequeños llamados Maurice y Jean Baptiste.
Cuando llegó a su casa, el mayordomo le entregó un sobre que había traído un mensajero unas horas antes. El sobre estaba rotulado con su nombre, pero no tenía remitente. Intrigado, lo abrió y, sacando una carta de su interior, comenzó a leerla, dispuesto a tirarla si se trataba de alguna tontería.
Sin embargo, al leer las primeras líneas, su semblante cambió. Se dirigió a su biblioteca y ordenó que nadie lo molestara. Tras esto, cerró la puerta con llave y se sentó frente a su escritorio para continuar con la lectura de la carta que había recibido. Ésta decía lo siguiente:

“Burdeos, 25 de octubre de 1875.
“Estimado señor Giscard:
“Usted no me conoce, y yo tampoco tengo el gusto de haberlo visto alguna vez. Sin embargo, sé perfectamente quien es usted y es por ello que me permito dirigirle estas palabras.
“Mi nombre es Dominique Lefebvre, aunque quizá el de Antoine Danglars le resulte más familiar. En los momentos en que usted esté leyendo esta carta, yo ya estaré muerto, pues he ordenado en mi testamento que se le entregue la misma. Perdone que lo haya hecho de esta manera, pero el miedo a la justicia terrenal me ha impulsado a obrar así, aunque sin duda la justicia divina no dejará de ser rigurosa conmigo.
“Aunque le parezca extraño, es necesario que usted conozca mi historia. Esta servirá para aclararle muchas cosas sobre su abuelo, quien fue en realidad un gran hombre.
“Ingresé al ejército en el año de 1812, siendo muy joven, reclutado a la fuerza, como era la costumbre, para participar en la invasión a Rusia. Después de una fulgurante campaña nuestras tropas recibieron la orden de retirarse de Moscú y regresar a Francia en pleno invierno. Como usted sabrá, esa retirada se convirtió en una auténtica fuga desordenada, y costó la vida a muchos miles de nuestros compatriotas y de nuestros aliados alemanes, polacos e italianos.
“Durante la retirada, después de un ataque cosaco contra mi regimiento, éste se dispersó y me encontré perdido en medio de un espeso bosque ruso acompañado de otro soldado cuyo nombre debería reservarme, pues éste ya ha muerto y no tiene caso manchar la memoria de los difuntos, aunque hayan sido culpables. Sin embargo, es justo que usted conozca a todos los involucrados en esta narración. Este soldado se llamaba Lucien Marechal.
“Estando perdidos y con el miedo de encontrar nuevamente a los cosacos, Lucien y yo vagamos durante varios días en busca de nuestras tropas. Al tercer día divisamos a lo lejos a un pequeño grupo que, como nosotros, parecía estar perdido. Pensamos sin embargo que cuantos más fuéramos más podríamos resistir, por lo que de inmediato nos unimos a ellos. El grupo estaba compuesto por el coronel Blancard, los capitanes de la Guardia Imperial Rivet y Gaveau y el sargento Bouchot. Con nosotros dos, ya éramos un grupo de seis personas. Como se podrá imaginar, la marcha que emprendimos en busca de alguna columna del ejército francés fue sumamente penosa, pues el invierno estaba ya en todo su apogeo, y al frío intenso se sumaba la falta de alimentos y de refugio donde pasar la noche, por lo que normalmente buscábamos algún bosquecillo que nos brindara cierta protección. Estaba además el miedo a los cosacos o a los lobos, que infestaban aquellas tierras y a quienes el hambre los volvía osados.
“En esas circunstancias, al cuarto día de marcha, por la noche, llegamos a las ruinas de lo que parecía haber sido una enorme mansión señorial. Decidimos acampar ahí. Apenas nos habíamos instalado cuando escuchamos el galope de un caballo. Al instante buscamos refugio entre las sombras que nos proporcionaban las paredes derruidas y quemadas. Entonces, frente a nosotros pasó sin vernos un jinete solitario. La luz de la luna nos permitió distinguir que se trataba de un oficial de la Guardia Imperial Rusa. Bueno, en realidad, quienes lo reconocieron como tal fueron el coronel y los dos capitanes, pues ellos ya habían combatido contra ese cuerpo en múltiples batallas. Pasados unos minutos, cuando estuvimos seguros de que el jinete se encontraba sólo, el coronel nos ordenó seguirlo. Según nos dijo, si conseguíamos capturarlo, eso nos brindaría protección contra los cosacos.
“Nos pusimos en movimiento de inmediato y, sin que el ruso lo notara, lo seguimos hasta una pequeña cabaña. Éste desmontó y tocó la puerta. Un viejo campesino abrió y permitió la entrada del oficial. Todo esto lo veíamos escondidos tras unos árboles a unos cuantos metros de la construcción.
“El coronel Blancard me ordenó entonces que me acercara a una ventana y observara lo que sucedía en el interior. Así lo hice, lo que me permitió descubrir que la cabaña se componía de dos pequeñas habitaciones. Una de ellas, sin duda, servía de dormitorio, mientras que la otra contenía tan sólo una chimenea, una mesa y un par de sillas. Además del viejo que habíamos visto en la puerta, se hallaban dentro una mujer y dos niños pequeños, sin duda alguna, hijos de la pareja de campesinos. El oficial ruso hablaba con ellos. De repente, el viejo se dirigió a un rincón de la cabaña, removió unas tablas del suelo y sacó de su interior un gran cofre de madera. El militar lo abrió de inmediato y pude ver que se encontraba lleno de joyas y monedas de oro.
“De inmediato regresé con los míos y le informé al coronel de todo lo que había visto. Pude observar entonces un brillo muy especial en sus ojos, brillo que después atribuí a la codicia, pero que en ese momento no le di importancia alguna. Éste nos ordenó entonces que nos dirigiéramos a la cabaña y tomáramos al oficial ruso prisionero. Así lo hicimos.
“El sargento Bouchot, Lucien y yo fuimos los primeros en llegar. Con las culatas de nuestros rifles rompimos la puerta y nos precipitamos al interior de la cabaña. Ante la sorpresa, el ruso no tuvo tiempo de reaccionar y, cuando llegaron el coronel y los dos capitanes, ya lo teníamos sometido.
“Mientras Lucien y yo buscábamos una cuerda para atarle las manos, el coronel Blancard se dirigió al cofre que contenía el tesoro. Una vez que el ruso estuvo inmovilizado por las cuerdas, Blancard llamó aparte a los dos capitanes para decirles que ese tesoro les correspondía a los tres como botín de guerra. Ellos estuvieron de acuerdo, pero el capitán Rivet exigió que se repartiera entre los seis que formábamos el grupo. Blancard se negó y ambos oficiales entablaron una acalorada disputa. Me llamó la atención observar que el capitán Gaveau, que parecía ser muy amigo de Rivet, defendió en todo momento la postura del coronel.
“Mientras eso sucedía, Lucien y yo teníamos encañonada a la familia de campesinos rusos dueños de la cabaña en la que estábamos. El sargento Bouchot se acercó entonces a la mujer y, tras lanzarle una mirada lujuriosa, decidió llevarla al otro cuarto para violarla. Al ver esto, el viejo campesino se lanzó contra él y alcanzó a darle un fuerte golpe en las costillas, lo que hizo perder pie al sargento, quien cayó al suelo de forma estrepitosa. Entonces comenzó la tragedia.
“Lucien se acercó al campesino y le dio un formidable golpe en la cabeza con la culata de su fusil. Con el rostro lleno de sangre, el hombre perdió el conocimiento y se desplomó en el suelo. Bouchot comenzó entonces a patearlo, furioso por el golpe que había recibido. El ruido llamó la atención del coronel y los capitanes, quienes se acercaron a ver lo que sucedía. Rivet ordenó a Bouchot que se detuviera, pero Blancard, tras escuchar lo sucedido de boca del sargento, ordenó que el campesino fuera sacado de la cabaña y fusilado. Rivet se enfrentó al coronel, diciéndole que no podía ordenar un asesinato, pues el ruso sólo había intentado defender a su familia. Los dos hombres se enzarzaron de nuevo en una fuerte discusión y estuvieron a punto de llegar a las armas, pero la intervención del capitán Gaveau lo impidió. Sin embargo, este capitán se puso una vez más del lado del coronel, y él mismo nos ordenó a Lucien y a mí que cumpliéramos con la orden de fusilamiento. Así lo hicimos.
