martes, 16 de junio de 2015

EL SECRETO DE DANGLARS (1a PARTE)

En el siglo XIX se pusieron de moda las "novelas por entregas", también llamadas "folletines". Los periódicos de la época publicaban de forma semanal una novela dividida en varias partes, de forma que la novela completa se podía leer en un lapso de varios meses. Si ésta gustaba al público, lo que se medía con el aumento en las ventas del periódico, entonces se publicaba en forma de libro. Así es como dieron a conocer sus novelas algunos de los más grandes literatos de la época, como Víctor Hugo (Los Miserables), Alejandro Dumas (Los tres mosqueteros y El conde de Montecristo), Honoré de Balzac (Comedia Humana), Gustave Flaubert (Madame Bovary), Fiódor Dostoyevski (Los hermanos Karámazov y Crimen y Castigo), Leo Tolstoi (La Guerra y la Paz), Emilio Salgari (Sandokán), Carlo Collodi (Pinocho), Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro), además de Charles Dickens y Benito Pérez Galdós, por mencionar algunos. Desde luego hubo muchos más que no trascendieron debido a la mala calidad de sus novelas. Espero que no sea mi caso.

Recordando esa época, quiero compartir con ustedes una novela que escribí hace tiempo y que aun no se ha publicado. Dependiendo de sus comentarios, lo haré o no. El título es El secreto de Danglars, y es una crítica a la guerra y a sus consecuencias, una novela de traiciones, engaños y amistades rotas. Espero la disfruten Y ME LO HAGAN SABER.

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PREÁMBULO

Rusia, diciembre de 1812. Después de la sangrienta derrota de Vilna, los soldados francesas huyen de forma desordenada hacia Kovno, escapando de las tropas rusas que los persiguen. El desastre es total. Los orgullosos ejércitos que habían cruzado el río Niemen en junio de aquel año, pensando en una fácil conquista, ahora llegaban a ese mismo río en medio de una caótica retirada, agravada por el intenso frío del invierno y la incesante persecución de los cosacos, osados jinetes provenientes de las estepas del Cáucaso.
En un pequeño claro, en medio de un bosque, se puede observar una fogata ardiendo. Alumbrado por ella, cerca de un tronco tirado, aparece el cuerpo de un hombre, aparentemente sin vida. Por el uniforme que porta, podemos saber que se trata de un capitán de la Guardia Imperial. Otro hombre, con un uniforme parecido y las mismas insignias de capitán, sale en ese momento de entre los árboles y se acerca al cuerpo inerte del que parece ser su compañero. Al llegar a su lado, comprueba que éste aún respira. Tras examinarlo con más detalle, descubre una pequeña herida de bala en un costado que, sin embargo, le ha hecho perder mucha sangre. Sacando un pañuelo de uno de sus bolsillos, el hombre procede a aplicar un improvisado vendaje en la herida del otro. Después de ello, lo levanta sobre sus hombros y comienza a caminar, perdiéndose entre los árboles que los rodean. Al pasar frente a la hoguera, la claridad del fuego permite observar un breve esbozo de sonrisa en los labios del segundo hombre.
Dos días después, por la noche, el primer hombre ha recobrado el conocimiento y, aunque débil aun, comienza a platicar con su salvador.
       - ¿Qué ha sucedido, Eugene? ¿Dónde están los demás?
     - Tranquilo, Jean Baptiste. Será mejor que no te excites, pues aún estás muy débil. Durante el ataque de los cosacos, caíste herido y todos te dimos por muerto. También murió Blancard. Tuvimos que huir, pero un nuevo ataque nos obligó a dispersarnos. Empecé a caminar y, sin saber cómo, me encontré de nuevo en el campamento, abandonado ya por nuestros enemigos. Entonces, gracias al fuego de la hoguera que aún ardía al centro, distinguí tu cuerpo tirado junto a un tronco, y al acercarme a ti pude ver que seguías respirando, por lo que decidí sacarte de allí ante el miedo de que los cosacos regresaran de nuevo. Después de vendar tu herida, te eché en mis hombros y nos fuimos. Eso fue hace dos días y desde entonces, hemos estando vagando por este bosque. De los demás, no he vuelto a saber nada, pues como te dije, después del segundo ataque nos dispersamos y yo quedé solo.
