miércoles, 17 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (2a PARTE)

CAPITULO II


Al día siguiente, aproximadamente a las nueve de la mañana, Rivet salió de su mansión y en una pequeña berlina conducida por un criado negro, se dirigió a una casa vecina donde todos los jueves se reunía con dos veteranos del ejército que, como él, habían emigrado a la Martinica, para recordar sus hazañas guerreras. Eran prácticamente sus únicos amigos en la colonia, y esa era la única reunión social a la que asistía. Ni siquiera acudía a las fiestas que organizaba en su mansión el gobernador de la isla.
El capitán penetró en la casa, donde se encontraba esperándolo el coronel barón Maurice Giscard. Éste recibió a su amigo con un caluroso abrazo:
- Jean, ¿cómo has estado? Espero que bien. Pero pasa, por favor.
Ambos penetraron en la estancia donde no tardaría en llegar el tercer invitado, y el coronel Giscard llamó a un criado para encargarle una copa de vino de Burdeos y una taza de té para Rivet. El ritual nunca cambiaba.
- ¿Sabes? -dijo Giscard-, he recibido carta de Adrián Woll, desde México.
- ¿Adrián Woll? ¿Quien es?
- Un viejo compañero de armas. Siendo hijo de un buen amigo mío, ingresó a mi batallón como recluta en 1810. Hace tiempo supe que marchó a México, en 1817 para ser más exactos, con la expedición de un tal Mina, español por cierto, para cooperar con la independencia de ese país respecto de España. Después le perdí el rastro. Sin embargo, hace dos días recibí carta de México. No se cómo habrá conseguido mi dirección. En ella me cuenta Adrián toda su historia, que por cierto, es muy interesante. ¿Quieres oírla?
- Por supuesto, cuéntamela, siempre es agradable conocer la vida de los viejos compañeros de armas -dijo Jean Baptiste.
- Bueno, intentaré ser breve. Primero has de saber que en 1821, una vez que México logró su independencia, se naturalizó mexicano. Para 1832 ya era coronel y participó en un pronunciamiento contra el presidente mexicano, un tal Bustamante. En 1835 fue nombrado General de División. Desde 1853 es Gobernador y Comandante Militar del Departamento de Tamaulipas. ¿Qué te parece?
- Pues me alegro por Adrián. Aunque en cierto modo es deprimente que, habiendo sido sus superiores, ahora él sea general y gobernador de provincia y nosotros nos hayamos retirado como capitán y coronel, ¿no te parece?
- Sí, sin embargo, bien puedo decirte que se lo merece. Aún me parece verlo a los quince años cuando fue enlistado y conseguí que se le asignara como trompeta de órdenes a mi batallón. Aquello fue en 1810. Era un adolescente, casi un niño, pero era un soldado valiente que no le temía a las balas. ¡Ah, qué tiempos aquellos!
- Sí, todo eran triunfos para nuestras armas, el ejército estaba cubierto de gloria, todos los países nos temían y sobre todos mandábamos. En cambio ahora... El Emperador ha de someterse a lo que le digan Inglaterra y Rusia.
- Eso no es cierto, Jean -dijo Giscard-. Sabes bien que es el Emperador el que rige las relaciones europeas.
- Bueno, sí, pero ¿a costa de qué? De aliarse con nuestra gran enemiga, con Inglaterra. ¡Ah! Su tío Napoleón ha de estar revolviéndose del coraje en su tumba.
- Pero Jean, los tiempos han cambiado, Francia necesitaba de la ayuda de Inglaterra en Crimea.
- Napoleón I hubiera derrotado sólo a los rusos, sin la ayuda de ingleses y piamonteses. Además, ¿a quién ayudábamos en Crimea? A los turcos. A esos infieles. ¡Ah! ¡No puede ser, no puede ser! ¡Qué tiempos! y para colmo, ¿recuerdas que hace dos años visitó París la reina Victoria de Inglaterra con el príncipe Alberto, su esposo? ¿Cuándo hubieras visto algo así en época del Gran Napoleón?
