CAPÍTULO X
París, 2 de diciembre de 1875. Un joven hombre de negocios sale de uno de los más elegantes casinos de la capital francesa. Son casi las doce de la noche. Camino a su casa, va pensando en todo lo que ha cambiado el país en tan pocos años. Cuando él llegó doce años antes, en 1863, Francia era un imperio poderoso y temido. Su ejército era considerado el mejor del mundo y sus banderas ondeaban victoriosas en los cinco continentes. El Emperador Napoleón III era buscado como árbitro, aliado y protector de muchos países. Sus tropas protegían a Su Santidad Pío IX del acoso de los impíos italianos que buscaban tomar la ciudad de Roma para completar la unificación de su país, y después, harían lo propio con el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador Francisco José de Austria-Hungría, quien había sido coronado emperador de México con la protección de las bayonetas francesas.
Ahora, doce años después, el imperio había caído tras ser derrotado de forma humillante por el ejército prusiano; tras ser capturado, Napoleón III había muerto; se había proclamado la Tercera República Francesa; el país se había colocado en el puesto de tercera potencia europea, por debajo de Alemania e Inglaterra, después de haber sido la primera de todas ellas. Habían perdido a favor de Alemania las provincias de Alsacia y Lorena, y el rey de Prusia, Guillermo II, se había coronado como emperador alemán en el mismísimo palacio de Versalles, humillación que ningún francés había conseguido olvidar. Además, las tropas francesas no habían podido impedir que los italianos tomaran la ciudad de Roma, obligando al Papa a refugiarse en los palacios vaticanos, ni que el flamante emperador de México fuera fusilado por los patriotas mexicanos después que el ejército invasor se viera obligado a retirarse de ese país ante la amenaza prusiana y estadounidense.
Hace cinco años, él era François Perret Rivet, barón Giscard, ahora tan sólo era el ciudadano Giscard, distinguido y rico empresario parisiense, felizmente casado y padre de dos pequeños llamados Maurice y Jean Baptiste.
Cuando llegó a su casa, el mayordomo le entregó un sobre que había traído un mensajero unas horas antes. El sobre estaba rotulado con su nombre, pero no tenía remitente. Intrigado, lo abrió y, sacando una carta de su interior, comenzó a leerla, dispuesto a tirarla si se trataba de alguna tontería.
Sin embargo, al leer las primeras líneas, su semblante cambió. Se dirigió a su biblioteca y ordenó que nadie lo molestara. Tras esto, cerró la puerta con llave y se sentó frente a su escritorio para continuar con la lectura de la carta que había recibido. Ésta decía lo siguiente:
“Burdeos, 25 de octubre de 1875.
“Estimado señor Giscard:
“Usted no me conoce, y yo tampoco tengo el gusto de haberlo visto alguna vez. Sin embargo, sé perfectamente quien es usted y es por ello que me permito dirigirle estas palabras.
“Mi nombre es Dominique Lefebvre, aunque quizá el de Antoine Danglars le resulte más familiar. En los momentos en que usted esté leyendo esta carta, yo ya estaré muerto, pues he ordenado en mi testamento que se le entregue la misma. Perdone que lo haya hecho de esta manera, pero el miedo a la justicia terrenal me ha impulsado a obrar así, aunque sin duda la justicia divina no dejará de ser rigurosa conmigo.
“Aunque le parezca extraño, es necesario que usted conozca mi historia. Esta servirá para aclararle muchas cosas sobre su abuelo, quien fue en realidad un gran hombre.
“Ingresé al ejército en el año de 1812, siendo muy joven, reclutado a la fuerza, como era la costumbre, para participar en la invasión a Rusia. Después de una fulgurante campaña nuestras tropas recibieron la orden de retirarse de Moscú y regresar a Francia en pleno invierno. Como usted sabrá, esa retirada se convirtió en una auténtica fuga desordenada, y costó la vida a muchos miles de nuestros compatriotas y de nuestros aliados alemanes, polacos e italianos.
“Durante la retirada, después de un ataque cosaco contra mi regimiento, éste se dispersó y me encontré perdido en medio de un espeso bosque ruso acompañado de otro soldado cuyo nombre debería reservarme, pues éste ya ha muerto y no tiene caso manchar la memoria de los difuntos, aunque hayan sido culpables. Sin embargo, es justo que usted conozca a todos los involucrados en esta narración. Este soldado se llamaba Lucien Marechal.