     - Gracias, Eugene. Te debo la vida.
     - No me debes nada, Jean. ¿Acaso no somos amigos? ¡Tú hubieras hecho lo mismo por mí, a pesar de lo que ocurrió el otro día! Ahora, será mejor que duermas, pues mañana debemos continuar en busca de nuestras columnas.
       - No sé si lo hubiera hecho, Eugene. Después de lo que pasó…
       - Lo sé. Y créeme que estoy muy arrepentido. Me dejé llevar por la emoción. Nunca debí apoyar a Blancard. ¡Debí estar contigo! Tú tenías razón. Una cosa era apoderarnos de ese dinero, a fin de cuentas botín de guerra, y en cuanto a lo demás…
      Al escuchar eso, el herido sonrío. Le alegraba saber que su amigo se había dado cuenta por fin de su error. Ya luego discutirían sobre ese penoso asunto y tomarían una decisión.
    Un día después, el soldado herido puede ya caminar, aunque torpemente, con la ayuda de una rústica muleta fabricada por su amigo con la rama de un árbol. Esa misma tarde, los dos hombres consiguen divisar una columna francesa compuesta por los restos de la división del general D’Erlon y, tras acelerar su marcha, se incorporan a ella y a la seguridad que ello representa. Así, consiguen salir del territorio ruso y penetran en el Gran Ducado de Varsovia, donde su columna se une con lo que resta del ejército francés tras la desastrosa campaña de Rusia. No saben que lo peor aun está por venir...
En efecto, tras la retirada francesa, los antiguos aliados prusianos y austriacos, se unen a los rusos y a los ingleses para atacar a las tropas de Napoleón. Éste, a pesar de obtener algunas victorias, se ve forzado a ceder terreno y poco a poco sus tropas se acercan a las fronteras de Francia, perseguidas de cerca por sus enemigos. En 1814, el Emperador tiene que abdicar y es confinado a la isla de Elba, cerca de las costas italianas. Su lugar es ocupado por Luis XVIII, el hermano del infortunado Luis XVI, quien perdiera la cabeza durante la Revolución.

CAPITULO I

Fort-de-France, Martinica, 2 de diciembre de 1855. En uno de los barrios elegantes de la ciudad, a la orilla del río Lavassor, se encuentra una hermosa casa. En su fachada, sobriamente decorada, ondea una bandera de Francia. La puerta principal conduce a un vestíbulo lujosamente amueblado con sillones, cómodas, espejos y una enorme mesa de centro, elaborada con madera de cedro. La luz exterior penetra a través de dos grandes ventanales que permiten observar unas escaleras majestuosas que conducen al segundo piso, así como varias puertas que dan acceso a las demás habitaciones de la primera planta. Las dos que se encuentran al lado derecho, dan acceso a un hermoso comedor compuesto de una gran mesa, veinte sillas y dos grandes trinchadores, todo ello de las más finas maderas tropicales, donde se puede observar una lujosa vajilla de porcelana francesa. A un costado se encuentra otra pequeña puerta que sin duda conduce a la cocina, de donde sale en aquellos momentos un delicioso aroma, señal de que se está preparando un rico festín.
Regresando al vestíbulo, del lado izquierdo encontramos tres puertas. Las dos primeras conducen a una estancia donde podemos observar varios sillones de lujosa tapicería, un gran piano, dos enormes espejos venecianos, grandes y mullidos tapetes, así como varios cuadros con representaciones guerreras. Asimismo, cuatro ventanales permiten la entrada de grandes cantidades de luz en esta habitación, sin duda la principal de la hermosa mansión, el lugar donde su dueño recibe a sus más distinguidas visitas.
La tercera puerta a la izquierda del vestíbulo, da entrada a la biblioteca. Enormes libreros de caoba, donde se amontonan libros de variados temas (aunque se nota una clara predilección de su dueño por los que se refieren a los temas militares o de historia francesa), rodean una gran mesa de Palo de Campeche, en cuya superficie encontramos muchos papeles diseminados, periódicos y cartas personales, así como un gran tintero con una hermosa pluma de pavo real, y varias fotografías de una mujer y tres pequeños niños, sin duda alguna, la familia del dueño de la casa. 