- Los tiempos cambian, Jean. Ahora necesitamos de la alianza de Inglaterra para contrarrestar el poder de prusianos y austriacos. Solos no podemos hacerlo. Pero mejor cambiemos de tema ¿quieres?
- De acuerdo, tienes razón. ¿De qué quieres que hablemos?
- Adrián me cuanta también de las continuas revoluciones que asolan a su país adoptivo, en muchas de las cuáles él mismo ha tomado parte. Sin embargo, no creo que hayan tenido la magnitud de las que han asolado a Europa en los últimos años.
- ¿Te refieres a las del año de 1848?
- Exactamente. Ha sido el año más agitado que recuerdo. En nuestra patria cayó el odiado rey burgués, Luis Felipe de Orleáns, se proclamó la 2ª República y subió a la presidencia el ahora Emperador Napoleón III. En Austria, cayó el emperador Fernando y subió al poder Francisco José I de Habsburgo, nuestro actual enemigo, en Baviera Maximiliano II José de Wittelsbach...
- ... en Dinamarca, Federico VII de Oldemburgo; en Cerdeña, nuestro aliado Víctor Manuel II de Saboya; en Holanda, Guillermo III de Nassau-Orange;...
A los dos ancianos les gustaba ese juego de memoria en el que pugnaban por ver cuál de los dos tenía más conocimiento de la política europea, situación admirable si se toma en cuenta que las noticias llegaban a Martinica con varios meses de retraso.
- Sí, que año aquel. Fue tremendo. En casi todos los países hubo cambio de reinado y en muchos de ellos hubo revoluciones. Por cierto, ¿supiste que se realizó otra manifestación en pro de la unificación italiana en Roma? –dijo el coronel.
- Algo leí al respecto en “El Moniteur”. El papa Pío IX ha de estar furioso. Como sabes, él es de tendencias absolutistas desde la sublevación de las Romañas y teme perder sus estados con la unificación.
-¡Y los perderá! Eso tenlo por seguro. Creo firmemente que el rey de Italia será Víctor Manuel II de Cerdeña, pues es el más interesado en la unificación.
- Y, ¿sabes una cosa? Lo de Italia sí que sería una empresa que deberíamos de apoyar, pues eso constituiría un freno a las aspiraciones austriacas en la península y le restaría poder a nuestros enemigos.
- Estoy de acuerdo contigo, pero parece que el Emperador no se decide abiertamente, pues ello implicaría de seguro una guerra con Austria.
- ¿Y qué con eso? -se enojó Jean Baptiste-. Francia es demasiado fuerte como para temerle a Austria. Además, ésta se encontraría sola en esa guerra, pues Prusia está más que nadie interesada en que se debilite y no la ayudaría. Inglaterra tampoco se metería en el asunto. ¿Quién nos queda? ¿Los rusos? Están demasiado ocupados en su expansión por Asia y no mantienen buenas relaciones con Austria. Definitivamente, los austriacos estarían solos.
En eso, una voz sonora y firme los interrumpió:
- ¡Atención! ¡De pie! ¡Firmes ante su superior! ¿O es que tendré que reportarlos por indisciplina?
Giscard y Rivet se pusieron de pie, al tiempo que saludaban a aquel hombre.
- ¡General Troyes, que alegría verlo! Hace mucho que no sabíamos de usted –dijeron con ironía los dos veteranos, pues se habían visto hacía apenas una semana-. ¿Cómo ha estado? Por favor, siéntese.
- Gracias muchachos, gracias.
- ¿Muchachos? ¡Favor que usted nos hace, general!
Una vez que estuvieron sentados, un criado les sirvió en sus copas un sabroso vino de Burdeos. El general Troyes comenzó entonces la conversación con un lacónico:
-¿Cómo han estado?
