jueves, 18 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (3a PARTE)

CAPITULO IV


Durante algunos días, el capitán Rivet no quiso abandonar su casa. Se hallaba profundamente conmovido por la muerte de su viejo amigo el general Troyes. Sin embargo, tenía que hacer algo para salir de su depresión, y qué mejor que la contagiosa alegría de sus tres nietecitos. Estaba a punto de llamarlos, cuando alguien tocó a la puerta de su biblioteca.
- ¡Adelante! –dijo.
- Soy yo, padre. Marie. ¿Cómo se encuentra?
- Mal, hija, mal. Sin embargo, precisamente estaba pensando en llamarte para que me trajeras a mis nietos, pues estoy seguro que su infantil alegría será la mejor medicina para este viejo nostálgico y solitario.
- Me alegro de escuchar eso, padre. Los niños salieron a montar a caballo, pero en este momento ordeno que vayan a buscarlos.
- Gracias, hija, te lo agradezco mucho.
Media hora más tarde, unos gritos infantiles y el sonido de unos zapatos golpeando contra el mármol del vestíbulo, indicaron al capitán que sus nietos habían llegado. Jean Baptiste abrió de inmediato la puerta de la biblioteca y los chiquillos se abalanzaron sobre él dándole un enorme y cálido abrazo.
- ¡Pero que alegría! Me moría de ganas de verlos, mis pequeñuelos.
Detrás de ellos, entró su madre, y mientras les ordenaba que se comportaran correctamente y no tocaran nada de la biblioteca, le dijo al anciano:
- Padre, quisiera pedirle un enorme favor. Francois y yo hemos sido invitados a una cena en casa de la familia Morlin. ¿Podría usted encargarse de ellos por ésta sola noche? ¡Por favor!
- ¡Sí, abuelo, diga que sí! ¡Por favor! ¡Queremos que usted nos cuide! ¡Por favor!
- ¡Bueno, bueno, mis pequeñuelos! Esta bien, hija mía, por mí no hay ningún problema. Por el contrario, estaré encantado de poder compartir mi tiempo con mis nietos.
- ¡Gracias, padre! Francois y yo llegaremos después de la medianoche.
Después de esto, Marie se retiró a sus habitaciones, llamando a una de las criadas, quien subió para ayudarle a vestirse para la fiesta. Una vez cerrada la puerta, el abuelo y los tres chiquillos comenzaron a correr por toda la biblioteca, gritando y saltando. El capitán parecía tener cinco años. Al parecer, había recobrado parte de su felicidad.
Después de cenar, Jean Baptiste se dirigió a sus nietos y les dijo:
- Vengan conmigo, pequeños. Quiero enseñarles algo.
- ¿Qué es, abuelo? ¿Qué es?
- ¡Sí, sí! ¿Qué es?
- Tranquilos muchachos, no sean impacientes y síganme.
Los cuatro regresaron a la biblioteca. El abuelo se dirigió al enorme ropero, que acaparó de inmediato la atención de los niños. Nunca lo habían visto abierto. Cuando visitaban a su abuelo, normalmente éste platicaba con sus padres en la sala mientras ellos jugaban fuera de la casa. De hecho, ésta era la primera vez que iban a permanecer un rato a solas con él. Por ello, en cuanto éste se dirigió al famoso ropero, su infantil curiosidad saltó al momento.
- ¿Qué guarda allá adentro, abuelo? ¡Díganos, por favor!
- ¡Sí, díganos, díganos! -corearon los otros niños.
- Tranquilos pequeños. Ahora lo verán. Pero primero quiero que se sienten en esos sillones de la esquina y que me prometan no tocar nada de lo que saque del ropero sin mi permiso. ¿De acuerdo?
Por toda respuesta, los niños corrieron a los sillones y al poco tiempo estaban muy bien sentados mirando fijamente a su abuelo y al enorme ropero.
