martes, 23 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (6a PARTE)

CAPÍTULO IX


Al día siguiente, el capitán Rivet y el coronel Giscard se presentaron en la mansión del nuevo gobernador, Monsieur Armand Louis Joseph Denis, conde Fitte de Soucy, donde Giscard había tenido la precaución de solicitar una entrevista desde el día anterior. Al pasar a la oficina, los tres hombres se encerraron y permanecieron así por más de tres horas. Cuando salieron, Jean Baptiste Rivet se veía distinto. Las sombras que cruzaban su semblante el día anterior habían desaparecido y ahora se veía alegre y confiado. El gobernador había prometido ayudarles en todo, y sabía que era un hombre muy influyente. Sin duda alguna, sus contactos en París se encargarían de castigar a los culpables de tantas atrocidades. Además, el viejo capitán había tomado una decisión definitiva. Si era necesario, él mismo comparecería ante el juez que se encargara del proceso y respondería por su parte correspondiente de culpa en aquellos acontecimientos. El miedo a la cárcel no lo entristecía, con tal de que su conciencia estuviera tranquila. ¡Qué equivocado estaba y qué tan lejos de conocer la enorme perfidia de sus enemigos! No podía imaginar la enorme tragedia que se cernía en esos momentos sobre su cabeza.
Un mes después, el capitán Rivet se encontraba cenando en compañía de toda su familia, incluyendo a su yerno que había venido desde Guadalupe para recoger a su esposa y a sus hijos, así como del coronel Giscard, quien había aceptado gustoso la invitación de su amigo.
En el momento en que los criados empezaban a servir el primer plato, se escucharon unos fuertes golpes en la puerta. Uno de los criados se dirigió a la entrada para ver que ocurría, y en el comedor pudieron entonces escuchar una voz que con un tono fuerte y vibrante decía:
- ¡En nombre de la ley!
Inmediatamente se abrió la puerta del comedor y un comisario, ceñido con su faja, penetró en la habitación seguido de cuatro soldados armados conducidos por un cabo.
La inquietud dejó paso al terror.
- ¿Qué sucede? –preguntó el coronel Giscard dirigiéndose hacia el comisario, a quien conocía bien-. Con seguridad, señor, existe una equivocación.
- Si es así, señor Giscard, créame que pronto será reparada. De momento, soy portador de una orden de arresto, y aunque sea muy lamentable cumplir mi misión, debo cumplirla. ¿Quién de ustedes, señores, es Jean Baptiste Rivet?
Al escuchar su nombre, el capitán se levantó de su silla y dijo:
- Sabe de sobra que soy yo, señor. ¿Qué desea?
- Jean Baptiste Rivet, en nombre de la ley y del emperador, le detengo.
- ¿Qué usted me detiene? –exclamó el anciano con ligera palidez-. Pero, ¿por qué?
- Lo ignoro, señor, pero en su primera audiencia lo sabrá.
La asustada Marie se lanzó sobre el comisario, suplicando y llorando que no se llevaran a su padre, asegurando que era inocente de cualquier crimen que se le pudiera achacar. Francois Perret y el coronel Giscard intentaban alejarla mientras trataban de averiguar el porqué de la detención tan intempestiva del capitán. Los tres niños lloraban mientras miraban a los soldados que se llevaban a su abuelo, y recordaban sus palabras cuando él les aseguró que éstos eran delincuentes. ¿Qué le harían esos hombres a su abuelo? De seguro lo iban a asesinar, ya que, por lo visto, los soldados eran muy malos.
El viejo capitán, sin saber que sucedía, siguió sin decir nada a los guardias que lo llevaron a la comisaría. Una vez allí, y pese a las airadas protestas de su familia y del coronel, fue encerrado en una celda e incomunicado por órdenes del procurador general del imperio, quien desde París había enviado la orden de aprehensión y había comunicado la pronta llegada de un fiscal, quien se encargaría del proceso del anciano militar.
Dos semanas después, el fiscal enviado desde París desembarcó en Fort-de-France. Era un hombre delgado, con un rostro impasible cubierto de largas barbas y vestido demasiado elegante para los climas tropicales de la isla Martinica, mismos que no tardó en maldecir.
Después de sostener algunas entrevistas con el juez de la isla y con el gobernador, se fijó la fecha para la primera audiencia. Una vez en ella, estando presentes los familiares del detenido, a éste por fin le fueron leídos los cargos que se le imputaban.