- Muy bien, general -dijo Giscard-. Recordando el pasado, como todos los viejos.
- ¡Ah, los viejos tiempos! ¡Quién pudiera volver a ser joven! No saben como extraño los campos de batalla. Desde que subió al trono Luis XVIII, no he vuelto a pisar uno. ¿Recuerdan cuántas batallas peleamos juntos? Las primeras, Bregenz y Hollabrunn, después vino la gloriosa Austerlitz. ¡Qué batalla aquella! Qué paliza les dimos a los austrorrusos, ¿recuerdan?
- ¿Cómo no recordarlo, general? -dijo Jean-. La fabulosa estrategia del Emperador aunada con la estupidez de Weirother, nos dieron una gran victoria.
- ¿Recuerda, general -intervino Giscard- cuando al frente de nuestros batallones nos lanzamos contra las tropas de Kutusov? En aquella ocasión, el mariscal Soult nos condujo al ataque con maestría.
- Así es -dijo Troyes-. Pero hay que reconocer que los que se llevaron la palma del valor fueron Davout, Friant y Heudelet, que hicieron frente a más de treinta y cinco mil rusos con sólo siete mil infantes y cuatro mil jinetes.
- ¿Y qué tal cuando el 13º ligero ocupó Blaziowitz a la bayoneta, expulsando de allí a toda una división rusa? -dijo Jean-. Desgraciadamente allí murió el valeroso coronel Castex. Usted lo conocía bien, ¿no es así general?
- Así es, y puedo asegurarles que Castex era un hombre como hay pocos. Era un valiente en toda la extensión de la palabra. Recuerdo una vez, allá por el año de 1800, el 14 de junio para ser más exactos, combatíamos contra los austriacos en la batalla de Marengo. Alexandre Castex y yo pertenecíamos al mismo batallón, ambos con el grado de capitán. En algún momento de la lucha, nuestro batallón quedó cercado por las tropas austriacas. Un batallón nos atacaba de frente y otro de lado, tomándonos con un fuego cruzado que nos causaba muchas bajas. De repente, vimos aparecer un escuadrón de húsares austriacos que se lanzó sobre nosotros. Rápidamente nos formamos en tres cuadros para resistir la carga. Los dos primeros cedieron pronto al empuje de los húsares. El tercero, en el que se encontraba Alexandre Castex, resistió mejor al enemigo y logró detener la carga. Los austriacos se retiraron un poco y prepararon otro ataque sobre el tercer cuadro.
“Algunos de los fugitivos de los otros cuadros, aprovechamos ese momento para correr en dirección al tercero. Cuando yo estaba por llegar, fui divisado por un húsar austriaco que inmediatamente se lanzó en mi persecución seguido de dos compañeros más. Castex vio lo que ocurría y, saliendo de la formación, corrió en mi ayuda. Llegó cuando yo estaba a punto de ser alcanzado por los tres jinetes. Rápidamente sacó su bayoneta y la lanzó sobre el primer jinete con tan buena puntería que el desgraciado cayó con el pecho atravesado por ella.
“Castex se apoderó de su caballo y de su sable y se lanzó sobre los dos restantes. Yo corrí a ayudarlo, pero uno de los húsares me alcanzó con su sable en el hombro izquierdo, por lo que caí a tierra. Castex se lanzó sobre él y de un sablazo le cercenó el cuello. Era fuerte como un toro, este Castex.
“El otro húsar prefirió emprender la retirada y reunirse con los suyos. Castex me recogió del suelo y me llevó en dirección al cuadro. Los austriacos atacaron y el cuadro resistió una segunda y tercera carga, pero a la cuarta estaba ya a punto de ceder, cuando llegaron en ayuda de nuestro ejército las tropas del general Kléber, provenientes de Egipto. Su llegada fue providencial, pues desconcertó a nuestros enemigos, que decidieron retirarse del campo de batalla, declarándose derrotados. Entonces fui llevado a un hospital de campaña. Como ven, le debo la vida al coronel Castex, pues si no es por él, de seguro que hubiera muerto a manos de aquellos tres austriacos.