“Cuando regresamos a la cabaña, el coronel llamó aparte a Bouchot y le dio una nueva orden. Éste sacó a los dos pequeños, y después de unos minutos, escuchamos un par de tiros. Yo estaba horrorizado. Sin embargo, a Lucien no pareció importarle, en especial cuando regresó Bouchot y el coronel nos dio permiso de disponer de la mujer a nuestro antojo. Sin pensarlo, el capitán Gaveau, el sargento y Lucien comenzaron a violarla por turnos, mientras la golpeaban sin cesar. He de confesar que al principio yo no quise hacerlo, pero presionado por el coronel, terminé por participar en ese crimen. El único que se negó fue el capitán Rivet, quien continuó discutiendo con el coronel. Una vez que terminamos de saciar nuestros instintos, Blancard le ordenó a Lucien que disparara sobre la mujer. Éste cumplió con la orden de inmediato, mientras la mujer reflejaba en su rostro el inmenso terror que sentía. Entonces, el coronel en persona se dirigió hacia el oficial ruso capturado, quien no había apartado en ningún momento la vista de lo sucedido. Blancard le preguntó su nombre y éste respondió, en perfecto francés, que era el príncipe Gondorov, coronel del 3er. Regimiento de la Guardia Imperial Rusa, que aquellas tierras eran suyas y que la cabaña en la que se encontraban pertenecía a uno de sus campesinos, que el cofre con el tesoro era suyo, pues cuando se enteró que los franceses se acercaban a sus tierras en su camino a Moscú, previendo que saquearían su mansión, le había confiado aquel tesoro al viejo campesino, de cuya lealtad nunca había dudado. Después, ofreció a Blancard la mitad de aquellas riquezas si le perdonaba la vida y le devolvía la libertad. Tras escucharlo, Blancard se reunió en un rincón con Gaveau y después de unos minutos de discusión, regresó a donde estaba el noble ruso y ordenó a Rivet que lo atravesara con su espada. El ruso protestó ante esta decisión y el capitán Rivet se negó por completo a cumplir semejantes órdenes. Pero entonces Blancard lo amenazó con denunciarlo por insubordinación, por lo que Rivet, presionado también por el capitán Gaveau, sacó su espada y dio muerte al príncipe ruso.
“Después, el coronel nos indicó a Lucien y a mí que cargáramos con el cofre y nos dirigiéramos de nuevo a las ruinas, donde pasaríamos la noche. Continuamos así nuestro camino hasta que dos días después llegamos a los restos de lo que parecía ser un antiguo monasterio. Detrás del derruido altar de la capilla, enterramos el cofre, no sin antes jurar que jamás hablaríamos de lo sucedido, a lo que Rivet se negó una vez más, provocando una nueva discusión con Gaveau y Blancard. En los ojos de este último se veía cada vez más el intenso odio que sentía por el capitán.
“Cuando emprendimos de nuevo la marcha, el capitán Rivet se acercó a mí para preguntarme discretamente mi opinión sobre lo sucedido, y cuando vio que yo compartía con él mi antipatía por el coronel y por lo acontecido esa noche, me confió que en cuanto llegaran a un campamento, denunciaría al coronel y a los demás miembros de la expedición, con excepción mía si yo prometía apoyarlo en su denuncia. Después me comentó que esto lo hacía para descargar su conciencia, pues mientras nosotros violábamos a la mujer rusa, él había observado que una pequeña niña nos observaba horrorizada desde un rincón de la habitación. Extrañado, le dije que yo no la había visto, pero él me contestó que ésta había permanecido escondida durante todo el tiempo que duró la matanza de su familia, y que cuando él la vio, decidió callar para salvarle la vida, pues de haberla descubierto, sin duda Blancard hubiera ordenado que la mataran.
“Las revelaciones del capitán Rivet me asustaron mucho, pues sabía que si delatábamos al coronel, él podría revelar mi participación en los hechos (recuerde que, aunque obligado, yo también había violado a la mujer) y de seguro también sería castigado. Agobiado por ese temor, no me di cuenta de lo improbable que era el hecho de que algún tribunal militar nos castigara por matar a un grupo de enemigos en plena guerra. Sin embargo, mi cobardía me obligó a acercarme al coronel y revelarle todo lo que el capitán me había dicho. Éste agradeció mis informes y después se dirigió hacia donde se encontraban Gaveau y Bouchot, con quienes conferenció largo rato. No había ningún problema de que el capitán Rivet escuchara esas pláticas, pues ya hacía tiempo que prefería permanecer alejado de ellos. Tan sólo el miedo a los cosacos lo mantenía unido al grupo.
“Cuando llegó la noche, el coronel Blancard ordenó a Bouchot y a Lucien que montaran la primera guardia. A media noche, unos gritos nos despertaron. Bouchot nos indicó la presencia de los cosacos abalanzándose sobre nuestro improvisado campamento. En efecto, un grupo de doce cosacos nos habían descubierto y, creyéndonos presa fácil, se lanzaron contra nosotros. En la pequeña batalla que entablamos entonces, pude observar cómo Blancard aprovechaba la confusión reinante para apuntar con su pistola al capitán Rivet, disparándole por la espalda. Como pudimos, escapamos de aquel lugar, y entonces nos dimos cuenta que también faltaba el coronel. Creyéndolos muertos, pues Bouchot y Lucien aseguraron a Gaveau que, por lo menos a Rivet, ellos habían visto como uno de los cosacos le disparaba cuando intentaba huir, el capitán ordenó que continuáramos nuestro camino, pues nada se podía hacer por los desdichados. Sin embargo, un nuevo ataque de los cosacos nos obligó otra vez a dispersarnos. Yo me quedé sólo y, sin saber cómo, regresé a nuestro antiguo campamento, donde pude observar como los cosacos interrogaban al coronel Blancard, al que habían hecho prisionero. Desde mi escondite pude escuchar como éste les ofrecía información a cambio de su libertad, y pude ver cómo los cosacos le permitían escapar después de que les proporcionó algunos datos sobre la posible ubicación de nuestras columnas. Sin embargo, también fui testigo de cómo, después de algunos minutos, los cosacos se lanzaban alegremente en su persecución. El pobre diablo había sido engañado por las promesas de libertad de esos hombres. No supe más de Blancard por aquellos momentos. En un rincón del campamento observé después el cuerpo inerte del capitán Rivet. Creyéndolo muerto, decidí alejarme del lugar con muchas precauciones para evitar ser descubierto por nuestros enemigos.
“No volví a ver a ninguno de los del grupo hasta el año de 1825, bajo el reinado de Carlos X. Yo era ya sargento y me encontraba adscrito al regimiento acantonado en la ciudad de Lyon, cuando llegó a la puerta del cuartel una pequeña fuerza encabezada por un capitán. Yo me encontraba de guardia en aquellos momentos al mando de un pelotón. De inmediato reconocí al capitán Eugene Gaveau. Le permití el paso. Él también me reconoció. Después de presentarse ante el general Nordmann y de informarle que había sido designado a aquellas fuerzas como parte de su Estado Mayor, buscó un momento para entrevistarse conmigo. Para ello, ya caída la noche, mandó que me llevaran a su habitación.