- Jean Baptiste Rivet, o mejor dicho, Pierre Blancard –dijo el juez-, se le acusa del asesinato del capitán Jean Baptiste Rivet, del coronel príncipe Gondorov, del capitán retirado Eugene Gaveau y del teniente retirado Armand Bouchot, cuyo cadáver fue encontrado hace dos semanas con una nota suya dentro del bolsillo del chaleco, citándolo en el lugar donde encontró la muerte; así como de la usurpación del nombre del ya mencionado capitán Rivet y de traicionar a su patria en época de guerra extranjera. ¿Cómo se declara el acusado?
Al escuchar estas acusaciones, Marie profirió un grito y se desmayó. El viejo capitán sintió que el mundo se le venía encima. Al escuchar el primer cargo, se había dado cuenta de lo bien que sus enemigos habían planeado el golpe que ahora le inflingían. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Cómo habían llegado a él? Ese miserable de Bouchot debía saberlo todo, sin embargo, para su desgracia, parecía que ahora estaba muerto.
Una enorme duda lo asaltó al llegar a este punto de sus pensamientos. Él no había matado a Bouchot, ni mucho menos lo había citado enviándole una nota. Sabía que este hombre había venido especialmente para amenazarlo en nombre del coronel Blancard, lo que de por sí resultaba ridículo. Pero ahora que había sido asesinado, ¿cómo saber quién lo había enviado? ¿Y si Bouchot lo había engañado para extorsionarlo? Por otro lado, la acusación de asesinato en contra de su amigo Eugene lo había desconcertado. Él se había suicidado. ¿Cómo no saberlo si él lo había visto? Pero entonces, ¿quién estaría detrás de todo esto? ¿Quién lo acusaba? No podía entender que alguien fuera capaz de urdir semejante maquinación en su contra. Decidió entonces aferrarse a su única esperanza de salvación: ¡Tenía que demostrar que Blancard seguía vivo y que él se encontraba detrás de esta infamia! Con esta convicción resolvió comenzar su defensa, por muy difícil que ésta fuera.
- Soy inocente –dijo entonces Rivet.
- ¿Inocente? –dijo el fiscal-. ¿Niega acaso que usted participó en la invasión francesa a Rusia en 1812? ¿Niega que allí conoció al capitán Rivet? ¿Qué llevado por la ambición lo obligó a asesinar a un noble ruso para robarle y que después usted mismo asesinó a dicho capitán? ¿Qué después decidió ocultar su verdadera identidad haciéndose pasar por el capitán Rivet, aprovechando que tenía un notable parecido con él? ¿Niega que entonces decidió refugiarse en la Martinica para así escapar de los únicos hombres que podrían haberlo reconocido como un impostor, el capitán Eugene Gaveau y el teniente Armand Bouchot? ¿Niega que hace unos meses viajó usted a Francia, se presentó en la casa de campo del capitán Gaveau fingiendo ser su amigo Rivet y aprovechó esto para asesinarlo, haciéndole creer a sus criados que se trataba de un suicidio? ¿Qué cuando el teniente Bouchot encontró su pista y se presentó ante usted en la Martinica, usted decidió asesinarlo también, como lo hizo? ¿Niega por último, que durante la retirada de Rusia, en 1812, fue capturado por los cosacos, quienes decidieron perdonarle la vida y dejarlo en libertad después de que usted les proporcionara una valiosa información sobre el estado de nuestras tropas y el punto exacto en que se encontraba una columna, lo que provocó que esos cosacos cayeran por sorpresa sobre ellos y los aniquilaran? ¿Niega todo esto?
- Sí, lo niego –alcanzó a decir Rivet, asombrado ante el cúmulo de hechos delictivos que el fiscal le había achacado-. Tan sólo reconozco mi participación en la campaña de Rusia de 1812, lo cual, desde luego, y a menos que las leyes hayan cambiado, no creo que sea un delito, así como el asesinato del coronel príncipe Gondorov, aunque he de afirmar que lo hice siguiendo órdenes superiores y, además, por tratarse de un oficial enemigo en periodo de guerra, dudo mucho que también se me pueda juzgar por ese motivo.
- Señor Blancard -dijo con frialdad el fiscal-, ha de saber que hemos seguido su pista desde hace tiempo. Su caso nos fue presentado hace más de diez años a través de una denuncia realizada por uno de los hombres que se encontraba bajo su mando cuando pasaron la mayor parte de estos desagradables acontecimientos, y desde entonces estamos en su búsqueda. Desde luego, este tiempo no ha pasado en vano, pues hemos conseguido acumular pruebas suficientes de su culpabilidad, las suficientes para que este tribunal lo condene a muerte. Además, unos sobres que encontramos al registrar su habitación y que pertenecieron al capitán Eugene Gaveau, prueban que usted asesinó a esas personas en Rusia. ¿Tiene usted algo que decir? Por otro lado, coronel, ¿por qué no le dice a este tribunal donde quedó el tesoro del que usted se apoderó en Rusia y que nunca presentó ante sus superiores?