“Estando perdidos y con el miedo de encontrar nuevamente a los cosacos, Lucien y yo vagamos durante varios días en busca de nuestras tropas. Al tercer día divisamos a lo lejos a un pequeño grupo que, como nosotros, parecía estar perdido. Pensamos sin embargo que cuantos más fuéramos más podríamos resistir, por lo que de inmediato nos unimos a ellos. El grupo estaba compuesto por el coronel Blancard, los capitanes de la Guardia Imperial Rivet y Gaveau y el sargento Bouchot. Con nosotros dos, ya éramos un grupo de seis personas. Como se podrá imaginar, la marcha que emprendimos en busca de alguna columna del ejército francés fue sumamente penosa, pues el invierno estaba ya en todo su apogeo, y al frío intenso se sumaba la falta de alimentos y de refugio donde pasar la noche, por lo que normalmente buscábamos algún bosquecillo que nos brindara cierta protección. Estaba además el miedo a los cosacos o a los lobos, que infestaban aquellas tierras y a quienes el hambre los volvía osados.
“En esas circunstancias, al cuarto día de marcha, por la noche, llegamos a las ruinas de lo que parecía haber sido una enorme mansión señorial. Decidimos acampar ahí. Apenas nos habíamos instalado cuando escuchamos el galope de un caballo. Al instante buscamos refugio entre las sombras que nos proporcionaban las paredes derruidas y quemadas. Entonces, frente a nosotros pasó sin vernos un jinete solitario. La luz de la luna nos permitió distinguir que se trataba de un oficial de la Guardia Imperial Rusa. Bueno, en realidad, quienes lo reconocieron como tal fueron el coronel y los dos capitanes, pues ellos ya habían combatido contra ese cuerpo en múltiples batallas. Pasados unos minutos, cuando estuvimos seguros de que el jinete se encontraba sólo, el coronel nos ordenó seguirlo. Según nos dijo, si conseguíamos capturarlo, eso nos brindaría protección contra los cosacos.
“Nos pusimos en movimiento de inmediato y, sin que el ruso lo notara, lo seguimos hasta una pequeña cabaña. Éste desmontó y tocó la puerta. Un viejo campesino abrió y permitió la entrada del oficial. Todo esto lo veíamos escondidos tras unos árboles a unos cuantos metros de la construcción.
“El coronel Blancard me ordenó entonces que me acercara a una ventana y observara lo que sucedía en el interior. Así lo hice, lo que me permitió descubrir que la cabaña se componía de dos pequeñas habitaciones. Una de ellas, sin duda, servía de dormitorio, mientras que la otra contenía tan sólo una chimenea, una mesa y un par de sillas. Además del viejo que habíamos visto en la puerta, se hallaban dentro una mujer y dos niños pequeños, sin duda alguna, hijos de la pareja de campesinos. El oficial ruso hablaba con ellos. De repente, el viejo se dirigió a un rincón de la cabaña, removió unas tablas del suelo y sacó de su interior un gran cofre de madera. El militar lo abrió de inmediato y pude ver que se encontraba lleno de joyas y monedas de oro.
“De inmediato regresé con los míos y le informé al coronel de todo lo que había visto. Pude observar entonces un brillo muy especial en sus ojos, brillo que después atribuí a la codicia, pero que en ese momento no le di importancia alguna. Éste nos ordenó entonces que nos dirigiéramos a la cabaña y tomáramos al oficial ruso prisionero. Así lo hicimos.
“El sargento Bouchot, Lucien y yo fuimos los primeros en llegar. Con las culatas de nuestros rifles rompimos la puerta y nos precipitamos al interior de la cabaña. Ante la sorpresa, el ruso no tuvo tiempo de reaccionar y, cuando llegaron el coronel y los dos capitanes, ya lo teníamos sometido.
“Mientras Lucien y yo buscábamos una cuerda para atarle las manos, el coronel Blancard se dirigió al cofre que contenía el tesoro. Una vez que el ruso estuvo inmovilizado por las cuerdas, Blancard llamó aparte a los dos capitanes para decirles que ese tesoro les correspondía a los tres como botín de guerra. Ellos estuvieron de acuerdo, pero el capitán Rivet exigió que se repartiera entre los seis que formábamos el grupo. Blancard se negó y ambos oficiales entablaron una acalorada disputa. Me llamó la atención observar que el capitán Gaveau, que parecía ser muy amigo de Rivet, defendió en todo momento la postura del coronel.
“Mientras eso sucedía, Lucien y yo teníamos encañonada a la familia de campesinos rusos dueños de la cabaña en la que estábamos. El sargento Bouchot se acercó entonces a la mujer y, tras lanzarle una mirada lujuriosa, decidió llevarla al otro cuarto para violarla. Al ver esto, el viejo campesino se lanzó contra él y alcanzó a darle un fuerte golpe en las costillas, lo que hizo perder pie al sargento, quien cayó al suelo de forma estrepitosa. Entonces comenzó la tragedia.
“Lucien se acercó al campesino y le dio un formidable golpe en la cabeza con la culata de su fusil. Con el rostro lleno de sangre, el hombre perdió el conocimiento y se desplomó en el suelo. Bouchot comenzó entonces a patearlo, furioso por el golpe que había recibido. El ruido llamó la atención del coronel y los capitanes, quienes se acercaron a ver lo que sucedía. Rivet ordenó a Bouchot que se detuviera, pero Blancard, tras escuchar lo sucedido de boca del sargento, ordenó que el campesino fuera sacado de la cabaña y fusilado. Rivet se enfrentó al coronel, diciéndole que no podía ordenar un asesinato, pues el ruso sólo había intentado defender a su familia. Los dos hombres se enzarzaron de nuevo en una fuerte discusión y estuvieron a punto de llegar a las armas, pero la intervención del capitán Gaveau lo impidió. Sin embargo, este capitán se puso una vez más del lado del coronel, y él mismo nos ordenó a Lucien y a mí que cumpliéramos con la orden de fusilamiento. Así lo hicimos.
“Cuando regresamos a la cabaña, el coronel llamó aparte a Bouchot y le dio una nueva orden. Éste sacó a los dos pequeños, y después de unos minutos, escuchamos un par de tiros. Yo estaba horrorizado. Sin embargo, a Lucien no pareció importarle, en especial cuando regresó Bouchot y el coronel nos dio permiso de disponer de la mujer a nuestro antojo. Sin pensarlo, el capitán Gaveau, el sargento y Lucien comenzaron a violarla por turnos, mientras la golpeaban sin cesar. He de confesar que al principio yo no quise hacerlo, pero presionado por el coronel, terminé por participar en ese crimen. El único que se negó fue el capitán Rivet, quien continuó discutiendo con el coronel. Una vez que terminamos de saciar nuestros instintos, Blancard le ordenó a Lucien que disparara sobre la mujer. Éste cumplió con la orden de inmediato, mientras la mujer reflejaba en su rostro el inmenso terror que sentía. Entonces, el coronel en persona se dirigió hacia el oficial ruso capturado, quien no había apartado en ningún momento la vista de lo sucedido. Blancard le preguntó su nombre y éste respondió, en perfecto francés, que era el príncipe Gondorov, coronel del 3er. Regimiento de la Guardia Imperial Rusa, que aquellas tierras eran suyas y que la cabaña en la que se encontraban pertenecía a uno de sus campesinos, que el cofre con el tesoro era suyo, pues cuando se enteró que los franceses se acercaban a sus tierras en su camino a Moscú, previendo que saquearían su mansión, le había confiado aquel tesoro al viejo campesino, de cuya lealtad nunca había dudado. Después, ofreció a Blancard la mitad de aquellas riquezas si le perdonaba la vida y le devolvía la libertad. Tras escucharlo, Blancard se reunió en un rincón con Gaveau y después de unos minutos de discusión, regresó a donde estaba el noble ruso y ordenó a Rivet que lo atravesara con su espada. El ruso protestó ante esta decisión y el capitán Rivet se negó por completo a cumplir semejantes órdenes. Pero entonces Blancard lo amenazó con denunciarlo por insubordinación, por lo que Rivet, presionado también por el capitán Gaveau, sacó su espada y dio muerte al príncipe ruso.