“Después de los saludos de rigor, el capitán me invitó una copa y me preguntó si sabía algo de nuestros antiguos compañeros, a lo que yo respondí que no sabía nada en absoluto, lo cual era verdad. Entonces decidió darme algunas noticias de ellos. Tras el segundo encuentro con los cosacos, él regresó a nuestro campamento, sin duda después de que yo me había ido, y al observar el cuerpo del capitán Rivet, se había acercado a él, comprobando que aún vivía. Refugiados en un pequeño bosque, Gaveau curó lo mejor que pudo a su amigo y, juntos, pudieron reintegrarse después a una columna francesa con la cual consiguieron salir del territorio ruso. No volvieron a saber nada de los demás, aunque ellos siguieron combatiendo hasta el final, en el momento en que Napoleón fue derrotado y exiliado en la isla de Elba. Cuando el Emperador regresó, ambos se volvieron a enlistar y participaron en la batalla de Waterloo. Ante esta nueva y definitiva derrota, el capitán Rivet decidió emigrar a la isla de Martinica, mientras que el capitán Gaveau permaneció en el ejército. Eso fue lo que me contó en aquel momento y yo le creí. Prometió que en otra ocasión me revelaría más cosas.
“Días después, el capitán me llamó de nuevo para continuar con nuestra plática. Me dijo entonces que Blancard había conseguido escapar de los cosacos y que, después de la guerra, acosado por sus acreedores, pues era muy aficionado al juego, había cambiado de nombre y se había enlistado en el ejército ruso. Todo eso lo había sabido por un capitán amigo suyo que había servido a las órdenes de Blancard. Respecto a Lucien y a Bouchot, nunca había vuelto a saber de ellos.
“Así pasaron unos años. Yo conseguí ascender a subteniente, y en 1829 nuestro regimiento recibió la orden de trasladarse a París. Así fue como, al año siguiente, me encontré participando en la represión que el rey ordenó contra los patriotas parisienses que se habían levantado en armas contra su tiranía. En una ocasión, el capitán Gaveau se acercó a mí y me llevó a un lugar apartado del cuartel. Cuando creyó que nadie nos escuchaba, me dijo que Blancard había sido descubierto por uno de sus acreedores en Moscú y que había sido denunciado y deportado a Francia. Cuando fue interrogado, ofreció revelar un secreto a cambio de que se olvidara la acusación de fraude que pendía sobre él. Según me dijo el capitán Gaveau, Blancard había asegurado a la policía militar que Lucien y yo habíamos asesinado al capitán Rivet para apoderarnos de un tesoro, mismo que nunca habíamos presentado ante nuestros superiores; que él, Blancard, había conseguido escapar gracias a que en aquellos momentos fuimos atacados por un grupo de cosacos, pero que nuestra intención también había sido la de matarlo a él. El miserable le había asegurado a las autoridades que si nos capturaban a Lucien y a mí, de seguro revelaríamos el destino del tesoro. Lo que yo no pude saber en esos momentos era que el famoso tesoro ya había sido rescatado por Blancard, aprovechando su posición en el ejército ruso y que éste, junto con Gaveau, me estaban tendiendo una trampa.
“En efecto, en aquel momento yo creí todo lo que el capitán Gaveau me dijo. Así que me propuso un plan de salvación. Fingiríamos mi muerte en uno de tantos ataques a las trincheras de los sublevados y unos amigos del capitán, que se encontraban en el otro lado, sacarían mi cuerpo, por lo que yo sería declarado como desaparecido por las autoridades del ejército. Entonces, cambiaría mi nombre por el de Dominique Lefebvre y, ayudado por mi protector, me retiraría a la ciudad de Burdeos para empezar una nueva vida como comerciante. Así se hizo. Yo estaba convencido de que el capitán Gaveau me había salvado la vida, pues éste me aseguró que en caso de juicio, las autoridades creerían más en las palabras de un coronel que en las de un suboficial. Así pues, en agradecimiento, le ofrecí mis servicios para todo lo que éste pudiera necesitar. En verdad que en aquellos años yo era muy ingenuo.
“Años después, en 1843, siendo ya un relativamente próspero comerciante bordelés, el capitán Gaveau me buscó para pedirme que cumpliera con mi promesa. Me comunicó que había llegado el momento de vengarnos. Según me comentó, Blancard había descubierto que el capitán Rivet seguía vivo y tenía intenciones de asesinarlo. Debíamos impedirlo. El plan que me propuso era el siguiente: aprovechando que oficialmente yo no existía, escribiría una carta, la cual firmaría con el nombre de Lucien (quien, por cierto, había muerto años atrás, éste sí de verdad, aunque en circunstancias algo misteriosas), y en la cual delataría al coronel ante las autoridades. Como yo no era muy bueno escribiendo, Gaveau se ofreció a redactarla si yo le entregaba un papel en blanco tan sólo con la firma que utilizaría. Así lo hicimos. No supe de ese asunto fuera de lo que el capitán me platicaba, pues constantemente acudía yo a una pequeña casa de campo que él había adquirido cerca de la ciudad de Burdeos, después de pedir su retiro del ejército. Ahora que lo pienso, en aquellos momentos siempre me pregunté de qué viviría el capitán, pues aunque no lo hacía con excesivos lujos, definitivamente no era de acuerdo a lo que su modesto sueldo de oficial retirado le permitiría.
“Así fue como me enteré que la policía comenzó sus averiguaciones, que en ellas había saltado mi antiguo nombre, pero que cuando sus investigadores acudieron a los registros del ejército para dar con mi paradero, en éstos sólo habían encontrado la fecha de mi supuesta muerte. El capitán decidió entonces que yo compartiera con él la enorme casa que poseía. Ninguno de los dos estaba casado y yo podría hacerme cargo de la finca cuando él tuviera que viajar a París, lo que hacía con relativa frecuencia. Acepté encantado, pensando que dicho ofrecimiento se debía a la amistad, aunque después supe que en realidad lo único que buscaba era tenerme controlado. Así que regresé a la ciudad y rematé la pequeña tienda que regenteaba. Unos años después, me comentó que el coronel Blancard, quien había escapado de la justicia, encontró la muerte en una riña, mientras discutía con otros borrachos. La noticia no me extrañó, pues sabía que el coronel era muy violento y dado a la bebida.
“A principios de 1856, el capitán me mandó llamar a su despacho. Había recibido una inquietante carta del capitán Rivet. Consumido por los remordimientos, había decidido viajar a París para presentarse ante las autoridades y denunciarnos a todos. Había que impedirlo, pues ello podía costarnos la cárcel a los dos. En primer lugar, Gaveau me pidió que le ayudara a escribir unas cartas en las que dejaríamos constancia de la forma en que el coronel Blancard había sido el responsable de todo lo sucedido, acusándolo además de haberse quedado con el famoso tesoro. Tras escribir las cartas, el capitán las guardó en su caja fuerte y me pidió que las entregara a las autoridades en caso necesario. Después, me pidió que acudiera al puerto de Havre para recoger al capitán Rivet y rogarle que antes de hablar con las autoridades, lo acompañara a Burdeos para que hablara con él.
“Así lo hice. Sin embargo, pase dos semanas en Havre sin que el capitán Rivet apareciera. Estuve vigilando todos los buques provenientes de Inglaterra, pues según me había dicho Gaveau, llegaría de la Martinica haciendo escala en aquel país, pero en ninguna de las embarcaciones procedentes de la isla británica aparecía registrado un pasajero con ese nombre.
“Regresé a Burdeos y allí, el mayordomo me informó que el capitán Gaveau se había marchado a Marsella y había pedido que lo alcanzara en cuanto llegara. Con la dirección que el mayordomo me proporcionó, partí de inmediato a este puerto mediterráneo. Cuando llegué allí, el capitán me informó que había recibido una nueva carta de Rivet en la que éste le informaba de su decisión de posponer el viaje y que permanecería en la Martinica. Según me dijo, había enviado una carta para avisarme al puerto de Havre, pero sin duda se había perdido en el camino o había llegado cuando yo había emprendido ya el regreso. Una vez más, le creí. Además, me dijo, había decidido abandonar Burdeos y trasladarse al puerto de Marsella, pues el médico le había dicho que los aires de mar le caerían bien a su salud. Sabiendo que en efecto su salud se había deteriorado últimamente, no cuestioné su decisión y, ante su insistencia, me apresté a instalarme junto con él en Marsella.
“Un año después, Gaveau me pidió que partiera a la Martinica para llevarle una carta al gobernador de la isla y, de paso, saludar al capitán Rivet e informarle que pronto iría a verlo. Cuando llegué a la isla, me enteré que el capitán Rivet había sido detenido acusado de asesinato y alta traición. Presa del miedo, decidí en seguida escribir al capitán Gaveau para comunicarle lo sucedido, y después me las ingenié para asistir a la audiencia en que se le leerían al viejo capitán los cargos que se le hacían. Escondido entre el público, pude escuchar lo que sucedió en el tribunal. Entonces comprendí toda la verdad. Cuando el capitán mencionó mi nombre, me estremecí, y aunque yo sabía que podía salvarlo, el miedo se apoderó de mí y me convirtió en un cobarde.
“Cuando salí del tribunal, busqué un lugar tranquilo donde aclarar mis pensamientos. Ahora lo entendía todo. El capitán Gaveau nos había traicionado a ambos. Él había denunciado a su amigo, había inventado los cargos en su contra, y ahora estaba seguro que él había mandado asesinar a Blancard y de seguro, también a Bouchot.
“Ahora comprendía el por qué me había hecho cambiar mi nombre. Si yo me atrevía a hablar en estos momentos, de seguro sería juzgado por desertor, pues no podría revelar el verdadero motivo por el que lo había hecho sin comprometerme a otra investigación que me convertiría en culpable de robo, asesinato y traición, de acuerdo a la denuncia que supuestamente Blancard había hecho en mi contra. El miedo me paralizó y me impidió salvar la vida del único hombre inocente de aquel grupo de seis personas que cometieron tantas atrocidades escudados en el pretexto de la guerra.
“Regresé a Francia y decidí ocultarme, sospechando que los crímenes de Gaveau se dirigirían ahora contra mí, ya que era la única persona que podía denunciarlo. Sin embargo, repito, yo era un cobarde y nunca lo hice. Cuando murió Gaveau, en 1864, realicé unas cuantas investigaciones en los archivos judiciales y así pude enterarme que Blancard nunca había sido capturado ni mucho menos me había denunciado como responsable de las atrocidades cometidas en esa pequeña cabaña rusa. Busqué entonces en los archivos militares y descubrí que en el expediente de Blancard se había anotado su muerte durante la retirada de Rusia, aunque después apareció una anotación fechada en 1857 que revelaba su aparición en la isla Martinica bajo el supuesto nombre de Rivet.
“Aún así, el miedo me impidió de nuevo presentarme ante las autoridades. Aunque quizá presente algunos errores producto del desconocimiento que tengo de algunos de los eventos que pudieron conducir a este desenlace, creo que todo pudo haber sucedido así:
“El capitán Gaveau, en unión con Blancard y Bouchot, habían decidido deshacerse de Rivet para quedarse ellos con todo el tesoro. Así, Gaveau observó como el coronel disparaba contra Rivet mientras nos atacaban los cosacos. Después regresó por casualidad al campamento, y al comprobar que su amigo aún vivía, aunque muy malherido, decidió salvarlo, pero no por amistad, sino por interés, pues quería utilizarlo como chantaje contra Blancard, cuando llegara el momento de recuperar el tesoro. Así, les ocultó la salvación de Rivet y a éste le hizo creer que no sabía nada de los demás.
“Cuando acabó la guerra, Blancard se enlistó bajo un nombre supuesto en el ejército ruso, y así pudo acceder al antiguo monasterio donde habíamos ocultado el cofre. Sin embargo, Bouchot y Gaveau se enteraron que Blancard los quería traicionar, quedándose con el tesoro para él sólo, por lo que Bouchot se dirigió a Rusia y lo asesinó, pasando la fortuna a manos de ellos dos. De esa forma, Blancard ya no vivía cuando Gaveau me hizo creer que me había denunciado.
“Cuando Gaveau llegó a Lyon y me reconoció en el cuartel, comprendió que podía ser un peligro para él, pues yo sabía la verdad de lo ocurrido durante la retirada de Rusia. Por ello, se fingió mi amigo y después, simulando una persecución judicial en mi contra, me convirtió en desertor y delincuente sin que yo me diera cuenta de ello. Así, yo ya no podría denunciarlo, pues si me presentaba ante las autoridades con mi verdadero nombre, sin duda sería colgado, como ya mencioné en otra parte de esta carta.
“Después, en 1856, me envió a Havre con el pretexto de buscar al capitán Rivet e impedir que nos denunciara. Sin embargo, el capitán Rivet llegó por el puerto de La Rochelle, y se dirigió de inmediato a Burdeos, donde se entrevistó con el capitán Gaveau. Éste fingió su muerte, obligando así a Rivet a regresar a la Martinica. Esto lo supe cuando en el juicio escuché decirlo al capitán Rivet. Por supuesto, nadie le creyó. Estoy seguro que Gaveau me envió al Havre para impedir que viera al abuelo de usted. Comprendí también, en esos momentos, el repentino cambio a Marsella.
“Sin embargo, Gaveau sabía ahora que Rivet podía hablar con las autoridades en cualquier momento, por lo que decidió enviar a Bouchot a la Martinica para que lo extorsionase, amenazándolo, en nombre del coronel Blancard, de hacerlo culpable de todo. Así, Rivet murió pensando que Blancard aun vivía y que era el causante de todas sus desdichas. Tras presentarse con Rivet, Bouchot fue despedido por éste con amenazas, por lo que decidió vigilarlo en espera de un mejor momento. Así fue como se enteró que pretendía trasladarse a París tras denunciar a Blancard y a él mismo. Éste le escribió a Gaveau contándole lo sucedido, por lo que el capitán decidió actuar con rapidez. Gracias a los contactos que su dinero le proporcionaba en la oficina del procurador imperial, pudo tener en sus manos la carta que Rivet le dirigió antes de que éste funcionario la viera. Después de leerla, decidió enviar un anónimo denunciando el paradero de Rivet, reviviendo así el proceso que se había iniciado en 1845 por la denuncia que yo, sin conocer su contenido real, había firmado. En esa denuncia, ahora lo sé, se acusaba al coronel Blancard de haber asesinado a Rivet y usurpado su nombre. Ya que Blancard estaba muerto y ambos militares tenían un gran parecido físico, la mentira no podría ser descubierta. Además, para evitar cualquier contratiempo, Gaveau mandó asesinar a su antiguo compañero Bouchot, pues comprendió que si Rivet mencionaba su reciente entrevista con él, éste sería detenido y podría denunciar a Gaveau. Para ello, no faltaron en la Martinica matones dispuestos a cometer cualquier crimen por un puñado de monedas. Por supuesto, se encargó de que su antiguo amigo fuera también acusado de la muerte de Bouchot. Así fue como el capitán Rivet fue encontrado culpable y condenado a muerte. Gaveau, sin embargo, no pudo disfrutar mucho tiempo más de su dinero, pues como ya dije, murió en 1864, desgraciadamente de forma tranquila, en su casa de Marsella. Simplemente murió de viejo.
“Eso es todo lo que sé. El miedo me impidió salvar a Rivet y me impidió también confesar mi culpa ante las autoridades. Ahora que mi vida se acerca a su final, he querido escribir esta carta tras averiguar que uno de los nietos del infortunado capitán se encuentra en París. Ruego para que esta confesión le ayude a perdonarme por el daño que le causé a su abuelo inocente y que su perdón me permita salvar mi alma del castigo eterno, aunque estoy consciente del gran daño que cometí con mi silencio.
                  “Antoine Danglars.”