El capitán se quedó estupefacto. ¿Las cartas de Eugene decían eso? Él nunca las había abierto, pues en la carta que su amigo le dejo al morir le pedía simplemente que las guardara, pues eran la prueba de que Blancard había ordenado todo aquello. Entonces, sin quererlo, Eugene lo había perjudicado. Si estos hombres creían que él era Blancard y no Rivet, esas cartas lo inculpaban por completo. ¿Por qué hizo caso a Eugene y quemó su carta? Esta le hubiera podido ayudar a demostrar que Eugene sabía que él no era Blancard.
Decidido a probar su inocencia, Rivet tenía que saber, en primer lugar, quien lo había denunciado hacía diez años, como acababa de informarle el fiscal. “Alguien que estuvo bajo mi mando en aquellos trágicos acontecimientos” –pensó el capitán. “¿Quién podrá ser? Bajo esa premisa sólo quedan tres nombres: Bouchot, Danglars y ese otro soldado cuyo nombre no consigo recordar. Podría haber sido Bouchot, pero ¿cómo saberlo? Ya está muerto. Danglars, aunque lo conocí poco, siempre me pareció un buen hombre. Así pues, sólo queda el otro soldado. Pero ¿será él? Y siendo así, ¿dónde estará?”
Entonces, Jean Baptiste preguntó al fiscal:
- ¿Puedo saber quien fue el autor de la denuncia que usted mencionó?
- Por supuesto, señor Blancard. Esa denuncia iba firmada por el sargento Marechal y fue corroborada por el capitán Eugene Gaveau.
Al escuchar esto, Rivet se sobresaltó. ¿Eugene Gaveau había corroborado la denuncia en su contra? ¿Su amigo Eugene? ¡Debía haber una equivocación en ello! Seguro no había escuchado bien y el fiscal había dicho otro nombre. Se atrevió a preguntar:
- Perdón, ¿mencionó usted que el capitán Eugene Gaveau corroboró la denuncia de ese sargento?
- Así es, señor Blancard. El capitán Gaveau en persona acompañó al sargento Marechal cuando éste realizó la denuncia. Pero es inútil que perdamos el tiempo con esto. El capitán Gaveau está muerto.
Sin embargo, el capitán tuvo en ese momento una súbita esperanza.
- Danglars –gritó-, que busquen a Danglars. Él puede probar mi inocencia.
- ¿Se refiere, sin duda, al subteniente Antoine Danglars, a quien nosotros buscamos inútilmente durante nuestras pesquisas? Lamento decirle que el señor Danglars falleció en 1830, combatiendo heroicamente contra los amotinados de París, durante aquella revolución que provocó la renuncia al trono del rey Carlos X.
Al escuchar esto, Rivet bajó la cabeza, totalmente abatido. Danglars hubiera sido su única salvación, pero también estaba muerto. Sin embargo, al fondo de la sala, un hombre se había estremecido al escuchar este nombre, pero como todos los presentes estaban muy atentos a las palabras del fiscal, nadie reparó en ello. El juicio fue rápido ya que el capitán no pudo defenderse, pues cuando narró su versión de lo sucedido en Rusia, ni el juez ni el fiscal le creyeron. En ningún momento dejó de protestar su inocencia. Dos semanas después, el juez lo condenó a muerte, sentencia que se cumplió a los tres días, cuando el anciano fue llevado a la guillotina. Además, todos sus bienes fueron confiscados por el Estado debido a que se trataba de un delito contra la Patria.
Marie Rivet nunca se pudo recuperar del golpe recibido. Murió cuatro años después, en 1861, sumida en la amargura que le provocó el suicidio de su marido, quien un año antes decidió pegarse un tiro para acabar con la vergüenza que la condena del viejo capitán significó para todos ellos. Además, desde aquel infausto acontecimiento, nadie había querido tener tratos comerciales con el yerno de un traidor condenado a la pena máxima, lo que había arruinado por completo a la familia.
Tan sólo el viejo coronel Giscard había acompañado a los Rivet en su dolor, y a la muerte del señor Perret, se había encargado de cuidar a su familia, en especial a los niños, a quienes brindó la mejor educación posible y todo el cariño necesario para que pudieran olvidar su trágica infancia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario