CAPÍTULO VI
Tras la investigación judicial de rigor, que concluyó corroborando el suicidio, se llevó a cabo el entierro. Éste fue sencillo, sin grandes ceremoniales. Tan sólo los criados, el mayordomo, el capitán Rivet, y un sacerdote a quien no se le dieron mayores explicaciones sobre la muerte del militar.
Jean Baptiste continuaba muy deprimido. A fin de cuentas Eugene había sido su mejor amigo, se conocían desde la infancia y se habían enrolado juntos en el ejército. Además, le debía la vida. Al día siguiente, sabiendo que no tenía familiares cercanos, el capitán mandó llamar al notario para saber si su amigo había escrito un testamento. Cuando llegó, éste le indicó que Eugene había dejado una carta precisamente para él depositada en sus oficinas, con la orden de que se le entregara si llegaba a morir antes de que Jean Baptiste llegara a Burdeos. A continuación, el notario le informó que en efecto, su amigo había dejado un testamento, pero como éste no lo incluía, no podía mostrárselo.
Tras entregarle la carta que su amigo le había dejado, el notario se despidió. Jean Baptiste se quedó sólo, y tras encerrarse en la biblioteca, leyó la carta. Mientras lo hacía, fue perdiendo el color del rostro, y estuvo a punto de desmayarse. Se sentó en un pequeño sillón para poder continuar con su lectura. En cuanto terminó, se quedó pensando un rato. Después, se paró, se dirigió a uno de los libreros y, tras retirar algunos libros, encontró una pequeña caja de metal. Utilizando la combinación que su amigo le había dejado escrita en la carta, la abrió y, tras examinar los papeles que se hallaban en ella, guardó unos sobres sellados en su bolsillo, cerró la caja y volvió a dejar los libros como estaban originalmente. Después, quemó la carta en una chimenea que se encontraba situada en una esquina de la habitación. Sólo entonces, salió de la biblioteca.
En el vestíbulo encontró al mayordomo, al que pidió que preparara su baúl, pues regresaba a París aquella misma noche. Éste se apresuró a dar las órdenes pertinentes, y a las ocho de la noche, Jean Baptiste se encontraba en el tren, camino de la capital francesa. Una vez allí, decidió viajar unos meses por Italia, intentando olvidar lo sucedido. Así, emprendió el trayecto rumbo a la península, volviendo a su mente los muchos lugares por los que había pasado durante las campañas napoleónicas. Pero eso sólo consiguió que recordara en todo momento a Eugene, pues siempre habían estado juntos en esos lugares.
Cuatro meses después, se hallaba de nuevo en la Martinica. Al llegar a su casa, el mozo que le abrió le informó que su familia había regresado a la isla de Guadalupe hacía tres meses. A Jean Baptiste no le importó. Era mejor así. Tenía que pensar en muchas cosas. Tenía que decidir lo que iba a hacer.
Sin embargo, dos semana después, Marie le escribió anunciándole su visita y recordándole que por la carta que Jean Baptiste le había escrito desde París, se había enterado de la muerte de Eugene Gaveau. Por ello, ahora que su padre había regresado, acudía con sus hijos para hacerle compañía, pues de seguro éste se encontraba deprimido por la muerte de su amigo. También le anunciaba que su esposo Francois no podría acudir, pues sus negocios en Guadalupe se lo impedirían, pero prometía reunirse con ellos en cuanto pudiera. En la carta, Marie anunciaba su llegada para el 17 de agosto. Eso era al día siguiente. El capitán Rivet ordenó que prepararan de inmediato las habitaciones que les estaban destinadas, y se alegró de ver de nuevo a sus nietos, pues ahora que había tomado su decisión, no sabría si volvería a estar con ellos.
Al día siguiente, su familia desembarcó en Fort-de-France. En el puerto los esperaba ya el carruaje que el capitán les había mandado para que se trasladaran a la casa. Cuando llegaron a ésta, se toparon en la puerta a un viejo militar que iba saliendo. “Sin duda alguna un antiguo compañero de papá”, pensó Marie. Éste los saludó cortésmente y se retiró. Su padre, que pareció no darse cuenta del arribo de su familia, miró con inquietud como se iba alejando esa extraña visita, y sólo entonces, prestó atención a su hija y a los pequeños. Tras saludarlos con cariño, los invitó a pasar. Una vez dentro, Marie le preguntó por el militar que se acababa de retirar, pues la expresión que había observado en el rostro de su padre, le había inquietado. Lacónicamente, Jean Baptiste le dijo:
- ¡Oh, sólo es un viejo camarada del ejército! Es el teniente Bouchot. Servimos juntos en Rusia y peleamos codo a codo en Brienne, donde me salvó la vida. Algún día te contaré esa historia. Pero dime, hija, ¿cómo estuvo el viaje? ¿Cómo está tu marido?
- Bien padre, gracias. Los niños lo extrañaban mucho. Por eso los he traído.
- Gracias, hija. He estado muy triste por la muerte de tu padrino Eugene y estoy seguro que ellos me ayudarán a olvidarlo. ¿No es así, mis pequeños?
Los niños no sabían a qué se refería su abuelo, pero sonrieron y le mostraron lo felices que estaban de volver a verlo.
- Muy bien padre, siendo así, le pediré a los criados que suban de inmediato nuestros baúles. Mientras tanto, ¿por qué no me platica esa historia sobre la forma en que le salvó la vida ese amigo suyo que se acaba de retirar y a quien yo no conocía?
- ¿Eso? ¡Oh, no tiene importancia! –contestó el capitán un tanto molesto por la pregunta de su hija- Me parece que fue en Brienne…, en 1814. Unos coraceros prusianos cargaron contra nuestra brigada obligándonos a retirarnos. Mientras realizamos esa maniobra, uno de ellos me alcanzó y se disponía a golpearme con su sable, cuando Bouchot le disparó a quemarropa, derribándolo de su caballo, tras lo cual, lo rematamos con nuestras bayonetas. Si Bouchot no hubiera disparado, no estaríamos platicando ahora.
- ¿Porqué nunca me contó esa historia, padre? Y ¿por qué nunca me presentó a ese teniente? Es raro, si le salvó la vida, ¿por qué nunca lo vi por nuestra casa? ¿Acaso llegó apenas proveniente de Francia? ¿Por qué nunca le había escrito? No recuerdo haber visto jamás cartas suyas cuando vivía en esta casa antes de casarme, y ya sabe que yo me encargaba de toda su correspondencia...
Jean Baptiste estalló:
- ¡Ese no es asunto tuyo! ¡Déjame en paz, Marie!
Mientras su padre se dirigía a su habitación, cerrando la puerta tras de sí con violencia, Marie se quedó en el vestíbulo, turbada, sin comprender lo que había ocurrido. Nunca había visto así a su padre. Sin embargo, lo atribuyó a la depresión que sufría desde el suicidio de su amigo Eugene.
Sin decir nada, subió a sus habitaciones y comenzó a ordenar sus cosas y las de los niños, que subieron tras ella asustados por los gritos de su abuelo.
En su habitación, el capitán abrió la ventana y mientras veía con temor hacia el exterior, pensó: “Marie no debe saberlo nunca. He de evitar que se entere por cualquier método. Si tengo que matarlo, lo haré. Ese desgraciado de Bouchot, salvarme la vida a mí. ¡Ja! Si en realidad me lo hubiera topado en Brienne, yo mismo lo hubiera matado, aunque estoy seguro que él también lo hubiera hecho conmigo de haber tenido la oportunidad.” –pensaba el viejo.
Al día siguiente, Marie tocó a la puerta de la habitación de su padre, acompañada por sus tres hijos, quienes, como de costumbre, y pasado el susto del día anterior, abrazaron con cariño a su abuelo y se dirigieron en busca del viejo “Louis”, mientras su madre hablaba con él.
- ¿Se encuentra más tranquilo, padre? ¿Qué le sucedió ayer?
- Nada hija, perdóname, lo que sucede es que estoy muy nervioso por la muerte de tu padrino. Por favor, discúlpame si fui brusco contigo. Sabes que eres lo más importante para mí y que nunca te lastimaría.
- No se preocupe padre. En fin, voy a aprovechar para ir con las criadas al mercado a comprar la comida de hoy. Si no le importa quedarse por unas horas con los niños...