Una vez que los vio en los sillones, el capitán sacó un llavero de un cajón del escritorio. Se acercó al ropero esgrimiendo una gran llave dorada. La aplicó a la cerradura y al poco ésta dio vuelta, permitiendo que la puerta del mueble se abriera.
Jean Baptiste se asomó a su interior y sacó una pequeña caja. Se acercó con ella a los niños y la puso sobre la mesa. La curiosidad de éstos crecía por momentos, pero ninguno osaba decir nada.
Su abuelo se sentó en el cuarto sillón y procedió a abrir la caja, enseñando a los niños su contenido. Éstos lanzaron una exclamación de asombro.
Dentro de la caja, sobre un cojín de seda, descansaba una enorme medalla con un listón que tenía los colores de la bandera tricolor francesa.
- Esta medalla, hijos míos, se llama la “Legión de Honor”, y se da solamente a las personas que prestan grandes servicios a la Patria. A mí me la dio el mismísimo Emperador Napoleón por la valentía que demostré en la batalla de Borodino, durante la campaña de Rusia. ¿Les gusta?
- ¡Oh, abuelo, está preciosa! -dijo Francois.
- ¿Puedo tocarla? -preguntó el pequeño Jean.
- Adelante, hijo, pero con mucho cuidado.
Jean se acercó a la caja y tomó la medalla entre sus manos. Sus hermanos no cabían en sí de envidia, pues ellos también querían tenerla.
Después de que todos la sostuvieron entre sus pequeñas manos, su abuelo la guardó de nuevo en la vieja caja y se dirigió al ropero.
Puso ésta en su lugar, y después sacó de la parte alta del mueble otra mucho más grande. Se dirigió de nuevo a los niños y colocó el nuevo paquete sobre la mesa. Lo abrió con cuidado y de él extrajo una enorme casaca azul oscuro con los puños y el cuello en color rojo y el borde blanco, las vueltas rojas con sus insignias doradas sobre un fondo blanco, las exteriores en forma de cuerno y las interiores en forma de una granada; tenía también una hermosa pechera blanca. Las charreteras eran verdes con el filo también en rojo y una media luna de bronce en su extremo redondeado.
- Mi antiguo uniforme de capitán de Cazadores de la Guardia, niños. ¿Qué les parece?
Los niños estaban asombrados. El viejo capitán sacó a continuación los pantalones, la camisa y un chaleco descolorido, todos en color blanco. Continuó después con el gorro negro de piel de oso, rodeado por una cuerda trenzada de color rojo y verde y dos pequeños pompones blancos en la parte frontal superior, su pluma en colores verde y roja del lado izquierdo del gorro con la escarapela tricolor, así como las negras botas que completaban el uniforme. Este era muy hermoso y se conservaba en el estado en que había quedado después de las múltiples batallas en que participó el capitán Rivet.
El abuelo tomó la casaca entre sus manos y buscó en la manga derecha hasta encontrar un pequeño agujero.
- Miren, niños. Este agujero me lo hizo una bala prusiana durante la batalla de Brienee, en enero de 1814. El regimiento al que yo pertenecía, mandado por el general Cambronne, se había formado en cuadro para resistir el ataque de la caballería prusiana durante la última fase de la batalla.
“El general Morand, jefe de nuestra división, tomó el mando directo de nuestro regimiento, y, tras resistir el ataque prusiano, nos lanzó al asalto con las bayonetas caladas, obligando a los enemigos a retirarse con muchas pérdidas. Esta bala me alcanzó en un brazo, lo que no fue obstáculo para que yo siguiera luchando. ¿Qué les parece?
- ¡Oh, abuelo, es usted tan valiente! -dijo Eugene.
- ¡Cuando yo sea grande, quiero ser como usted! -gritó el pequeño Jean.
Sonriendo, Jean Baptiste se dirigió de nuevo al ropero y sacó otra caja, ahora de forma estrecha y alargada. De regreso a la mesa, la abrió y sacó, ante el asombro cada vez mayor de sus nietos, un enorme sable con la empuñadura dorada y unos listones blancos con la parte final en color verde amarrados a la misma. El sable ya no tenía filo y se veía claramente en su hoja el paso de los años.
- ¿Qué les parece, niños? Es mi sable de capitán. ¡Ah! En cuantas batallas me acompañó, ¿saben? y sin embargo.....
- Sin embargo, ¿qué abuelo? -preguntó Francois.
- Nada, hijo, nada. Otro día les contaré esa historia.
El anciano comenzó entonces a guardar de nuevo todo lo sacado del ropero. Terminada esta operación, se dirigió a los niños y les dijo:
- ¡Bien niños! Es hora de irse a la cama. Recuerden que mañana iremos a pasear por la finca en las afueras de la ciudad.
A regañadientes, los niños obedecieron. Su abuelo los acompañó hasta su habitación y le ordenó a uno de los múltiples criados negros que les ayudara a vestirse para dormir.
Se dirigió después a su habitación y, tras ponerse las ropas de dormir, se acostó. Pero le fue imposible conciliar el sueño. Su espada le había despertado de nuevo un recuerdo que quería olvidar y que sin embargo, lo atormentaba otra vez. A pesar de los atenuantes que constantemente se repetía y con los cuales se quería disculpar, en el fondo sabía que se había convertido en un asesino y que su espada también había derramado sangre inocente. ¿Por qué tuvo que estar ahí, precisamente ese día, ese maldito ruso? ¿Cómo se llamaba? ¿Doctorow? ¿Gorasov? ¡Gondorov! ¡Eso era, Gondorov! ¡Y todo por dinero, por un miserable cofre lleno de dinero que nunca había vuelto a ver! Pensó en escribirle a Eugene al día siguiente.
Por la mañana, cerca de las once, su hija, su yerno y sus tres nietos se encontraban ya en la puerta principal, listos para emprender el viaje a la finca de caña de azúcar que el capitán poseía a unos cuantos kilómetros de la ciudad, en el camino hacia Saint-Pierre, la capital de la isla. Ésta era considerada como una de las más prósperas de toda la colonia. Sin embargo, por su cercanía con la ciudad, el capitán no había querido construir allí una casa para él, pues siempre prefirió vivir en su mansión urbana.



CAPITULO V


Eugene Gaveau salió de viaje aquel día. Poseía una pequeña finca en las afueras de la ciudad de Burdeos, en la que solía pasar algunas temporadas del año para descansar del pesado ambiente de la capital. Sin embargo, en aquella ocasión, el motivo de su viaje era muy distinto. Un mes antes había recibido una carta de Jean Baptiste Rivet, desde la Martinica. Esto en sí no tenía nada de extraño, pues recibía cartas de su amigo por lo menos dos veces al año, a las que siempre respondía con la misma frecuencia. Pero esta carta era diferente. Le había preocupado sinceramente. Entre otras cosas, su amigo le anunciaba su próximo viaje a Francia para entrevistarse con él, y Gaveau había decidido que dicha entrevista tuviera lugar en su casa de Burdeos y no en París. Así se lo hizo saber por telégrafo al capitán Rivet y éste le había contestado por el mismo medio que no tenía ningún inconveniente en que así fuera. Por eso marchaba ahora a Burdeos. Tenía que llegar con tiempo para prepararlo todo. Por otro lado, en el telegrama le había hecho ver que él también sufría constantemente los mismos remordimientos que aquejaban a Jean Baptiste.
¡Cómo habían cambiado las cosas! Ambos habían comenzado su carrera militar de la misma forma, de leva, pero Eugene nunca se había arrepentido de ello. El ejército había cambiado su vida. Aunque se había retirado con el grado de capitán, había conseguido amasar una importante fortuna que le permitía vivir con desahogo en su vejez. Por su lado, el capitán Rivet había emigrado a la Martinica y allí, con su ayuda, había conseguido labrarse una posición y una pequeña fortuna, menor que la de Eugene, pero que también le permitía pasar sin preocupaciones sus últimos años.