martes, 23 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (6a PARTE)

CAPÍTULO IX


Al día siguiente, el capitán Rivet y el coronel Giscard se presentaron en la mansión del nuevo gobernador, Monsieur Armand Louis Joseph Denis, conde Fitte de Soucy, donde Giscard había tenido la precaución de solicitar una entrevista desde el día anterior. Al pasar a la oficina, los tres hombres se encerraron y permanecieron así por más de tres horas. Cuando salieron, Jean Baptiste Rivet se veía distinto. Las sombras que cruzaban su semblante el día anterior habían desaparecido y ahora se veía alegre y confiado. El gobernador había prometido ayudarles en todo, y sabía que era un hombre muy influyente. Sin duda alguna, sus contactos en París se encargarían de castigar a los culpables de tantas atrocidades. Además, el viejo capitán había tomado una decisión definitiva. Si era necesario, él mismo comparecería ante el juez que se encargara del proceso y respondería por su parte correspondiente de culpa en aquellos acontecimientos. El miedo a la cárcel no lo entristecía, con tal de que su conciencia estuviera tranquila. ¡Qué equivocado estaba y qué tan lejos de conocer la enorme perfidia de sus enemigos! No podía imaginar la enorme tragedia que se cernía en esos momentos sobre su cabeza.
Un mes después, el capitán Rivet se encontraba cenando en compañía de toda su familia, incluyendo a su yerno que había venido desde Guadalupe para recoger a su esposa y a sus hijos, así como del coronel Giscard, quien había aceptado gustoso la invitación de su amigo.
En el momento en que los criados empezaban a servir el primer plato, se escucharon unos fuertes golpes en la puerta. Uno de los criados se dirigió a la entrada para ver que ocurría, y en el comedor pudieron entonces escuchar una voz que con un tono fuerte y vibrante decía:
- ¡En nombre de la ley!
Inmediatamente se abrió la puerta del comedor y un comisario, ceñido con su faja, penetró en la habitación seguido de cuatro soldados armados conducidos por un cabo.
La inquietud dejó paso al terror.
- ¿Qué sucede? –preguntó el coronel Giscard dirigiéndose hacia el comisario, a quien conocía bien-. Con seguridad, señor, existe una equivocación.
- Si es así, señor Giscard, créame que pronto será reparada. De momento, soy portador de una orden de arresto, y aunque sea muy lamentable cumplir mi misión, debo cumplirla. ¿Quién de ustedes, señores, es Jean Baptiste Rivet?
Al escuchar su nombre, el capitán se levantó de su silla y dijo:
- Sabe de sobra que soy yo, señor. ¿Qué desea?
- Jean Baptiste Rivet, en nombre de la ley y del emperador, le detengo.
- ¿Qué usted me detiene? –exclamó el anciano con ligera palidez-. Pero, ¿por qué?
- Lo ignoro, señor, pero en su primera audiencia lo sabrá.
La asustada Marie se lanzó sobre el comisario, suplicando y llorando que no se llevaran a su padre, asegurando que era inocente de cualquier crimen que se le pudiera achacar. Francois Perret y el coronel Giscard intentaban alejarla mientras trataban de averiguar el porqué de la detención tan intempestiva del capitán. Los tres niños lloraban mientras miraban a los soldados que se llevaban a su abuelo, y recordaban sus palabras cuando él les aseguró que éstos eran delincuentes. ¿Qué le harían esos hombres a su abuelo? De seguro lo iban a asesinar, ya que, por lo visto, los soldados eran muy malos.
El viejo capitán, sin saber que sucedía, siguió sin decir nada a los guardias que lo llevaron a la comisaría. Una vez allí, y pese a las airadas protestas de su familia y del coronel, fue encerrado en una celda e incomunicado por órdenes del procurador general del imperio, quien desde París había enviado la orden de aprehensión y había comunicado la pronta llegada de un fiscal, quien se encargaría del proceso del anciano militar.
Dos semanas después, el fiscal enviado desde París desembarcó en Fort-de-France. Era un hombre delgado, con un rostro impasible cubierto de largas barbas y vestido demasiado elegante para los climas tropicales de la isla Martinica, mismos que no tardó en maldecir.
Después de sostener algunas entrevistas con el juez de la isla y con el gobernador, se fijó la fecha para la primera audiencia. Una vez en ella, estando presentes los familiares del detenido, a éste por fin le fueron leídos los cargos que se le imputaban.
- Jean Baptiste Rivet, o mejor dicho, Pierre Blancard –dijo el juez-, se le acusa del asesinato del capitán Jean Baptiste Rivet, del coronel príncipe Gondorov, del capitán retirado Eugene Gaveau y del teniente retirado Armand Bouchot, cuyo cadáver fue encontrado hace dos semanas con una nota suya dentro del bolsillo del chaleco, citándolo en el lugar donde encontró la muerte; así como de la usurpación del nombre del ya mencionado capitán Rivet y de traicionar a su patria en época de guerra extranjera. ¿Cómo se declara el acusado?
Al escuchar estas acusaciones, Marie profirió un grito y se desmayó. El viejo capitán sintió que el mundo se le venía encima. Al escuchar el primer cargo, se había dado cuenta de lo bien que sus enemigos habían planeado el golpe que ahora le inflingían. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Cómo habían llegado a él? Ese miserable de Bouchot debía saberlo todo, sin embargo, para su desgracia, parecía que ahora estaba muerto.
Una enorme duda lo asaltó al llegar a este punto de sus pensamientos. Él no había matado a Bouchot, ni mucho menos lo había citado enviándole una nota. Sabía que este hombre había venido especialmente para amenazarlo en nombre del coronel Blancard, lo que de por sí resultaba ridículo. Pero ahora que había sido asesinado, ¿cómo saber quién lo había enviado? ¿Y si Bouchot lo había engañado para extorsionarlo? Por otro lado, la acusación de asesinato en contra de su amigo Eugene lo había desconcertado. Él se había suicidado. ¿Cómo no saberlo si él lo había visto? Pero entonces, ¿quién estaría detrás de todo esto? ¿Quién lo acusaba? No podía entender que alguien fuera capaz de urdir semejante maquinación en su contra. Decidió entonces aferrarse a su única esperanza de salvación: ¡Tenía que demostrar que Blancard seguía vivo y que él se encontraba detrás de esta infamia! Con esta convicción resolvió comenzar su defensa, por muy difícil que ésta fuera.
- Soy inocente –dijo entonces Rivet.
- ¿Inocente? –dijo el fiscal-. ¿Niega acaso que usted participó en la invasión francesa a Rusia en 1812? ¿Niega que allí conoció al capitán Rivet? ¿Qué llevado por la ambición lo obligó a asesinar a un noble ruso para robarle y que después usted mismo asesinó a dicho capitán? ¿Qué después decidió ocultar su verdadera identidad haciéndose pasar por el capitán Rivet, aprovechando que tenía un notable parecido con él? ¿Niega que entonces decidió refugiarse en la Martinica para así escapar de los únicos hombres que podrían haberlo reconocido como un impostor, el capitán Eugene Gaveau y el teniente Armand Bouchot? ¿Niega que hace unos meses viajó usted a Francia, se presentó en la casa de campo del capitán Gaveau fingiendo ser su amigo Rivet y aprovechó esto para asesinarlo, haciéndole creer a sus criados que se trataba de un suicidio? ¿Qué cuando el teniente Bouchot encontró su pista y se presentó ante usted en la Martinica, usted decidió asesinarlo también, como lo hizo? ¿Niega por último, que durante la retirada de Rusia, en 1812, fue capturado por los cosacos, quienes decidieron perdonarle la vida y dejarlo en libertad después de que usted les proporcionara una valiosa información sobre el estado de nuestras tropas y el punto exacto en que se encontraba una columna, lo que provocó que esos cosacos cayeran por sorpresa sobre ellos y los aniquilaran? ¿Niega todo esto?
- Sí, lo niego –alcanzó a decir Rivet, asombrado ante el cúmulo de hechos delictivos que el fiscal le había achacado-. Tan sólo reconozco mi participación en la campaña de Rusia de 1812, lo cual, desde luego, y a menos que las leyes hayan cambiado, no creo que sea un delito, así como el asesinato del coronel príncipe Gondorov, aunque he de afirmar que lo hice siguiendo órdenes superiores y, además, por tratarse de un oficial enemigo en periodo de guerra, dudo mucho que también se me pueda juzgar por ese motivo.
- Señor Blancard -dijo con frialdad el fiscal-, ha de saber que hemos seguido su pista desde hace tiempo. Su caso nos fue presentado hace más de diez años a través de una denuncia realizada por uno de los hombres que se encontraba bajo su mando cuando pasaron la mayor parte de estos desagradables acontecimientos, y desde entonces estamos en su búsqueda. Desde luego, este tiempo no ha pasado en vano, pues hemos conseguido acumular pruebas suficientes de su culpabilidad, las suficientes para que este tribunal lo condene a muerte. Además, unos sobres que encontramos al registrar su habitación y que pertenecieron al capitán Eugene Gaveau, prueban que usted asesinó a esas personas en Rusia. ¿Tiene usted algo que decir? Por otro lado, coronel, ¿por qué no le dice a este tribunal donde quedó el tesoro del que usted se apoderó en Rusia y que nunca presentó ante sus superiores?
El capitán se quedó estupefacto. ¿Las cartas de Eugene decían eso? Él nunca las había abierto, pues en la carta que su amigo le dejo al morir le pedía simplemente que las guardara, pues eran la prueba de que Blancard había ordenado todo aquello. Entonces, sin quererlo, Eugene lo había perjudicado. Si estos hombres creían que él era Blancard y no Rivet, esas cartas lo inculpaban por completo. ¿Por qué hizo caso a Eugene y quemó su carta? Esta le hubiera podido ayudar a demostrar que Eugene sabía que él no era Blancard.
Decidido a probar su inocencia, Rivet tenía que saber, en primer lugar, quien lo había denunciado hacía diez años, como acababa de informarle el fiscal. “Alguien que estuvo bajo mi mando en aquellos trágicos acontecimientos” –pensó el capitán. “¿Quién podrá ser? Bajo esa premisa sólo quedan tres nombres: Bouchot, Danglars y ese otro soldado cuyo nombre no consigo recordar. Podría haber sido Bouchot, pero ¿cómo saberlo? Ya está muerto. Danglars, aunque lo conocí poco, siempre me pareció un buen hombre. Así pues, sólo queda el otro soldado. Pero ¿será él? Y siendo así, ¿dónde estará?”
Entonces, Jean Baptiste preguntó al fiscal:
- ¿Puedo saber quien fue el autor de la denuncia que usted mencionó?
- Por supuesto, señor Blancard. Esa denuncia iba firmada por el sargento Marechal y fue corroborada por el capitán Eugene Gaveau.
Al escuchar esto, Rivet se sobresaltó. ¿Eugene Gaveau había corroborado la denuncia en su contra? ¿Su amigo Eugene? ¡Debía haber una equivocación en ello! Seguro no había escuchado bien y el fiscal había dicho otro nombre. Se atrevió a preguntar:
- Perdón, ¿mencionó usted que el capitán Eugene Gaveau corroboró la denuncia de ese sargento?
- Así es, señor Blancard. El capitán Gaveau en persona acompañó al sargento Marechal cuando éste realizó la denuncia. Pero es inútil que perdamos el tiempo con esto. El capitán Gaveau está muerto.
Sin embargo, el capitán tuvo en ese momento una súbita esperanza.
- Danglars –gritó-, que busquen a Danglars. Él puede probar mi inocencia.
- ¿Se refiere, sin duda, al subteniente Antoine Danglars, a quien nosotros buscamos inútilmente durante nuestras pesquisas? Lamento decirle que el señor Danglars falleció en 1830, combatiendo heroicamente contra los amotinados de París, durante aquella revolución que provocó la renuncia al trono del rey Carlos X.
Al escuchar esto, Rivet bajó la cabeza, totalmente abatido. Danglars hubiera sido su única salvación, pero también estaba muerto. Sin embargo, al fondo de la sala, un hombre se había estremecido al escuchar este nombre, pero como todos los presentes estaban muy atentos a las palabras del fiscal, nadie reparó en ello. El juicio fue rápido ya que el capitán no pudo defenderse, pues cuando narró su versión de lo sucedido en Rusia, ni el juez ni el fiscal le creyeron. En ningún momento dejó de protestar su inocencia. Dos semanas después, el juez lo condenó a muerte, sentencia que se cumplió a los tres días, cuando el anciano fue llevado a la guillotina. Además, todos sus bienes fueron confiscados por el Estado debido a que se trataba de un delito contra la Patria.
Marie Rivet nunca se pudo recuperar del golpe recibido. Murió cuatro años después, en 1861, sumida en la amargura que le provocó el suicidio de su marido, quien un año antes decidió pegarse un tiro para acabar con la vergüenza que la condena del viejo capitán significó para todos ellos. Además, desde aquel infausto acontecimiento, nadie había querido tener tratos comerciales con el yerno de un traidor condenado a la pena máxima, lo que había arruinado por completo a la familia.
Tan sólo el viejo coronel Giscard había acompañado a los Rivet en su dolor, y a la muerte del señor Perret, se había encargado de cuidar a su familia, en especial a los niños, a quienes brindó la mejor educación posible y todo el cariño necesario para que pudieran olvidar su trágica infancia.

lunes, 22 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (5a PARTE)

CAPÍTULO VIII


- Como recordarán, Eugene y yo habíamos abandonado el Estado Mayor del mariscal Augereau para reunirnos de nuevo con nuestro batallón. Ese mismo día, 1 de diciembre de 1805, por la tarde, nos presentamos en Brünn ante el capitán Malet, quien nos recibió encantado y nos asignó el mando de una parte del batallón. 
“Apenas tuvimos tiempo de descansar. Esa misma noche, nuestra división, que como ya les comenté estaba al mando del general Vandamme, recibió la orden de situarse frente al río Goldbach, junto con la división del general Saint-Hilaire, ambas al mando del mariscal Soult. Según nos comentó antes de la batalla el coronel Chandon, nuestras órdenes eran cruzar el río a la altura de los pueblecillos de Girzikowitz y Puntowitz y, en el momento oportuno, adueñarnos de la meseta de Pratzen. La tercera división de Soult, al mando del general Legrand, se colocaría junto al pantano de Kobelnitz y el castillo de Sokolnitz. Esa división, junto con dos batallones de fusileros italianos y Cazadores de Margaron, estarían encargadas de apoyar nuestro ataque y protegernos en caso de retirada.
“Por la noche, el capitán Malet se acercó a nuestra tienda y nos llevó la proclama que el Emperador había hecho imprimir unas horas antes y que estaba siendo repartida por todo el campamento. Creo que aún guardo una copia por aquí.”
El abuelo se levantó y caminó hacía su escritorio. Tras buscar en uno de los cajones, sacó emocionado un viejo papel de un marcado color amarillo producto del paso de los años. Con él en la mano, regresó con sus nietos y les leyó su contenido.

      "SOLDADOS:
      Delante de ustedes está el ejército ruso deseoso de borrar la derrota del ejército austriaco en Ulm. Son los mismos batallones que han seguido hasta aquí.
      La posición que nosotros ocupamos es excelente. En cuanto el enemigo se lance al asalto de nuestra ala derecha, nos ofrecerá su flanco.
      Soldados, yo mismo mandaré sus batallones. Me mantendré lejano del peligro si ustedes, con su habitual valor, llevan el desorden y la confusión a las líneas enemigas. Pero si la batalla presenta un instante de incertidumbre, verán a su Emperador expuesto al fuego enemigo en primera fila. La victoria no debe ser incierta en ningún momento, sobre todo en un día en el que estará en juego el honor de la infantería francesa y el de la Nación entera.
      Que nadie abandone su puesto de combate, ni siquiera con la excusa de transportar heridos, y que todos recuerden que es necesario vencer a estos mercenarios de Inglaterra, que nos aborrecen con un odio profundo.
      Esta victoria pondrá fin a nuestra campaña y podremos regresar a nuestros cuarteles de invierno, donde se unirán a nosotros las nuevas tropas que se están reclutando en Francia. La paz que entonces concluiré será digna de nuestro pueblo, de ustedes y de mí.
NAPOLEON"

- ¿Y bien, qué les parece?
Los niños veían asombrados aquel trozo de papel que su abuelo acababa de leerles. Al escuchar la proclama de Napoleón, su imaginación les había hecho sentir que pertenecían a ese ejército que dentro de unos momentos empezaría a combatir en Austerlitz contra los austriacos y los rusos. Pidieron entonces a su abuelo que continuara.
- Al amanecer del 2 de diciembre de 1805, una espesa niebla invernal cubría todo el campo de batalla. Sólo las partes más altas aparecían despejadas como pequeñas islas en un mar embravecido. A las cinco de la mañana, nuestra división se puso en marcha para cruzar el Goldbach y ascender desde la otra orilla a la meseta de Pratzen que estaba siendo abandonada por los rusos. Entonces se nos ordenó detenernos en el fondo del valle cubierto de niebla, en espera del momento oportuno para desencadenar el ataque. A la derecha de nuestra posición se empezaban ya a escuchar los disparos. Después nos enteramos que eran los hombres de Friant, que se enfrentaban a tres grandes columnas rusas al mando del general Buxhoewden, en los pantanos de Satschan y Menitz.
“A una orden de Napoleón, nuestra división, junto con la de Saint-Hilaire, en apretadas columnas, comenzó a ascender a paso corto el declive que llevaba a la meseta de Pratzen. Después de ocupar el pueblo del mismo nombre, llegamos a lo alto de la meseta, donde ya nos esperaban las tropas rusas y austriacas, al mando del general Kutusov y de los mismísimos emperadores Alejandro de Rusia y Francisco de Austria.
“Nuestro asalto a esa posición fue recibido por un intenso fuego de fusilería, pero los enemigos no consiguieron detenernos. Eugene y yo vimos caer a dos tenientes, amigos y compañeros de nuestra división, pertenecientes a otra de las brigadas. Pero la emoción del ataque nos impidió pensar en ellos ni tampoco en los demás muertos que nos rodeaban. ¡Ah, mis pequeños, la guerra siempre nos vuelve tan insensibles al dolor humano…!
“Una vez alcanzado Pratzen, cruzamos la meseta a paso de carga. Mientras el general Morland ocupaba posiciones sobre un pequeño altozano detrás del pueblo, el general Varé desplegaba su brigada frente al enemigo, y el general Vandamme nos ordenaba tomar por asalto la colina de Stari-Winibradi, punto estratégico que dominaba la meseta, y sobre el cual los rusos habían colocado cinco batallones y muchísima artillería. En ese ataque, nuestra brigada sufrió enormes bajas, pero después de media hora de combate, conseguimos al fin desalojar de allí a los rusos. Aun no me explico como Eugene y yo sobrevivimos aquel ataque, pues llevados por nuestro ardor, fuimos de los primeros en llegar a la cima de la pequeña colina.
“Entonces, nos encontramos de frente con la infantería rusa, que nos esperaba en doble fila, lista para soportar nuestro ataque. El mariscal Soult nos ordenó inmediatamente a las divisiones de Vandamme y Saint-Hilaire que atacáramos a los rusos después de que el general Thiébault los bombardeara con sus cañones. En cuanto vio una brecha en las filas rusas, Vandamme nos ordenó lanzarnos al asalto.
“Después de realizar una poderosa descarga de fusilería, nuestra brigada se lanzó contra el enemigo a la bayoneta calada. Tras arrollar a la primera línea rusa, atacamos a la segunda y al poco tiempo, ambas se encontraban en fuga. En menos de una hora, nos habíamos apoderado de la meseta de Pratzen y obligado a las tropas enemigas que la defendían, a retirarse hacia el castillo de Austerlitz. Entre ellas, iba el general Kutusov y los dos emperadores enemigos.
“En esos momentos, nos llegó un inesperado refuerzo mandado por el Emperador para consolidar nuestra posición: el cuerpo de ejército de Bernadotte, la Guardia Imperial y los granaderos del general Oudinot. Ello se debió a que nuestra posición era quizá la más importante en ese momento, pues ocupando la meseta de Pratzen, cortábamos en dos al ejército enemigo y lo encerrábamos en una mortal tenaza, propiciando así su total derrota.
“Sin saberlo en ese momento, al tiempo que nosotros tomábamos Pratzen, en otro lugar del campo de batalla caía muerto uno de los militares más valerosos del ejército francés: el coronel Castex, comandante del 13° ligero de infantería. Algún día les hablaré de él.
“Los refuerzos que nos mandó Napoleón a Pratzen no pudieron haber llegado en mejor momento. Kutusov, mientras trataba de detener a sus tropas fugitivas, había ordenado a la Guardia Imperial Rusa que intentara frenar nuestro avance. Al mismo tiempo, una brigada rusa al mando del general Kamenski, que se dirigía contra las tropas de Friant y Davout, cuando vio lo que sucedía en la meseta, se dirigió hacia ella, movimiento que nos tomó completamente por sorpresa.
“El ataque ruso fue durísimo. Por un momento, estuvimos a punto de ceder ante el empuje enemigo. Sin embargo, la enérgica decisión de nuestros generales Vandamme y Varé nos animaron a resistir el ataque y a pasar casi de inmediato a la ofensiva.
“Pero uno de nuestros regimientos, el 4° de línea mandado por el príncipe José Bonaparte, hermano del Emperador, se dejó arrastrar por el entusiasmo y se encontró sin esperarlo rodeado por el enemigo. El regimiento fue atacado por los Húsares de la Guardia Rusa, a las órdenes del gran duque Constantino, hermano del emperador Alejandro. Lo que entonces sucedió quedó para siempre grabado en mi mente.
“Desde nuestras posiciones observamos como Napoleón le ordenaba al general Rapp que acudiera en auxilio del príncipe y atacara a la caballería rusa con los Cazadores a caballo de la Guardia y los mamelucos. Los jinetes franceses se lanzaron al galope, apoyados por los Granaderos a caballo con el mariscal Bessiéres a la cabeza, mientras que una división del cuerpo de Bernadotte, mandada por su ayudante de campo, el coronel Gérard, avanzaba en segunda línea para hacer frente a la infantería de la Guardia rusa.
“Cuando Rapp alcanzó a los rusos, se encontró frente a los jinetes de la Guardia personal del emperador Alejandro que, al mando de su coronel, el príncipe Repnin, salieron a su encuentro. El choque fue sumamente violento. Los mamelucos se lanzaron al asalto gritando en su lengua árabe y blandiendo sus cimitarras, lo que sembró el terror entre los jóvenes aristócratas de la Guardia Rusa.
“Pudimos ver entonces como uno de esos mamelucos, que por cierto eran tropas egipcias que Napoleón había reclutado durante la campaña en ese país, se lanzaba tras el gran duque Constantino, que huía del campo de batalla. Sin embargo, el aristócrata ruso disparó sobre el caballo del egipcio, impidiendo así que lo capturara, aunque no pudo evitar que su estandarte cayera en manos de nuestras tropas. Después supimos que el Emperador había felicitado personalmente al mameluco por su bravura y su lealtad.
“A la una de la tarde, las tropas de Gérard habían ocupado el pueblo de Kreznowitz, con lo que la situación en la meseta de Pratzen se resolvía definitivamente a nuestro favor. Supimos entonces que ocurría lo mismo en el ala izquierda de nuestro ejército, donde Lannes y Murat habían derrotado a la caballería de los príncipes Bagration y Liechtenstein, y en el ala derecha, donde Davout y Friant habían conseguido imponerse sobre las columnas rusas. Al parecer, éstos últimos eran los que habían llevado la carga más fuerte en toda la batalla. Por rumores que escuchamos, supimos que habían hecho frente a 35,000 soldados austriacos y rusos con tan solo 7,000 infantes y 4,000 jinetes. ¡Toda una proeza de valentía y coraje!”
Mientras narraba los acontecimientos, el capitán Rivet dibujaba un mapa imaginario en la alfombra, ayudado por un bastón de cedro que conservaba junto a su escritorio. Así, los niños podían seguir fácilmente las explicaciones de su abuelo.
- Al día siguiente -continuó Jean Baptiste-, 3 de diciembre de 1805, el Emperador transfería su Cuartel General al castillo de Austerlitz, que había pertenecido a la noble familia austriaca Kaunitz. Desde allí mandó imprimir la proclama de la victoria que se repartió por todo el campamento.
El capitán Rivet volvió a dirigirse a su escritorio, y del mismo cajón sacó otro documento que leyó a sus nietos:

      "SOLDADOS:
      Estoy satisfecho de ustedes: en el día de Austerlitz han respondido soberbiamente con todo cuanto yo esperaba de su valor. Sus águilas están rodeadas de gloria inmortal. En menos de cuatro horas un ejército de cien mil hombres, al mando de los emperadores de Austria y de Rusia, ha sido destrozado y puesto en fuga: aquellos que han escapado han perecido ahogados en los pantanos.
      Cuarenta banderas, los estandartes de la Guardia Imperial rusa, ciento veinte cañones, veinte generales, más de tres mil prisioneros son el resultado de esta jornada, que será celebre en la historia. La tan temida infantería rusa, pese a ser muy numerosa y fuerte, no ha podido resistir a sus ataques y ahora ustedes no pueden temer a ningún otro cuerpo militar del mundo. De esta forma, en dos meses, hemos vencido y disuelto la Tercera Coalición. La paz no puede estar lejana, pero como he prometido a mi pueblo, antes de volver a atravesar el Rin yo no la firmaré si no nos ofrece las debidas garantías y no nos asegura las necesarias recompensas a nuestros aliados.
      Soldados, cuando terminemos de hacer lo que es necesario para garantizar la felicidad y la prosperidad de nuestra patria los volveré a Francia; y una vez allí los haré rodear de las mayores atenciones. Serán vistos de nuevo con alegría por mi pueblo y les bastará decir "yo estuve en la batalla de Austerlitz" para que les respondan: "he aquí un héroe".

NAPOLEON"


- Y en efecto, así nos sentíamos. ¡Como verdaderos héroes! ¡Qué equivocados estábamos! Ese día vimos caer a un gran número de soldados jóvenes y valerosos, que habían dejado en sus pueblos a sus padres, sus hermanos, sus esposas, sus hijos, y que habían partido sin saber que nunca volverían a verlos. Jóvenes e insensatos como éramos, no nos dábamos cuenta que nosotros podíamos haber sido uno más de los muertos. ¡Nos sentíamos inmortales! Además, jamás pensamos en los soldados enemigos que nosotros mismos matamos sin conocerlos. Hombres que no nos habían hecho ningún daño, campesinos llevados por la fuerza a combatir, al igual que nuestros soldados, contra un enemigo desconocido para ellos y con el que no tenían ningún motivo personal de rencor. ¡Cuántos rusos y austriacos no maldecirán mi nombre si se llegan a enterar que yo maté a su hijo, a su marido o a su padre! ¡Soy un hombre condenado! ¡Habíamos ganado, sí, pero a que costo!
Tras decir esto, una sombra pareció abatirse sobre el semblante del viejo capitán, que dejó caer la cabeza, sumido en una profunda amargura. Permaneció callado por unos instantes, sin ver a sus nietos que no sabían cómo reaccionar ante aquellas últimas palabras. De repente, su abuelo se levantó y mirándoles fijamente, les dijo lo siguiente:
- La guerra es algo terrible, mis pequeños. Sí, yo sé que en las historias siempre parece algo romántico y hermoso luchar en defensa de la patria, que todos los niños sueñan con portar un uniforme lleno de medallas obtenidas en combate, tras ganar muchas batallas. ¡Pero eso no es la guerra! Esa ilusión se pierde cuando uno ve los campos sembrados de cadáveres, cuando ve las aves de carroña planeando sobre los restos del que hacía unos instantes había sido nuestro amigo, nuestro compañero. ¡Tantas muertes inútiles qué lamentar!
“Además, la guerra siempre saca lo peor de todos nosotros. Los buenos se convierten en malos, los valientes en cobardes, los pacíficos en violentos, los honestos en asesinos, los que no conocían el mal, se vuelven capaces de cometer los crímenes más atroces sin sentir el más leve remordimiento. Nuestros mejores amigos se convierten en nuestros peores enemigos. ¡La guerra nos deshumaniza! Nos volvemos insensibles al sufrimiento humano. Todos los soldados terminamos, en mayor o menor grado, convertidos en unos delincuentes.
“Por otro lado, la vida en un campamento no es nada divertida como podría parecer. La disciplina era muy rígida y constantemente nos tocaba presenciar los castigos que se infligían a los que se atrevían a romperla. La más mínima falta era severamente castigada. Desde que fuimos reclutados, el látigo se convirtió en parte esencial de nuestra vida.
“¡No cometan el mismo error de su abuelo, mis pequeños! La guerra nunca nos trae la gloria o la felicidad, sino tan sólo desdichas. ¡Nuestros amigos se pueden convertir en monstruos y nosotros mismos podemos realizar actos tan crueles que antes ni siquiera habíamos podido imaginar! La guerra tan sólo trae muerte y destrucción. Los pueblos son arrasados, los hombres asesinados, las mujeres ultrajadas, las cosechas destruidas, y todo,… ¿para qué? ¡Para demostrar que somos los más fuertes, para que nuestros gobernantes obtengan un poco más de poder y nuestro país un poco más de territorio, para sentirnos grandes, para dominar a los demás! Qué inútil es la vida del soldado. ¡Cuánto sufrimiento causamos sin darnos cuenta!”
Los tres niños veían con asombro a su abuelo mientras éste les hablaba. No entendían el cambio operado en sus palabras. ¿Cómo era eso de que la guerra sólo causa destrucción? Pero si los uniformes son tan hermosos, los soldados tan gallardos, tan valientes, tan respetados. Si eran tan malos como su abuelo les decía, ¿por qué la gente los veía con admiración? ¿Por qué cuando iban a la guerra la gente los ovacionaba por las calles? ¿Por qué a su regreso les organizaban desfiles triunfales? Los niños no podían entender esa contradicción. A los criminales se les envía a las cárceles, sin embargo, si los soldados eran delincuentes, eran asesinos, ¿por qué en lugar de encerrarlos les daban medallas?
Muchas de las amigas de su madre en la isla de Guadalupe presumían que sus maridos eran militares y habían participado en alguna guerra. ¿Quién presumiría si su marido fuera un delincuente? Además, ¿no acaso los niños aprendían desde pequeños a jugar a los soldados? ¿No tenían ellos algunas espadas de juguete que les había comprado su padre? ¿Acaso querían sus padres que ellos fueran criminales? No podía ser, ya que ellos los amaban y siempre les habían dicho que querían lo mejor para ellos. Su madre siempre les permitía jugar a los soldados. Entonces, ¿cómo podían ser criminales? Además, su mismo abuelo era militar y no era ningún delincuente, ¿o sí? Los niños no entendían nada y estaban realmente confundidos por las palabras de su abuelo.
En esos momentos, su madre apareció en la biblioteca para indicarles que era la hora de cenar. Ante el asombro de Marie, los niños la siguieron sin protestar. No pudo evitar mirar a su padre al salir, observando en su rostro una sombra de inmensa tristeza y amargura. ¿Qué habría pasado? Antes de acostarlos, se lo preguntaría a los niños.