      En una de las paredes de la biblioteca se destaca una vieja espada colgada en la pared y una serie de medallas acomodadas dentro de una pequeña vitrina dispuesta de forma que se pueda observar desde cualquier ángulo de la habitación, indicando así el orgullo que su dueño siente por ellas. Una pequeña cómoda estilo Luis XV, un gran ropero, cuatro sillones con una pequeña mesa al centro y un enorme cuadro de Napoleón completan el mobiliario.
En la parte superior de la mansión se encuentran cinco habitaciones, la principal, donde duerme el dueño, y cuatro más, destinadas sin duda a las visitas que éste pudiera recibir.
      Una figura que penetra en la biblioteca, nos obliga a regresar a esta habitación. Se trata de un anciano. En su cara se observan algunas cicatrices. Su cuerpo enjuto parece aparentar más edad de la que en realidad tiene, lo que no le quita los más de setenta años de una agitada vida. Un cierto porte militar indica que probablemente haya sido soldado en otros tiempos.
     Después de hojear unos documentos sobre su escritorio, sus ojos observan la habitación, y se detienen en una de las paredes, en la que se puede distinguir un fino marco de madera con un documento en su interior. Éste era la posesión más preciada del anciano, pues se trataba de su último ascenso, firmado por el mismísimo Napoleón I, emperador de los franceses. Al observarlo, se podía saber que su dueño era Jean Baptiste Rivet, capitán retirado del 2° Batallón del 1er. Regimiento de Cazadores, al mando del general Cambronne, perteneciente a la 2ª División de Infantería de la Guardia, al mando del Teniente Coronel Conde Morand.
Aquel día era muy especial para el viejo capitán Rivet. Era el 50º aniversario de la victoria de Austerlitz. Su familia, compuesta por su hija, su marido y tres traviesos pequeñuelos, llegarían aquella noche procedentes de la cercana isla de Guadalupe, donde su yerno poseía una plantación de caña de azúcar, parecida a la suya, dispuestos a pasar una temporada con el viejo capitán en la isla de Martinica, a quien no veían desde hacía dos años.
A las ocho de la noche en punto, unos golpes en la puerta indicaron al capitán que su familia había llegado. Se había arreglado poniéndose su mejor levita, los zapatos recién lustrados por uno de sus criados y una corbata de seda negra. Estuvo tentado a ponerse las condecoraciones que guardaba en la vitrina, pero de último momento había desistido de ello. Cuando su mayordomo abrió la puerta, los tres pequeñuelos se lanzaron en busca del anciano, abrazándolo llenos de alegría.
        - ¡Abuelo, abuelo!
- ¡Ah, mis chiquillos, que gusto verlos! Francois, veo que has crecido mucho. Tú, Eugene, estas hecho todo un hombrecito.
El pequeño Jean, el menor de sus nietos, se acercó a él diciéndole:
- ¿Verdad, abuelo, que yo también soy grande? La semana pasada cumplí ocho años.
El capitán Rivet sonrió y, poniéndole la mano sobre la cabeza, le dijo:
- Sí hijo, eres todo un hombre como tu padre.
Mientras tanto, su yerno, Francois Perret, un hombre con 43 años cumplidos y su hija Marie, de 34, habían penetrado en la casa.
Mientras los niños corrían a saludar a “Louis”, un viejo perro alsaciano que dormía en la cocina, Marie se acercó a su padre.
-¿Cómo ha estado usted, padre?
- Bien, hija mía, bien. Acércate, Francois, hijo, y dime, ¿cómo van los negocios?
- Viento en popa, capitán, viento en popa. Con la ayuda de Dios y un poco de trabajo nuestro, pronto podré traer nuevas máquinas de Francia, lo que nos permitirá procesar el azúcar en mayores cantidades para venderla en los Estados Unidos. A pesar de que ya no contamos con esclavos desde que en 1848 a esos malditos “liberales” se les ocurrió “liberarlos”, hemos conseguido mantener la plantación con buena producción. Además, este año las lluvias y la ausencia de huracanes fuertes nos han favorecido mucho.
- Me alegro, hijo, me alegro. Pero pasen, por favor.
Mientras los criados subían los pesados baúles de los visitantes a las habitaciones que les habían sido destinadas, los tres adultos se acomodaron en la gran estancia principal. Francois, viendo fijamente los cuadros de la sala, que representaban batallas de la época napoleónica, comenzó la plática diciendo:
- Y bien, capitán, ¿por fin aceptará usted que nuestro emperador Napoleón III es mejor gobernante que su tío Napoleón I, o tendremos que seguir discutiendo, como siempre que nos encontramos?
- Hijo, como Napoleón no hay más. Su Majestad el Emperador Napoleón III es un buen político y nos ha gobernado bien, pero le hace falta el genio que tenía su tío, el gran Napoleón. Además, no debes olvidar que Napoleón III subió al trono aprovechándose del nombre de su tío.
- Pero el emperador hizo mucho para llegar donde está. Recuerde los dos golpes que intentó contra el rey Luis Felipe en 1836 y en 1840. Además, fue presidente de la República antes de que el pueblo lo nombrara emperador.
- Sí, y también fue el hijo de Luis Bonaparte, rey de Holanda y hermano de Napoleón, y para aumentar su buena estrella, tuvo la suerte de llamarse como él, Napoleón Bonaparte. No puedes negarme, Francois, que eso también influyó.
- Bueno, debo admitir que sí, pero...
Marie los interrumpió bruscamente diciendo:
- ¿Vamos a empezar de nuevo? Siempre que venimos de visita, ustedes dos no hacen otra cosa más que pelear y discutir de política. ¿Qué les parece si mejor hablamos de otros temas y pasamos todos a la mesa? La cena podría enfriarse y además los niños tienen hambre y sueño.
- Tienes razón, hija, como siempre. Eres igual a tu madre, que en paz descanse. Francois, te propongo que hagamos una tregua y pasemos a la mesa.
- Por supuesto, capitán –contestó éste riendo ante la intervención de su esposa.
Y levantándose, los tres pasaron al comedor.
Una vez ahí, el abuelo bendijo la mesa y todos empezaron a comer. Durante la cena, platicaron de los negocios de Francois y de los progresos que los niños hacían en la escuela. Como todo próspero hacendado de la época, el señor Perret se empeñaba en que sus hijos recibieran la mejor educación posible con tutores provenientes de la metrópoli francesa, para que un día pudieran heredar el negocio paterno.
Acabada la cena, regresaron todos a la sala, y una vez instalados allí, Francois, el mayor de los nietos, se acercó al anciano y le dijo:
- Abuelo, ¿porque no nos cuenta de cuando usted fue soldado?
- No, hijo, no. Es una historia muy larga y tus padres podrían aburrirse.
- No se preocupe por eso, padre -dijo Marie interviniendo-, a Francois y a mí nos encanta escuchar esa historia. Además, de esa manera los niños podrían aprender algo sobre Napoleón.
- Bueno, bueno -dijo el capitán-, pónganse cómodos y escuchen.
Los niños se acomodaron en el suelo, mirando fijamente al abuelo. Este carraspeó y comenzó su narración:
- Todo inició en el mes de junio de 1803, no recuerdo la fecha exacta. Habiendo nacido en el año de 1785, contaba entonces con 18 años. Como ya saben, yo vivía entonces en un apacible pueblo situado a orillas del Sena, cerca de la ciudad de Orleáns, llamado Saint-Amand. Me dedicaba a ayudarle a mi padre en el cultivo de la pequeña parcela que era todo nuestro patrimonio. Parcela que, por cierto, mi padre había obtenido durante la Revolución, cuando las tierras del duque de Luynes habían sido repartidas entre sus campesinos. Un día, llegaron al pueblo tres oficiales del ejército acompañados por diez soldados. Una vez que estuvieron en la plaza principal, uno de los oficiales sacó de la faltriquera de su casaca un decreto del Emperador, y desenrrollándolo procedió a su lectura.
“En él se ordenaba que todos los hombres entre 18 y 45 años se presentaran inmediatamente en casa del alcalde para ser reclutados, pues Francia estaba de nuevo en guerra y el Emperador, que en ese entonces sólo ostentaba el título de cónsul, necesitaba de soldados. Según me enteré después, hacía poco que Inglaterra había roto la paz firmada con Napoleón en Amiens, por lo que éste estaba preparando un gran ejército para poner fin de una vez por todas con la molestia que ese país significaba para nosotros, invadiendo la isla y conquistando a la pérfida Albión. Años más tarde, cuando aprendí a leer, ya en el ejército, llegó a mis manos por obra del azar un libro sobre historia inglesa, por el cual me enteré que Inglaterra no había sido invadida por nadie desde que los normandos, al mando del joven duque Guillermo, llamado por sus contemporáneos “el Conquistador”, la había ocupado en el año 1066. Aunque ahora sabemos que la marina inglesa cuida eficientemente las costas de su país, en aquel momento yo lo ignoraba y estaba dispuesto a ser parte de los planes del “Pequeño Cabo”, como llamábamos cariñosamente al Emperador en el ejército.
“Cumpliendo lo ordenado por el decreto, pues de otra manera hubiera sido juzgado como rebelde, me presenté junto con Eugene Gaveau, que era mi mejor amigo, ante el capitán que presidía la mesa de reclutamiento. Éste, de manera escueta, como buen militar, me preguntó:
“- ¡Su nombre!
“- Jean Baptiste Rivet.
“- ¡Edad!
“-18 años, señor.
“- ¡Excelente! A partir de hoy, forma parte del 1er. Batallón de Infantería de Línea perteneciente al 4º Regimiento de la Brigada Moussin. Preséntese mañana mismo ante el general Moussin con estos papeles, en la ciudad de Orleáns. Puede retirarse. ¡El siguiente!
“- Sí, señor.
“Y así fue como Eugene y yo quedamos inscritos en el ejército. El mismo procedimiento se siguió con los hombres que se encontraban en el pueblo, aunque pude notar que algunos de mis vecinos, temerosos de ser reclutados, se habían escondido en un bosque cercano. El capitán notó el faltante debido ya que llevaba un registro de los habitantes del pueblo que se le había proporcionado en la prefectura. Ordenó entonces que algunos de los soldados que venían con él, fueran en busca de los que habían huido.
“Al poco tiempo, éstos regresaron trayendo a más de quince hombres que encontraron escondidos en el bosque. El capitán los amonestó severamente y, amarrados en cuerda, los mandó presos a la cercana ciudad de Orleáns.
       “Aquella noche sería la última que Eugene y yo pasaríamos al lado de nuestros padres, aunque en ese momento no lo sabíamos. A pesar de que la idea de la aventura que nos esperaba nos emocionaba un poco, para ambos fue difícil salir del pueblo en el que habíamos crecido. Recuerdo que mi padre me dijo lo orgulloso que se sentía de mí por acudir a defender a la patria del peligro en que la ponían las potencias enemigas. Mi madre, por supuesto, estaba hecha un mar de lágrimas.
“Eugene y yo nos conocíamos desde pequeños. Habíamos crecido juntos y nos considerábamos los mejores amigos. Siempre que alguno tenía dificultades con algún niño del pueblo, el otro acudía en su ayuda. Incluso recuerdo que, cuando teníamos once o doce años, decidimos jurar que jamás dejaríamos de ser amigos, y así lo hemos cumplido, pues aunque en alguna ocasión tuvimos un serio disgusto,  Eugene me salvó la vida, como ya ustedes saben, durante la retirada de Rusia en 1812.
“Al día siguiente, equipados con un morral en el que iban unas cuantas provisiones y los pocos francos que nuestros padres pudieron reunir, y con las bendiciones de toda la familia encima, Eugene y yo partimos con rumbo a la ciudad de Orleáns, escoltados por cinco soldados y al lado de los demás vecinos que, como nosotros, habían sido reclutados.
“Llegamos a dicha población sin mayor percance, cuando ya estaba anocheciendo. Inmediatamente nos presentamos en el cuartel militar de la ciudad. Fuimos recibidos por un sargento de cara agria y cruzada por varias cicatrices. Después de revisar nuestros papeles, nos dijo secamente:
“- Bien, preséntense ustedes en su Regimiento con el capitán Malet. Pueden retirarse.
“- Sí, señor.
“Al salir, nos cruzamos con el que nos dijeron era el jefe de nuestra brigada. El general Moussin era un hombre de unos 40 años de edad, alto, rubio, bien parecido. Enfundado en su uniforme azul de la infantería, cruzado por la banda verde de general de brigada, era una persona que imponía con sólo verla. Era un excelente militar, dotado de ingenio y conocedor de estrategia. Aunque al principio nos pareció muy seco de carácter, según lo fuimos conociendo llegamos a apreciarlo mucho por su bondad y su comprensión para con sus subalternos.
“Por su parte, el coronel Chandon, jefe de nuestro Regimiento, era también una persona amable y bonachona. Al llegar al cuartel, nos presentamos ante el capitán Malet, quien nos ordenó acudir ante el sargento Mercier del 1er. Batallón, un hombre que era todo lo contrario a los otros dos mencionados. El sargento era un hombre rudo, con un sentido excesivo de la disciplina, y era todo un tirano con sus soldados. Sin embargo, nadie podía negar su valentía y su lealtad al Emperador.
“A los dos días nuestra brigada partió con rumbo a la ciudad de Boulogne, en la que se encontraba el recién instalado campamento base donde Napoleón estaba concentrando sus tropas para la invasión de Inglaterra. Acampamos en las afueras de la ciudad en espera de la llegada de la otra brigada que componía nuestra división y que estaba al mando del general Vandamme, y de las demás divisiones que componían el cuerpo de ejército del futuro mariscal Augereau. Mientras montábamos las tiendas de campaña, escuchamos a lo lejos una música muy hermosa tocada por una banda militar. Después nos enteramos que se trataba de la “Marcha del campo de Boulogne”, melodía muy popular entre las tropas.
     “Estuvimos en ese campamento cerca de dos años, tiempo que se aprovechó para darnos instrucción militar a los nuevos reclutas, pues muchos ni siquiera sabían disparar un fusil. Por fortuna, Eugene y yo éramos hábiles cazadores desde pequeños y manejábamos el fusil con buena puntería, aunque he de reconocer que no era lo mismo apuntarle a un animal indefenso que a un grupo de soldados que se dirige contra uno gritando y disparando, con el ánimo de mandarlo al otro mundo en cuanto lo tengan a mano.
“El sargento Mercier fue el encargado de convertirnos en guerreros. Desde el principio se notó que no tendría consideración para nadie. Sus métodos eran algo rudos, pero cuando entramos por primera vez en batalla, agradecimos sinceramente que hubiera sido él quien nos enseñara a comportarnos como soldados.
“Recuerdo que lo más difícil fue aprender a marchar en orden. Casi todos los nuevos reclutas eran campesinos como nosotros, acostumbrados a caminar por el monte, cada uno por su cuenta, a su paso, a su ritmo, lo que provocaba un enorme caos cuando el sargento Mercier nos ordenaba, las primeras veces, que marcháramos. Muchos ni siquiera sabíamos cual era nuestra derecha o nuestra izquierda.
“Al mismo tiempo, el sargento nos enseñó a distinguir los diferentes grados dentro del ejército, información que, aunque de momento no comprendimos su utilidad, después nos resultó muy necesaria cuando fuimos ascendiendo en el escalafón.
“Llevábamos casi dos meses en el campamento cuando se nos informó que se iba a celebrar una gran parada con motivo del aniversario del nacimiento del Emperador. Los soldados que combatimos a sus órdenes jamás olvidaremos esa fecha. El emperador había nacido un quince de agosto de 1769.
“Recuerdo que nuestro grupo no desfiló debido a que aun no conseguíamos mantener derecha una formación. El sargento Mercier nos hizo pagar cara la burla a que fue sometido por los demás sargentos instructores, aumentándonos el número de horas diarias destinadas a marchar y reduciendo nuestras raciones.
“Aunque nunca conseguimos una formación perfecta, ante el temor de un nuevo castigo, nos esforzamos por lograr lo más pronto posible mantener decentemente una marcha, lo que nos permitió desfilar en la siguiente parada que se organizó.
“Esta ocurrió a principios del mes de noviembre. El Emperador acudió al campamento para pasar revista a las tropas. Esa fue la primera vez que lo vi. Fue tan sólo un breve momento cuando pasó frente a mi batallón, pero fue suficiente para que empezara a sentir una gran fascinación por ese hombre que había llevado nuestros ejércitos a la victoria frente a todos los enemigos de Francia. Muchos se burlaron de mí, pero yo hubiera jurado que por un segundo, nuestras miradas se cruzaron.
“Al día siguiente, la celebración continuó en el campamento, con motivo del casamiento de la hermana de Napoleón, la futura princesa Paulina, con el príncipe italiano Camilo Borghese. A todos nos extrañó que el Emperador no acudiera a la boda de su hermana, pero nunca supimos el motivo de esa decisión.
“Así llegamos a nuestra primera navidad fuera de casa. Para Eugene y para mí fue un momento muy duro. Lejos de nuestra casa, sin recibir noticias de nuestros padres (cosa en verdad imposible, pues ni ellos sabían escribir, ni nosotros leer), y con nuestros sueños militares sin cumplirse todavía, pasamos la navidad más triste de nuestras vidas.
“Por otro lado, el sargento Mercier no contribuía a hacernos más confortable nuestra estancia. Sometidos como estábamos a un entrenamiento intensivo, las jornadas se nos volvían eternas y las noches demasiado cortas para descansar.
“El 31 de diciembre me tocó realizar mi primera guardia como centinela del campamento. Esta guardia la realicé en compañía de un viejo veterano de Marengo, caporal  de mi batallón, condecorado con la medalla al valor. Desgraciadamente no puedo ya recordar su nombre. Lo que sí recuerdo con mucho agradecimiento son las palabras que me dijo cuando yo le comentaba con el ardor propio de la juventud las ganas que tenía de matar a los enemigos de nuestra Patria, palabras que me sirvieron de mucho durante mi carrera militar. Esto fue lo que me dijo: ‘Hijo, recuerda siempre que aunque luchemos por la Patria, no debemos desear jamás la muerte de nuestros oponentes, ya que ellos son hombres como nosotros y también tienen en su tierra familia que los quiere y espera su regreso. Nunca debes de ser cruel con un enemigo prisionero, ya que él no puede defenderse’.
“Al ver el gesto extrañado en mi rostro, pasó la noche contándome su historia. Nacido en Alsacia, al igual que yo en un pequeño pueblo de campesinos, en su infancia le tocó presenciar las injusticias cometidas por un noble local. Su padre fue asesinado por querer defender a su hija mayor de unos guardias que pretendían abusar de ella. Además, vio morir de hambre a dos de sus hermanos menores en un año en que las sequías causaron estragos en las ya de por sí menguadas cosechas. Por otro lado, observaba como el noble vivía en su castillo con todos los lujos de la época.
“Fue por eso que él, al igual que muchos desamparados en Francia, se unió a la Revolución en su provincia cuando llegaron noticias del levantamiento de París. Muerto el rey Luis, el caporal decidió ingresar al ejército. Su batallón fue enviado a Italia a combatir a los austriacos. Ahí, el ejército francés iba de derrota en derrota, al igual que en los demás frentes (Francia había sido invadida por Austria, Prusia, Inglaterra y España, con el fin de combatir a la Revolución). Por otro lado, los generales al mando, ineptos y fatuos, no se preocupaban por el bienestar de sus soldados, por lo que éstos sufrían debido al frío y a la lluvia propia de la época invernal en Italia.
“Fue entonces cuando, caído el Gobierno del Terror y la Convención Nacional, llegó el gobierno del Directorio. Este decidió nombrar como jefe del ejército de Italia a un joven y popular general al que se quería mantener alejado de París y de los círculos políticos. Este general era el futuro Emperador: Napoleón.
“El general Bonaparte, como se le llamaba entonces, dio muestras de un gran talento militar al vencer a los austriacos y a sus aliados sardos en las batallas de Dego, Cossería, Millesimo, Arcole, Montenotte, Lodi y Mantúa, entre los años de 1796 y 1797, obligándolos a pedir la paz. Por otro lado, el general Kléber se encargaba de derrotar a los prusianos en la frontera norte.
“El caporal participó después en la campaña de Egipto, en donde obtuvo su medalla al valor, y posteriormente fue de los hombres que, al mando del general Kléber, llegaron como refuerzo a Marengo cuando el Emperador estaba a punto de perder la batalla contra los austriacos, que le habían declarado de nuevo la guerra a Francia. Esta memorable batalla se había librado en el año de 1800.
“Fue en Marengo donde el caporal cayó prisionero. Habiendo participado en tantas victorias, creía que él, como el ejército, era invencible. Por eso, no podía creer su nueva condición. Con otros cautivos, fue llevado a una prisión militar en Viena, en donde permaneció hasta la firma de la paz de Lunéville, en 1801, fecha en que fue puesto en libertad.
“Recuerdo claramente lo que me contó sobre su experiencia en la prisión. Una cosa terrible que no quiero platicar. En la creencia de que iba a ser fusilado de un momento a otro, su concepción sobre la vida cambió de inmediato. Al verse cerca de la muerte, se dio cuenta de lo mucho que vale la existencia. Una vez liberado, se reintegró a su batallón, con el que dos años después, fue enviado como yo al campamento de Boulogne.”
En aquel momento, Marie, la hija del capitán, se puso de pie y dijo:
- Bueno, padre, ya es muy tarde y los niños deben de acostarse temprano. Niños, levántense y despídanse de su abuelo.
Francois, Eugene y Jean, obedecieron la orden de su madre muy a regañadientes, pues querían seguir escuchando la narración de su abuelo. Sin embargo, se levantaron y se dirigieron a él.
- Hasta luego, abuelo, buenas noches -dijeron los tres a coro-.
El pequeño Jean se adelantó y dijo:
- Abuelo, ¿mañana podremos seguir escuchando la historia?
- Bueno, por mí no habría ningún problema, yo soy muy feliz cuando ustedes vienen a verme. Pero ya mañana nos organizaremos con sus padres y guardaremos un momento del día para ello.
Los niños se retiraron a la habitación que les habían preparado en la planta alta, a un lado de aquella donde dormía su abuelo. Después de acostarlos, Marie bajó a la biblioteca donde se encontraba su padre con François, su esposo. Platicaron un rato sobre las plantaciones y las últimas noticias provenientes de París y, por fin, a las doce de la noche, se retiraron a sus respectivas habitaciones.
Tras cerrar la puerta de su dormitorio y ponerse su ropa de dormir, Jean Baptiste Rivet se encontró sumido en sus recuerdos.
Le había venido a la memoria la muerte del coronel Chandon, en la batalla de Lützen, librada el 2 de mayo de 1813 contra los prusianos cuando éstos, al igual que los austriacos, le habían declarado la guerra a Francia tras la retirada de Rusia.
El coronel Chandon había muerto como lo que fue toda su vida, como un valiente. Su regimiento estaba dentro de las reservas del Emperador. Hubo un momento en la batalla en que la caballería prusiana logró desbordar las líneas de infantería francesa y penetró al centro del campo. Inmediatamente el coronel Chandon, dándose cuenta del peligro que corría todo el ejército, formó los batallones de su regimiento en cuadros y logró detener el avance de los prusianos. Una vez conseguido esto, se puso a la cabeza de sus hombres y se lanzó contra la infantería enemiga en un feroz asalto a la bayoneta. Este repentino movimiento desconcertó a los prusianos, que se vieron obligados a retirarse de nuevo a sus antiguas posiciones al presentarse otros regimientos en apoyo del de Chandon, y permitió a los franceses reorganizar de nuevo sus desechas formaciones y poder contraatacar con éxito a los prusianos, que perdieron la batalla.
Sin embargo, el coronel no sobrevivió. En efecto, al emprender el ataque a la bayoneta, recibió un sablazo en la cabeza por parte de un dragón prusiano. Murió instantáneamente. Al acabar la batalla, el Emperador mandó que se recogiera el cadáver de aquel bravo soldado y ordenó que se le rindieran todos los honores militares. Su muerte fue una pérdida muy sensible para la brigada.
El capitán Rivet sentía a veces envidia del coronel Chandon. A él también le hubiera gustado morir como su antiguo jefe, al frente de sus soldados, llevándolos con valor hacia la última victoria.
Jean Baptiste se metió en su cama. A pesar de estar tan cerca el invierno, el clima tropical de la isla proporcionaba noches frescas que le permitían dormir sin demasiados problemas, por lo que al poco tiempo cayó rendido por el sueño.

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