- No sabíamos eso, general -dijo Giscard-. Sentimos mucho que muriera un hombre tan valeroso.
El general decidió cambiar de tema diciendo:
- ¿Y qué, Jean, ya no se acuerda usted cuando detuvo al general Desprez, pensando que era un espía prusiano? ¡Cómo nos reímos cuando llegó usted al puesto de mando con el general y se enteró de la verdad! ¿Lo recuerda usted, Maurice?
- ¿Cómo podría olvidarlo? ¡Fue tan divertido! ¡Ja, ja, ja, ja!
Se habían contado sus historias tantas veces, que todos se sentían ya parte de ellas y hablaban como si hubieran estado presentes y se conocieran desde la juventud, aunque lo cierto es que todos ellos se habían conocido en la Martinica y, aunque pelearon en el mismo ejército, nunca supieron de los otros en Europa. ¡Cosas de la vejez!
- ¡Yo no le encuentro tanta gracia! -dijo muy serio Jean-. Además no fue culpa mía. Habían pasado una circular con el retrato de un hombre que era muy parecido al general Desprez y que decía al calce de la figura que se trataba de un espía que se hacía pasar por oficial de nuestro ejército. Cuando vi al general, inmediatamente creí reconocer en él al espía, pues yo no conocía a Desprez. Para asegurarme, me acerqué a él y le pedí su documentación. Muy ofendido de que un simple teniente le exigiera que se identificara sin ningún motivo aparente, me dijo con voz airada que era el general de brigada Desprez y que no tenía que enseñarme sus documentos. Yo lo arresté y lo llevé con el general Moussin y éste me dijo inmediatamente que lo soltara y le diera una explicación del hecho.
“Sin comprender lo que pasaba, le expliqué lo sucedido y Moussin me contestó:
“- Ningún espía, teniente. ¿Acaso está usted loco? Se trata del general de brigada Raoul Desprez, del Estado Mayor Imperial.
“Muy turbado, le pedí disculpas al general Desprez, pero éste, furioso por lo acontecido, me gritó:
“- ¡Esto le costará caro, teniente! ¿Cuál es su nombre?
“- Teniente Jean Baptiste Rivet, general.
“- Pues bien, teniente Rivet, permanecerá usted bajo arresto por una mes, durante el cual grabará en su memoria los rostros de todos los generales del ejército y sus nombres, los que tendrá que recitarme de memoria para poder salir del calabozo. Eso es todo. Preséntese inmediatamente en la prisión militar del Cuartel. ¡Hay de usted, si me entero que no lo hizo! Puede retirarse.
“- Sí, señor.
“Y mientras todo aquello pasaba, el teniente Gaveau, el general Moussin y el coronel Chandon, no paraban de reír, en vez de ver cómo podían ayudarme.
- Y te costó un mes de arresto -dijo Maurice, aún con la risa en la boca-. Pero no puedes quejarte, te salvaste de treinta días de ejercicios de entrenamiento.
- Bueno, eso sí debo reconocerlo. Aunque pasé ese mes memorizando los nombres y retratos de todos los generales del ejército, fue mejor que marchar en los entrenamientos. Y a pesar de todo, aún recuerdo el nombre de bastantes de nuestros generales de entonces. Recuerdo al general Drouet D’Erlon, a Reille, a Vandamme, a Donzelot, a Durutte, a Jacquinot, a Foy, a Piré, a Domon, a Gerard, a Lobau, a Teste, a Pajol, a Subervic, a D’Exelmans, a Kellermann, a Milhaud, a Friant, a Morand, al valiente Cambronne, a Duhesme, a Lefebvre-Desnöettes, a Guyot, y en fin, a tantos otros que podría pasar horas diciéndoles nombres.
- Caramba, Jean, tienes una memoria realmente privilegiada.
- ¿Pero qué tal cuando tú, Maurice, en una práctica de tiro le volaste el chacó al sargento Giraud, que estaba entrenando con un pelotón a 50 metros de donde estábamos?
- Parece -dijo el general Troyes- que aún estoy viendo la cara furiosa del sargento cuando se volvió a ver quién había sido. Cuando lo vio a usted, Maurice, se acercó balbuceando unas disculpas por haberse atravesado en su ángulo de tiro. Sin embargo, luego se desquitó con sus soldados. No en balde era usted capitán y él sólo sargento. ¡Ja, ja, ja!
- Aún recuerdo sus disculpas -dijo Giscard-:
“- Sar...sargento Giraud, mi ca...capitán. Le pido disculpas por atravesarme en su...su ángulo de tiro. No volverá a o...ocurrir.” ¡Pobre diablo! ¡Y nosotros, riéndonos en sus narices!
- Señores -dijo el capitán Rivet-, propongo un brindis por los viejos tiempos, por el Emperador Napoleón, por el coronel Chandon y por el general Moussin, que en paz descansen.
- ¡Brindemos!
Los tres hombres alzaron sus copas y las chocaron entre sí.
Después siguieron platicando, contando anécdotas y disfrutando de los recuerdos. Tan sólo eran tres viejos militares retirados y reunidos lejos de la patria.



CAPITULO III


A las cuatro de la tarde en punto, después de comer con sus amigos, el capitán Rivet regresó a su mansión. Conocedores de sus viejas y arraigadas costumbres sociales, su hija y su yerno habían pasado la mañana visitando a algunas de sus amistades en la isla.
Al entrar a la casa, entregó a uno de los criados su levita, su sombrero y una pequeña bolsa de estraza con unas galletas de chocolate que había comprado camino a casa, en una confitería, ordenándole con un tono duro e imperioso de voz que las colocara en una bandeja cerca de su sillón preferido en la sala principal. Después, se dirigió a la biblioteca y se acomodó en el amplio sillón de cuero que se encontraba frente a su escritorio, para escribir unas cartas de negocios mientras esperaba la llegada de sus nietos. 
Dirigió una mirada melancólica al enorme cuadro con la efigie del Emperador, que le había heredado el general Moussin al morir, hacía cosa de quince años más o menos.
El encuentro con sus amigos siempre lo ponía de buen humor y le traía gratos recuerdos de su juventud, a la vez que le hacía pensar en sus antiguos compañeros a los que hacía más de cuarenta años que no veía. Todavía recordaba cuando Eugene Gaveau y él ingresaron al ejército y fueron destinados al batallón del entonces capitán Malet. Habían comenzado a tratarlo más directamente cuando fueron ascendidos a tenientes y desde entonces habían llevado una amistad muy fuerte.
Los tres combatieron juntos en varias batallas, codo con codo, batallón con batallón. Recordaba aún cuando, después de Borodino, allá por septiembre de 1812, los tres fueron ascendidos debido al valor demostrado en aquella batalla. Malet, que ya era mayor, había logrado el despacho de coronel y Eugene y él el de capitán, además de que los tres habían sido destinados a la Guardia Imperial. ¿Qué habría sido de Malet? Desde su llegada a la Martinica perdió contacto con él y nunca supo nada más. De repente, una sombra oscureció su rostro.
Estaba profundamente sumido en sus pensamientos, cuando fue bruscamente devuelto a la realidad por unos pequeños golpes en la puerta. Molesto por la interrupción en sus recuerdos, dijo secamente: ¡Adelante! De inmediato, uno de sus criados penetró en la habitación y le dijo:
- El coronel Giscard pregunta por usted, señor.
- ¿Giscard? –preguntó extrañado-. ¡Qué entre!