“Después, el coronel nos indicó a Lucien y a mí que cargáramos con el cofre y nos dirigiéramos de nuevo a las ruinas, donde pasaríamos la noche. Continuamos así nuestro camino hasta que dos días después llegamos a los restos de lo que parecía ser un antiguo monasterio. Detrás del derruido altar de la capilla, enterramos el cofre, no sin antes jurar que jamás hablaríamos de lo sucedido, a lo que Rivet se negó una vez más, provocando una nueva discusión con Gaveau y Blancard. En los ojos de este último se veía cada vez más el intenso odio que sentía por el capitán.
“Cuando emprendimos de nuevo la marcha, el capitán Rivet se acercó a mí para preguntarme discretamente mi opinión sobre lo sucedido, y cuando vio que yo compartía con él mi antipatía por el coronel y por lo acontecido esa noche, me confió que en cuanto llegaran a un campamento, denunciaría al coronel y a los demás miembros de la expedición, con excepción mía si yo prometía apoyarlo en su denuncia. Después me comentó que esto lo hacía para descargar su conciencia, pues mientras nosotros violábamos a la mujer rusa, él había observado que una pequeña niña nos observaba horrorizada desde un rincón de la habitación. Extrañado, le dije que yo no la había visto, pero él me contestó que ésta había permanecido escondida durante todo el tiempo que duró la matanza de su familia, y que cuando él la vio, decidió callar para salvarle la vida, pues de haberla descubierto, sin duda Blancard hubiera ordenado que la mataran.
“Las revelaciones del capitán Rivet me asustaron mucho, pues sabía que si delatábamos al coronel, él podría revelar mi participación en los hechos (recuerde que, aunque obligado, yo también había violado a la mujer) y de seguro también sería castigado. Agobiado por ese temor, no me di cuenta de lo improbable que era el hecho de que algún tribunal militar nos castigara por matar a un grupo de enemigos en plena guerra. Sin embargo, mi cobardía me obligó a acercarme al coronel y revelarle todo lo que el capitán me había dicho. Éste agradeció mis informes y después se dirigió hacia donde se encontraban Gaveau y Bouchot, con quienes conferenció largo rato. No había ningún problema de que el capitán Rivet escuchara esas pláticas, pues ya hacía tiempo que prefería permanecer alejado de ellos. Tan sólo el miedo a los cosacos lo mantenía unido al grupo.
“Cuando llegó la noche, el coronel Blancard ordenó a Bouchot y a Lucien que montaran la primera guardia. A media noche, unos gritos nos despertaron. Bouchot nos indicó la presencia de los cosacos abalanzándose sobre nuestro improvisado campamento. En efecto, un grupo de doce cosacos nos habían descubierto y, creyéndonos presa fácil, se lanzaron contra nosotros. En la pequeña batalla que entablamos entonces, pude observar cómo Blancard aprovechaba la confusión reinante para apuntar con su pistola al capitán Rivet, disparándole por la espalda. Como pudimos, escapamos de aquel lugar, y entonces nos dimos cuenta que también faltaba el coronel. Creyéndolos muertos, pues Bouchot y Lucien aseguraron a Gaveau que, por lo menos a Rivet, ellos habían visto como uno de los cosacos le disparaba cuando intentaba huir, el capitán ordenó que continuáramos nuestro camino, pues nada se podía hacer por los desdichados. Sin embargo, un nuevo ataque de los cosacos nos obligó otra vez a dispersarnos. Yo me quedé sólo y, sin saber cómo, regresé a nuestro antiguo campamento, donde pude observar como los cosacos interrogaban al coronel Blancard, al que habían hecho prisionero. Desde mi escondite pude escuchar como éste les ofrecía información a cambio de su libertad, y pude ver cómo los cosacos le permitían escapar después de que les proporcionó algunos datos sobre la posible ubicación de nuestras columnas. Sin embargo, también fui testigo de cómo, después de algunos minutos, los cosacos se lanzaban alegremente en su persecución. El pobre diablo había sido engañado por las promesas de libertad de esos hombres. No supe más de Blancard por aquellos momentos. En un rincón del campamento observé después el cuerpo inerte del capitán Rivet. Creyéndolo muerto, decidí alejarme del lugar con muchas precauciones para evitar ser descubierto por nuestros enemigos.
“No volví a ver a ninguno de los del grupo hasta el año de 1825, bajo el reinado de Carlos X. Yo era ya sargento y me encontraba adscrito al regimiento acantonado en la ciudad de Lyon, cuando llegó a la puerta del cuartel una pequeña fuerza encabezada por un capitán. Yo me encontraba de guardia en aquellos momentos al mando de un pelotón. De inmediato reconocí al capitán Eugene Gaveau. Le permití el paso. Él también me reconoció. Después de presentarse ante el general Nordmann y de informarle que había sido designado a aquellas fuerzas como parte de su Estado Mayor, buscó un momento para entrevistarse conmigo. Para ello, ya caída la noche, mandó que me llevaran a su habitación.
“Después de los saludos de rigor, el capitán me invitó una copa y me preguntó si sabía algo de nuestros antiguos compañeros, a lo que yo respondí que no sabía nada en absoluto, lo cual era verdad. Entonces decidió darme algunas noticias de ellos. Tras el segundo encuentro con los cosacos, él regresó a nuestro campamento, sin duda después de que yo me había ido, y al observar el cuerpo del capitán Rivet, se había acercado a él, comprobando que aún vivía. Refugiados en un pequeño bosque, Gaveau curó lo mejor que pudo a su amigo y, juntos, pudieron reintegrarse después a una columna francesa con la cual consiguieron salir del territorio ruso. No volvieron a saber nada de los demás, aunque ellos siguieron combatiendo hasta el final, en el momento en que Napoleón fue derrotado y exiliado en la isla de Elba. Cuando el Emperador regresó, ambos se volvieron a enlistar y participaron en la batalla de Waterloo. Ante esta nueva y definitiva derrota, el capitán Rivet decidió emigrar a la isla de Martinica, mientras que el capitán Gaveau permaneció en el ejército. Eso fue lo que me contó en aquel momento y yo le creí. Prometió que en otra ocasión me revelaría más cosas.
“Días después, el capitán me llamó de nuevo para continuar con nuestra plática. Me dijo entonces que Blancard había conseguido escapar de los cosacos y que, después de la guerra, acosado por sus acreedores, pues era muy aficionado al juego, había cambiado de nombre y se había enlistado en el ejército ruso. Todo eso lo había sabido por un capitán amigo suyo que había servido a las órdenes de Blancard. Respecto a Lucien y a Bouchot, nunca había vuelto a saber de ellos.
“Así pasaron unos años. Yo conseguí ascender a subteniente, y en 1829 nuestro regimiento recibió la orden de trasladarse a París. Así fue como, al año siguiente, me encontré participando en la represión que el rey ordenó contra los patriotas parisienses que se habían levantado en armas contra su tiranía. En una ocasión, el capitán Gaveau se acercó a mí y me llevó a un lugar apartado del cuartel. Cuando creyó que nadie nos escuchaba, me dijo que Blancard había sido descubierto por uno de sus acreedores en Moscú y que había sido denunciado y deportado a Francia. Cuando fue interrogado, ofreció revelar un secreto a cambio de que se olvidara la acusación de fraude que pendía sobre él. Según me dijo el capitán Gaveau, Blancard había asegurado a la policía militar que Lucien y yo habíamos asesinado al capitán Rivet para apoderarnos de un tesoro, mismo que nunca habíamos presentado ante nuestros superiores; que él, Blancard, había conseguido escapar gracias a que en aquellos momentos fuimos atacados por un grupo de cosacos, pero que nuestra intención también había sido la de matarlo a él. El miserable le había asegurado a las autoridades que si nos capturaban a Lucien y a mí, de seguro revelaríamos el destino del tesoro. Lo que yo no pude saber en esos momentos era que el famoso tesoro ya había sido rescatado por Blancard, aprovechando su posición en el ejército ruso y que éste, junto con Gaveau, me estaban tendiendo una trampa.
“En efecto, en aquel momento yo creí todo lo que el capitán Gaveau me dijo. Así que me propuso un plan de salvación. Fingiríamos mi muerte en uno de tantos ataques a las trincheras de los sublevados y unos amigos del capitán, que se encontraban en el otro lado, sacarían mi cuerpo, por lo que yo sería declarado como desaparecido por las autoridades del ejército. Entonces, cambiaría mi nombre por el de Dominique Lefebvre y, ayudado por mi protector, me retiraría a la ciudad de Burdeos para empezar una nueva vida como comerciante. Así se hizo. Yo estaba convencido de que el capitán Gaveau me había salvado la vida, pues éste me aseguró que en caso de juicio, las autoridades creerían más en las palabras de un coronel que en las de un suboficial. Así pues, en agradecimiento, le ofrecí mis servicios para todo lo que éste pudiera necesitar. En verdad que en aquellos años yo era muy ingenuo.
“Años después, en 1843, siendo ya un relativamente próspero comerciante bordelés, el capitán Gaveau me buscó para pedirme que cumpliera con mi promesa. Me comunicó que había llegado el momento de vengarnos. Según me comentó, Blancard había descubierto que el capitán Rivet seguía vivo y tenía intenciones de asesinarlo. Debíamos impedirlo. El plan que me propuso era el siguiente: aprovechando que oficialmente yo no existía, escribiría una carta, la cual firmaría con el nombre de Lucien (quien, por cierto, había muerto años atrás, éste sí de verdad, aunque en circunstancias algo misteriosas), y en la cual delataría al coronel ante las autoridades. Como yo no era muy bueno escribiendo, Gaveau se ofreció a redactarla si yo le entregaba un papel en blanco tan sólo con la firma que utilizaría. Así lo hicimos. No supe de ese asunto fuera de lo que el capitán me platicaba, pues constantemente acudía yo a una pequeña casa de campo que él había adquirido cerca de la ciudad de Burdeos, después de pedir su retiro del ejército. Ahora que lo pienso, en aquellos momentos siempre me pregunté de qué viviría el capitán, pues aunque no lo hacía con excesivos lujos, definitivamente no era de acuerdo a lo que su modesto sueldo de oficial retirado le permitiría.
“Así fue como me enteré que la policía comenzó sus averiguaciones, que en ellas había saltado mi antiguo nombre, pero que cuando sus investigadores acudieron a los registros del ejército para dar con mi paradero, en éstos sólo habían encontrado la fecha de mi supuesta muerte. El capitán decidió entonces que yo compartiera con él la enorme casa que poseía. Ninguno de los dos estaba casado y yo podría hacerme cargo de la finca cuando él tuviera que viajar a París, lo que hacía con relativa frecuencia. Acepté encantado, pensando que dicho ofrecimiento se debía a la amistad, aunque después supe que en realidad lo único que buscaba era tenerme controlado. Así que regresé a la ciudad y rematé la pequeña tienda que regenteaba. Unos años después, me comentó que el coronel Blancard, quien había escapado de la justicia, encontró la muerte en una riña, mientras discutía con otros borrachos. La noticia no me extrañó, pues sabía que el coronel era muy violento y dado a la bebida.
“A principios de 1856, el capitán me mandó llamar a su despacho. Había recibido una inquietante carta del capitán Rivet. Consumido por los remordimientos, había decidido viajar a París para presentarse ante las autoridades y denunciarnos a todos. Había que impedirlo, pues ello podía costarnos la cárcel a los dos. En primer lugar, Gaveau me pidió que le ayudara a escribir unas cartas en las que dejaríamos constancia de la forma en que el coronel Blancard había sido el responsable de todo lo sucedido, acusándolo además de haberse quedado con el famoso tesoro. Tras escribir las cartas, el capitán las guardó en su caja fuerte y me pidió que las entregara a las autoridades en caso necesario. Después, me pidió que acudiera al puerto de Havre para recoger al capitán Rivet y rogarle que antes de hablar con las autoridades, lo acompañara a Burdeos para que hablara con él.
“Así lo hice. Sin embargo, pase dos semanas en Havre sin que el capitán Rivet apareciera. Estuve vigilando todos los buques provenientes de Inglaterra, pues según me había dicho Gaveau, llegaría de la Martinica haciendo escala en aquel país, pero en ninguna de las embarcaciones procedentes de la isla británica aparecía registrado un pasajero con ese nombre.
“Regresé a Burdeos y allí, el mayordomo me informó que el capitán Gaveau se había marchado a Marsella y había pedido que lo alcanzara en cuanto llegara. Con la dirección que el mayordomo me proporcionó, partí de inmediato a este puerto mediterráneo. Cuando llegué allí, el capitán me informó que había recibido una nueva carta de Rivet en la que éste le informaba de su decisión de posponer el viaje y que permanecería en la Martinica. Según me dijo, había enviado una carta para avisarme al puerto de Havre, pero sin duda se había perdido en el camino o había llegado cuando yo había emprendido ya el regreso. Una vez más, le creí. Además, me dijo, había decidido abandonar Burdeos y trasladarse al puerto de Marsella, pues el médico le había dicho que los aires de mar le caerían bien a su salud. Sabiendo que en efecto su salud se había deteriorado últimamente, no cuestioné su decisión y, ante su insistencia, me apresté a instalarme junto con él en Marsella.
“Un año después, Gaveau me pidió que partiera a la Martinica para llevarle una carta al gobernador de la isla y, de paso, saludar al capitán Rivet e informarle que pronto iría a verlo. Cuando llegué a la isla, me enteré que el capitán Rivet había sido detenido acusado de asesinato y alta traición. Presa del miedo, decidí en seguida escribir al capitán Gaveau para comunicarle lo sucedido, y después me las ingenié para asistir a la audiencia en que se le leerían al viejo capitán los cargos que se le hacían. Escondido entre el público, pude escuchar lo que sucedió en el tribunal. Entonces comprendí toda la verdad. Cuando el capitán mencionó mi nombre, me estremecí, y aunque yo sabía que podía salvarlo, el miedo se apoderó de mí y me convirtió en un cobarde.
“Cuando salí del tribunal, busqué un lugar tranquilo donde aclarar mis pensamientos. Ahora lo entendía todo. El capitán Gaveau nos había traicionado a ambos. Él había denunciado a su amigo, había inventado los cargos en su contra, y ahora estaba seguro que él había mandado asesinar a Blancard y de seguro, también a Bouchot.
“Ahora comprendía el por qué me había hecho cambiar mi nombre. Si yo me atrevía a hablar en estos momentos, de seguro sería juzgado por desertor, pues no podría revelar el verdadero motivo por el que lo había hecho sin comprometerme a otra investigación que me convertiría en culpable de robo, asesinato y traición, de acuerdo a la denuncia que supuestamente Blancard había hecho en mi contra. El miedo me paralizó y me impidió salvar la vida del único hombre inocente de aquel grupo de seis personas que cometieron tantas atrocidades escudados en el pretexto de la guerra.
“Regresé a Francia y decidí ocultarme, sospechando que los crímenes de Gaveau se dirigirían ahora contra mí, ya que era la única persona que podía denunciarlo. Sin embargo, repito, yo era un cobarde y nunca lo hice. Cuando murió Gaveau, en 1864, realicé unas cuantas investigaciones en los archivos judiciales y así pude enterarme que Blancard nunca había sido capturado ni mucho menos me había denunciado como responsable de las atrocidades cometidas en esa pequeña cabaña rusa. Busqué entonces en los archivos militares y descubrí que en el expediente de Blancard se había anotado su muerte durante la retirada de Rusia, aunque después apareció una anotación fechada en 1857 que revelaba su aparición en la isla Martinica bajo el supuesto nombre de Rivet.
“Aún así, el miedo me impidió de nuevo presentarme ante las autoridades. Aunque quizá presente algunos errores producto del desconocimiento que tengo de algunos de los eventos que pudieron conducir a este desenlace, creo que todo pudo haber sucedido así:
“El capitán Gaveau, en unión con Blancard y Bouchot, habían decidido deshacerse de Rivet para quedarse ellos con todo el tesoro. Así, Gaveau observó como el coronel disparaba contra Rivet mientras nos atacaban los cosacos. Después regresó por casualidad al campamento, y al comprobar que su amigo aún vivía, aunque muy malherido, decidió salvarlo, pero no por amistad, sino por interés, pues quería utilizarlo como chantaje contra Blancard, cuando llegara el momento de recuperar el tesoro. Así, les ocultó la salvación de Rivet y a éste le hizo creer que no sabía nada de los demás.
“Cuando acabó la guerra, Blancard se enlistó bajo un nombre supuesto en el ejército ruso, y así pudo acceder al antiguo monasterio donde habíamos ocultado el cofre. Sin embargo, Bouchot y Gaveau se enteraron que Blancard los quería traicionar, quedándose con el tesoro para él sólo, por lo que Bouchot se dirigió a Rusia y lo asesinó, pasando la fortuna a manos de ellos dos. De esa forma, Blancard ya no vivía cuando Gaveau me hizo creer que me había denunciado.
“Cuando Gaveau llegó a Lyon y me reconoció en el cuartel, comprendió que podía ser un peligro para él, pues yo sabía la verdad de lo ocurrido durante la retirada de Rusia. Por ello, se fingió mi amigo y después, simulando una persecución judicial en mi contra, me convirtió en desertor y delincuente sin que yo me diera cuenta de ello. Así, yo ya no podría denunciarlo, pues si me presentaba ante las autoridades con mi verdadero nombre, sin duda sería colgado, como ya mencioné en otra parte de esta carta.
“Después, en 1856, me envió a Havre con el pretexto de buscar al capitán Rivet e impedir que nos denunciara. Sin embargo, el capitán Rivet llegó por el puerto de La Rochelle, y se dirigió de inmediato a Burdeos, donde se entrevistó con el capitán Gaveau. Éste fingió su muerte, obligando así a Rivet a regresar a la Martinica. Esto lo supe cuando en el juicio escuché decirlo al capitán Rivet. Por supuesto, nadie le creyó. Estoy seguro que Gaveau me envió al Havre para impedir que viera al abuelo de usted. Comprendí también, en esos momentos, el repentino cambio a Marsella.
“Sin embargo, Gaveau sabía ahora que Rivet podía hablar con las autoridades en cualquier momento, por lo que decidió enviar a Bouchot a la Martinica para que lo extorsionase, amenazándolo, en nombre del coronel Blancard, de hacerlo culpable de todo. Así, Rivet murió pensando que Blancard aun vivía y que era el causante de todas sus desdichas. Tras presentarse con Rivet, Bouchot fue despedido por éste con amenazas, por lo que decidió vigilarlo en espera de un mejor momento. Así fue como se enteró que pretendía trasladarse a París tras denunciar a Blancard y a él mismo. Éste le escribió a Gaveau contándole lo sucedido, por lo que el capitán decidió actuar con rapidez. Gracias a los contactos que su dinero le proporcionaba en la oficina del procurador imperial, pudo tener en sus manos la carta que Rivet le dirigió antes de que éste funcionario la viera. Después de leerla, decidió enviar un anónimo denunciando el paradero de Rivet, reviviendo así el proceso que se había iniciado en 1845 por la denuncia que yo, sin conocer su contenido real, había firmado. En esa denuncia, ahora lo sé, se acusaba al coronel Blancard de haber asesinado a Rivet y usurpado su nombre. Ya que Blancard estaba muerto y ambos militares tenían un gran parecido físico, la mentira no podría ser descubierta. Además, para evitar cualquier contratiempo, Gaveau mandó asesinar a su antiguo compañero Bouchot, pues comprendió que si Rivet mencionaba su reciente entrevista con él, éste sería detenido y podría denunciar a Gaveau. Para ello, no faltaron en la Martinica matones dispuestos a cometer cualquier crimen por un puñado de monedas. Por supuesto, se encargó de que su antiguo amigo fuera también acusado de la muerte de Bouchot. Así fue como el capitán Rivet fue encontrado culpable y condenado a muerte. Gaveau, sin embargo, no pudo disfrutar mucho tiempo más de su dinero, pues como ya dije, murió en 1864, desgraciadamente de forma tranquila, en su casa de Marsella. Simplemente murió de viejo.
“Eso es todo lo que sé. El miedo me impidió salvar a Rivet y me impidió también confesar mi culpa ante las autoridades. Ahora que mi vida se acerca a su final, he querido escribir esta carta tras averiguar que uno de los nietos del infortunado capitán se encuentra en París. Ruego para que esta confesión le ayude a perdonarme por el daño que le causé a su abuelo inocente y que su perdón me permita salvar mi alma del castigo eterno, aunque estoy consciente del gran daño que cometí con mi silencio.
“Antoine Danglars.”