Hacía tiempo que no veía a su amigo. De hecho, hacía más de treinta años de la última vez que eso había sucedido. Eugene había viajado a la Martinica en 1823, cuando Rivet llevaba en la isla casi ocho años. En esa ocasión tuvo la oportunidad de conocer a la esposa de Jean Baptiste y a su pequeña hija Marie, que contaría entonces con un año de edad, y a quien había ido precisamente a apadrinar en su bautizo. En efecto, su amigo había contraído matrimonio siete años antes, con la hermosa hija de uno de los terratenientes franceses de la isla. Se llamaba Marie Valleé. Su larga caballera rubia contrastaba con el tono moreno de su piel, producto del contacto permanente con el intenso sol del trópico. Además de bella, era una excelente madre y una esposa modelo. Amaba a Jean Baptiste y en todo momento buscaba demostrárselo.
Por desgracia, aquella mujer había muerto dos años después de la visita de Eugene a la isla. Jean Baptiste había quedado desolado. Así se lo había escrito. Gaveau estuvo tentado a visitar de nuevo a su amigo, pero una serie de problemas personales se lo impidió. Desde entonces, no había vuelto a verlo, aunque, como ya se sabe, tenían un permanente contacto epistolar. Su hija debía tener ya unos 34 años. Si se parecía a su madre, debía ser una mujer muy hermosa. Sabía que estaba casada con un plantador de caña y próspero comerciante de la isla de Guadalupe, otro de los territorios franceses del Caribe, y que Rivet tenía ya tres nietos.
Sin dejar de recordar, subió a un coche de alquiler, mientras uno de sus criados acomodaba su equipaje, y partió hacia la estación del tren de París. 
“Que cosa tan maravillosa es esto del tren” -pensó. “Quién hubiera pensado hace unos años que se podría viajar a semejante velocidad. Si hubiéramos contado con algo así en Rusia, ahora la tierra de los zares sería una colonia francesa”.
Sin quererlo, Eugene empezó a recordar los penosos momentos de la marcha sobre Rusia. Por un instante su mente vislumbró un acontecimiento que, a pesar de sus intentos, no había podido olvidar, y que le atormentaba constantemente.
“¿Porqué tuvieron que salir así las cosas, Eugene? ¿Por qué lo permitiste? ¿Tanto miedo tenías?”, pensó mientras abordaba el tren que lo llevaría lejos de París. Intentó disculparse con el pretexto de la guerra y de la inminente llegada de la caballería cosaca que iba en su persecución, pero sabía que eso no era suficiente.
El viaje era largo. Muchas horas esperaban al viejo y cansado capitán retirado de los Granaderos de la Guardia. En efecto, a diferencia de su amigo y compañero Jean, que había servido en un regimiento de los Cazadores a pie de la Guardia Imperial, Eugene había formado parte del cuerpo de Granaderos. En otras palabras, fue miembro de la caballería de la Guardia del Emperador. Siempre tuvo la sensación de que Jean sentía un poco de envidia por eso, aunque nunca lo demostró.
Gaveau decidió no pensar más en el asunto. Tendría que viajar toda la noche, así que decidió pasarlo lo mejor posible. Había alquilado un compartimiento individual con una cama y un lavabo. Un mozo acomodó su baúl a un lado de la cama y después se marchó, dejando solo al capitán, quien se dedicó a observar desde la ventanilla de su cabina a la gente que deambulaba por los andenes de la estación.
A las siete treinta de la noche, el tren emprendió la marcha. Eugene se dirigió al carro comedor. Al entrar, recorrió con la mirada el lugar en busca de una mesa vacía. Encontró una casi al fondo, y se dirigió hacia ella. En la mesa contigua había una familia. Eugene se fijó en ellos. Parecían rusos. El padre, un hombre alto y fornido, estaba regañando a uno de sus hijos, un pequeño que tendría, a lo sumo, unos siete años de edad, según calculó el capitán. Éste, con su pelo rubio y su cara regordeta, le recordó a Gaveau aquel otro niño, en esa maldita cabaña rusa, en pleno invierno...
El camarero se acercó a él, rompiendo sus pensamientos al ofrecerle el menú de la cena. Sin alzar los ojos de la mesa, el veterano militar ordenó una pechuga de pollo con salsa béarnaise, y una copa de vino de Burdeos. Su mente se llenó con sombríos recuerdos. Maldijo aquellos instantes de debilidad. ¿Es que jamás iban a dejar de perseguirlo aquellos recuerdos? Después del incidente, Jean no volvió nunca a mencionar lo sucedido en aquel lugar perdido de la estepa rusa, intentando con su actitud convencer a Eugene de que aquello había sido sólo un sueño. Pero nunca lo consiguió. Él sabía perfectamente que no habían soñado nada, que todo eso había sucedido. Y ahora le salía con esto…
Sin disfrutarlo, devoró rápidamente el pollo que le sirvió el camarero y bebió de un trago la copa de vino que había pedido para acompañar su cena. Después, se retiró a su compartimiento, sacó de su baúl su ropa de noche y se acostó inmediatamente, tratando de conciliar el sueño. Una vez que lo consiguió, las pesadillas no le permitieron descansar. A la medianoche, despertó sobresaltado creyendo escuchar una voz que le decía “por favor, no nos haga daño”. El resto de la noche lo pasó en vela.
El amanecer lo sorprendió despierto, intentando poner en orden sus pensamientos. Estaba ya tan cerca de la solución a todo aquello. Sin embargo, la carta de Rivet desde la Martinica lo había inquietado. ¿Qué debía hacer?  En algún momento de su vida había sentido un gran remordimiento y había estado a punto de confesarle lo sucedido a un sacerdote. ¿Realmente había creído que éste podría absolverlo? Sinceramente, lo dudaba. Por Dios, ¡estaban en guerra! ¿No habrían hecho lo mismo algunos oficiales rusos cuando invadieron Francia en 1814? Además, siempre estaba la excusa de que el coronel Blancard les había ordenado hacerlo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No podía más. Había tratado de vivir con eso y ahora todo parecía a punto de derrumbarse. Ya no podía soportarlo.
En esos momentos, volvió a recordar la última ocasión en que había visto a Rivet. Sin saber porqué, salió a su mente un recuerdo un tanto extraño. En efecto, cuando desembarcó en la Martinica en 1823 y volvió a ver a su amigo después de casi ocho años, algo en su mirada le inquietó. Aunque en aquellos momentos no le dio importancia, en los días siguientes el comportamiento de Jean Baptiste le llamó la atención. Su carácter mostraba algunas facetas extrañas, impropias de él. Se enojaba con facilidad, descargando su ira contra los esclavos negros de su finca, y cuando Eugene quería recordar con él las anécdotas de su paso por el ejército, o hablar de sus recuerdos del pueblo en que habían nacido, su amigo cambiaba de tema, evitando siempre hablar de ello, hasta que, ante su insistencia, Rivet le había dicho que no quería recordar, ya que a su llegada al Caribe había decidido romper con su vida anterior para iniciar de nuevo. De hecho, le había comentado en aquella ocasión, el único vínculo que había mantenido con el pasado, era precisamente él, su mejor amigo, Eugene Gaveau. En esos momentos, aquello le había parecido suficiente a él y pronto había olvidado sus inquietudes iniciales. Pero ahora, treinta y tres años después, algo le hizo pensar de nuevo en ello, y eso lo inquietó. ¿Y si fuera cierto….? Entonces, tomó una decisión.
Al mediodía, el tren paró en la estación de Burdeos. Allí alquiló un carruaje que lo condujo a las afueras de la ciudad, rumbo a su casa de campo. Una hora más tarde, mientras uno de los criados metía su baúl, se encerró en su habitación, donde permaneció el resto del día.
Mientras tanto, en Fort-de-France, el capitán Rivet había preparado todo para su viaje. Después de recibir el telegrama de Eugene invitándolo a que se vieran en Burdeos, sin decir nada a su familia, se dirigió a la oficina del puerto para averiguar cuando salía el próximo buque para Francia. A continuación mandó un telegrama a Eugene confirmándole su próxima visita y aceptando su generosa invitación a pasar una temporada en la hermosa ciudad aquitana.
Dos semanas después, el capitán Rivet se embarcó en el buque francés “Themis” con rumbo al puerto de La Rochelle. Antes de subir a bordo, envió otro telegrama al capitán Gaveau, anunciándole la fecha probable de su llegada. En el trayecto, no dejaba de pensar en el telegrama que había recibido. Era un poco confuso, aunque algunas frases habían conseguido inquietarle, temiendo que su amigo cometiera una locura. ¡Por Dios, tenía que llegar lo antes posible!
Jean Baptiste Rivet también recordaba aquella dura jornada, durante la retirada de Rusia en pleno invierno, cuando llegaron a aquellas ruinas que parecían abandonadas. Eran un grupo pequeño. Tan sólo Blancard, Eugene, el sargento Bouchot, dos soldados de los cuales sólo recordaba a Danglars (el otro nunca supo cómo se llamó, pues ninguno de los dos formaba parte de su regimiento), y él. Lo que había sucedido, era tan sólo un episodio más de esa guerra. Durante años, había intentado convencer a Eugene de que olvidara lo sucedido. Creyó haberlo conseguido, pero ahora..., ¡No, no puede ser! ¡No ahora! ¡Por favor, tan sólo eran un grupo de campesinos rusos, que ni siquiera sabían a ciencia cierta lo miserable que era su vida y el negro futuro que había para sus hijos en manos de aquellos aristócratas soberbios y prepotentes como aquel oficial al que pretendían proteger y que de seguro al día siguiente, si hubiera vivido, se habría olvidado de sus nombres y de que les debía la vida! ¡Además, eran enemigos de Francia! Si él o cualquiera de sus compañeros hubieran llegado solos a aquella cabaña, aquellos malditos no hubieran dudado en matarlos. Es cierto, también estaba aquel otro hombre. Si tan sólo..., pero no, no debía olvidarlo, habían sido cosas de la guerra. Quizá algo absurdas, pero así era la guerra. Sin embargo, aunque después de aquello todo había salido bien para el capitán Rivet, los remordimientos ya no le permitían vivir. Por otro lado, parecía que a Eugene le ocurría lo mismo. Tendría que hablar muy seriamente con él.
Desgraciadamente, el trayecto era muy largo. De la Martinica el barco se dirigía a La Habana, donde recogía más pasajeros, y de ahí partía rumbo a la ciudad de Nueva York. Posteriormente se dirigía a Francia.
El viaje empezó mal. En La Habana se les informó que el barco tenía una avería y que habría que esperar unos días más antes de partir. El capitán Rivet aprovechó la ocasión para visitar la ciudad. Cuba era la más grande de las islas del Caribe y en aquellos momentos le pertenecía a España. Poseía una economía floreciente debido principalmente, al igual que la Martinica, a las plantaciones de caña de azúcar. Sin embargo, en aquellos momentos la situación política era muy tensa, fiel reflejo de lo que acontecía en la metrópoli, donde la lucha entre conservadores y progresistas tenían a España sumida en la anarquía más absoluta. En la isla, por lo general, los españoles ricos eran partidarios de los conservadores, pues no deseaban cambios radicales como la abolición de la esclavitud.
La Habana era una ciudad muy elegante, llena de grandes mansiones propiedad de los ricos terratenientes y comerciantes españoles y cubanos. En la Martinica no había nada igual. Incluso el palacio del gobernador de Martinica, en Saint-Pierre, parecía pequeño comparado con aquellas mansiones blancas que se erguían orgullosas mostrando el enorme poder económico de sus dueños.
El clima era muy parecido al de la Martinica, por lo que el capitán Rivet no sufrió en demasía, además de que aún estaban en invierno. Por ello, pudo caminar a sus anchas por la ciudad, entrando a la catedral y comiendo en un pequeño café en la plaza principal.
Permaneció una semana en La Habana antes de poder partir. Para el viejo militar fue una bendición cuando el capitán del barco le anunció que éste había sido reparado y se encontraba listo para navegar. Estaba harto de los españoles, a quienes siempre había considerado un pueblo inculto, supersticioso y pendenciero, incapaz de gobernarse por sí mismo desde los tiempos en que los franceses habían intentado darles un gobierno progresista con José Bonaparte. Nunca pudo entender que los españoles prefirieran a un ser tan abyecto y vil como Fernando VII en lugar del hermano del glorioso Napoleón. Por eso, sonrió aliviado cuando el barco abandonó el puerto cubano y puso proa a Nueva York.
Sin embargo, una tormenta los obligó a regresar al puerto dos días después, donde tuvieron que permanecer por otra semana más. El capitán Rivet decidió enviarle un telegrama a Eugene para ponerlo al tanto de su retraso. Fue entonces cuando notó la sensación de que alguien lo seguía. No podría explicar cómo, pero podría jurar que una persona lo vigilaba. A veces sentía eso cuando había algún mendigo cerca, al doblar una esquina y notar que alguien se alejaba de repente, o incluso en algún mesón abarrotado de gente había tenido la sensación de que alguien no le quitaba la vista de encima.
Por fin, un lunes por la mañana el barco emprendió de nuevo el viaje rumbo al famoso puerto norteamericano. La travesía fue larga pero interesante. El capitán trabó amistad con otros pasajeros y pronto olvidó la sensación de ser vigilado. Diez días después, el barco atracaba en los muelles neoyorkinos.
La moderna ciudad llamó de inmediato la atención del viejo terrateniente francés. Era una ciudad en constante crecimiento, con un comercio floreciente que expandía sus tentáculos por todo el mundo. En ella vivían hombres que habían hecho grandes fortunas, como los Astor, los Vanderbilt, los Rockefeller, los Morgan y los Carnegie. Su puerto siempre estaba atiborrado de buques mercantes procedentes de todos los rincones del globo terráqueo.
La ciudad le fascinó tanto que olvidó por completo el motivo de su viaje y decidió quedarse una temporada en ella, con la finalidad de hacer algunos contactos comerciales que le permitieran vender mejor sus cosechas de caña de azúcar. O al menos eso fue lo que le dijo al capitán del barco. En realidad tenía ganas de perderse entre sus calles como una figura anónima más para admirar así el vigor de aquella joven república americana.
Cuando llegó a La Rochelle, deteniéndose apenas el tiempo suficiente para comprar su boleto, tomó el primer tren para Burdeos. Después de muchas horas de un viaje agotador, teniendo en cuenta la edad del anciano, llegó a la hermosa ciudad y buscó algún carruaje que lo condujera a la casa de su amigo. Durante el trayecto, no dejó de admirar los bellos paisajes urbanos y la verde campiña que rodeaba la ciudad, tratando de olvidar el desagradable asunto que le llevaba allí. ¡Tan sólo esperaba que Eugene no hubiera cometido una locura antes de hablar con él!
El lugar donde vivía su amigo, era una agradable finca situada en las afueras de la ciudad, rodeada por una docena de hectáreas repletas de frondosos árboles, dando al lugar una apariencia majestuosa. La casa era antigua, posiblemente medieval, aunque se notaba de inmediato que había sufrido algunas reformas a lo largo de los siglos. El capitán Gaveau la había adquirido hacía unos diez años, cuando su anterior dueño, un noble venido a menos a quien Eugene conocía, se la había ofrecido a un precio bastante razonable. Desde entonces, se había convertido en su refugio.
La casa era grande, contaba con muchas habitaciones, y éstas eran muy amplias. La puerta principal daba acceso a un espacioso vestíbulo, adornado con trofeos de caza, y a cuyos lados se podían observar varias puertas, que comunicaban con la cocina, el comedor, dos pequeñas salas y un enorme salón que hacía también las funciones de biblioteca. Detrás de uno de los libreros, Eugene había mandado empotrar una pequeña caja de metal, en la que guardaba las escrituras de la propiedad, junto con otros documentos igual de importantes. En el piso superior se encontraban las recámaras. Cuatro a la izquierda de la escalera y tres a la derecha, con un pequeño cuarto de aseo al fondo que su amigo había mandado instalar.
En cuanto llegó, Jean Baptiste entregó su tarjeta de visita al mayordomo que lo recibió, quien se dirigió de inmediato al piso superior, entrando en la segunda habitación del lado izquierdo, es decir, en la habitación del capitán Eugene Gaveau.
A los pocos minutos, el mayordomo bajó y le indicó que subiera. Precedido por uno de los criados, el capitán Rivet penetró en la habitación de su amigo, cerrando la puerta tras de sí. Después de una hora salió, bajó las escaleras, y le ordenó al mayordomo que no molestaran a Eugene, pues se sentía un poco débil y se había quedado dormido. Tras esto, pidió que subieran su baúl a una de las habitaciones.
Al día siguiente, Jean Baptiste se despertó temprano, y tras comprobar que Eugene continuaba dormido, salió a caminar un poco por los amplios jardines de la casa. Media hora después, uno de los criados llegó corriendo a donde él se encontraba y le rogó que regresara rápidamente a la mansión. El desorden se había apoderado de ésta. Los criados corrían por todos lados y nadie sabía explicarle bien a bien lo que pasaba. El mayordomo, quien se encontraba sentado en una silla del vestíbulo, le aclaró por fin lo sucedido. A las ocho de la mañana en punto, es decir, a los pocos minutos de que Rivet saliera a los jardines, el mayordomo había penetrado en la habitación de Eugene para levantarlo, como acostumbraba hacer todos los días. Inmediatamente salió con la cara lívida, y alcanzó a bajar a la primera planta antes de perder el sentido en brazos de uno de los criados. El señor Gaveau se había suicidado. El fiel mayordomo lo había encontrado colgado de una de las vigas del techo, mientras a sus pies se encontraba caído un pequeño taburete.
Jean Baptiste subió inmediatamente las escaleras y penetró en la habitación de su amigo. El mayordomo se había encargado ya de bajarlo y el cadáver de éste se encontraba tendido en la cama. Rivet pudo observar la cara amoratada de Eugene y profirió un grito de angustia. En vano intentó acercarse al cadáver para ver si aun respiraba, pues los criados se lo impidieron, temiendo sin duda que cometiera una locura.
No podía creer que su viejo amigo se hubiera suicidado. Es cierto que el día anterior, cuando estuvieron platicando, lo había notado demasiado angustiado. Sin embargo, nada le había hecho creer que fuera a dar ese paso. Rivet bajó las escaleras y se derrumbó en un sillón de la biblioteca. Totalmente deprimido, permitió que el mayordomo hablara con las autoridades para que se realizaran todos los procesos judiciales necesarios y se encargara de los preparativos para el velorio y el entierro. El capitán no quiso volver a ver el cadáver de Eugene.

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