Maurice entró rápidamente. En su cara se podía ver que había ocurrido algo grave.
- Jean, ha sucedido una desgracia. El general Troyes acaba de morir.
- ¿Pero cómo? ¡Si acabamos de estar con él! ¡No puede ser!
- Desgraciadamente es verdad. Me lo informó un criado enviado por uno de sus hijos. Llegó a su casa, después de estar con nosotros, y se fue a recostar un momento, pues estaba muy cansado. Pero al querer subir las escaleras de su casa, se desplomó. Murió de un ataque al corazón.
- ¡No puede ser! ¡No puede ser!
- ¡Tranquilo, Jean! Será mejor que vayamos a ver a sus familiares para darles el pésame. ¿Vienes conmigo?
- ¡Por supuesto! Solamente voy por mi levita y mi sombrero y te acompaño.
Se dirigió a la puerta de la biblioteca y llamó a uno de sus criados, a quien solicitó ambas prendas. Mientras se las traían, buscó en su escritorio un papel en blanco para escribir un recado para su yerno, en el que le avisaba de lo sucedido.
Poco después, ambos se hallaban en la casa del general. En esos momentos aún había poca gente, debido a lo reciente de la muerte. Estaban dos de sus hijos que vivían en la Martinica, algunos amigos y, sentado en un rincón acompañado de su esposa y un pequeño grupo de personas, el gobernador de la isla, Monsieur Louis Henri de Gueydon, quien se encontraba en Fort-de-France en esos momentos.
Jean y Maurice se acercaron en primer lugar a los hijos del general para darles sus condolencias. Acto seguido, se dirigieron al gobernador y, tras haberlo saludado, tomaron asiento en un rincón de la pequeña sala donde se encontraba el cuerpo inerte del general Troyes.
Poco a poco comenzaron a llegar más personas, todas ellas pertenecientes a la aristocracia francesa que controlaba la isla. Jean y Maurice estuvieron un buen rato callados y con lágrimas en los ojos, pensando en todos los momentos agradables que habían pasado con el general Troyes, incluyendo el que había ocurrido tan sólo hacía unas cuantas horas.
De repente, Maurice le hizo una seña a Jean indicándole que salieran. Una vez afuera, se despidieron y partieron cada uno para su casa. El coronel Giscard se veía cansado, y su semblante denotaba una gran tristeza, salida de lo más profundo de su ser. Aunque en otras ocasiones había visto así a su amigo, Jean Baptiste no prestó mucha atención pensando que se debía a la muerte de Troyes.
Al llegar a su casa, uno de sus criados le dio un recado de su yerno indicándole que habían ido con los niños a pasear y que volverían por la noche. El viejo Jean Baptiste suspiró. Era mejor así, pues en aquellos momentos no se sentía con ánimo de platicar nada y menos de estar acompañado por un trío de chiquillos juguetones.
Entró al vestíbulo, se quitó la levita y encerrándose en su biblioteca, dio rienda suelta al llanto y a la tristeza. La muerte de Troyes lo había deprimido mucho, pues era uno de los pocos amigos que tenía en la isla. Además, eso le hacía pensar en lo cerca que estaba la de él y la de Maurice.
La certeza de la cercanía de su propia muerte siempre le traía terribles recuerdos. El recordar que en algún momento de su vida tendría que comparecer ante la justicia divina, removía en su conciencia un pasado que se empeñaba en olvidar.
“Yo no quise hacerlo, pero no me dejaron otra opción”, pensó. “Además, era un enemigo y estábamos en guerra. Así tuvo que ser. Pero, ¿y los niños? ¿Ellos que culpa tenían de nuestra guerra y de nuestra ambición?”
Sin dejar de llorar, se puso la ropa de dormir y se metió en la cama. Al día siguiente sería el entierro. Maurice había quedado de pasar por él. Pensando de nuevo en todos los tiempos pasados, el viejo militar quedó profundamente dormido.



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