- Muy bien, hija, y gracias de nuevo.
Mientras su hija salía, el capitán se dirigió a la cocina para liberar al pobre “Louis” de las excesivas muestras de cariño de los niños. Tras ofrecerles unas barras de chocolate para que se calmaran, los invitó a pasar a la biblioteca para continuar con la historia que había quedado pendiente.
El abuelo se sentó en uno de los sillones, mientras sus nietos se acomodaban en el piso, dispuestos a escuchar las historias de su abuelo, siempre emocionantes, llenas de batallas y hechos heroicos de los que ya se sentían parte, como si ellos también hubieran participado al lado de Napoleón en todos los combates contra los enemigos de Francia.
- Como recordarán, Eugene y yo nos encontrábamos en el campamento de Boulogne, recibiendo el entrenamiento necesario, y soñando con el momento en que invadiríamos Inglaterra, dispuestos a humillar el orgullo de la pérfida Albión, como ya se le llamaba a la isla.
“Permanecimos allí por varios meses, sin que la tan ansiada invasión se llevara a cabo. Entonces, en el mes de mayo de 1803, una noticia muy importante llegó al campamento. Nosotros nos enteramos por el sargento Mercier. El pueblo de París había decidido que su héroe, el Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, se convirtiera en emperador. Éste se había retirado al castillo de Saint Cloud para reflexionar sobre la situación y tomar su decisión. Entonces, anunció que nunca aceptaría el título de Emperador de Francia, sino que adoptaría el de emperador de los franceses, para indicar que su cargo provenía del pueblo y no de Dios, como se pensaba antes de nuestra gloriosa Revolución. Esta noticia llenó de alegría el campamento, aunque debo de confesar que también ayudó el hecho de que nos repartieran unos cuantos tarros de cerveza para celebrar el acontecimiento.
“A los pocos días, se leyó en el campamento un decreto del futuro emperador, por el cual se nombraba a varios generales como Mariscales del Imperio y se creaba la Guardia Imperial. Dos noticias grandiosas. Como todos los soldados de Boulogne, Eugene y yo estábamos tan emocionados, que ya nos imaginábamos portando el uniforme de la Guardia del Emperador. Sin embargo, nosotros fuimos más allá y nos atrevimos a decirlo frente al sargento Mercier, quien no pudo contener la risa. Entre carcajadas, nos dijo que para poder pertenecer a ese selecto cuerpo, haría falta algo más que un simple entrenamiento en un campamento militar. Habría que demostrar la valía en el campo de batalla, con heridas y condecoraciones. Humillados, nos prometimos que algún día seríamos parte de uno de sus regimientos.”
- ¿Quiénes fueron los primeros mariscales, abuelo?
- Dejen ver si puedo recordar. Estaba Davout, Jourdan, Ney, Serurier, Soult, el príncipe polaco Poniatowski, Murat, Mortier, Lannes, Augereau, Bessieres, Perignon, Moncey, Massena..., Lefebre, Bernadotte, Marmont, no, ese no..., Kellermann, Brunne y Berthier.
“Pero continuemos. A pesar de estos momentos de alegría y de fiesta, la vida en el campamento no era sencilla. Constantemente nos encontrábamos en entrenamiento, aprendiendo a marchar, a disparar, a maniobrar en batalla, a distinguir las diferentes órdenes que nuestros superiores nos daban. El entrenamiento era muy duro, pero por eso éramos el mejor ejército del mundo.
“A mediados de ese año de 1804, el Emperador volvió a visitar el campamento. Como ocurría siempre que Napoleón iba a Boulogne, pasó revista a las tropas. En esta ocasión, la brigada Moussin no estuvo entre las seleccionadas para el evento, por lo que pasamos aquella noche en nuestras barracas.
“Al día siguiente, la alarma cundió en el campamento, pues Su Majestad decidió salir al mar para examinar desde allí las fortificaciones del puerto de Boulogne, cuando fue sorprendido por un flotilla de barcos ingleses que se encontraban al acecho. Los enemigos comenzaron a disparar contra el barco del Emperador, obligándolo a retornar al puerto mientras algunas de nuestras naves salían en persecución de los osados marinos británicos. Estoy seguro que esos pobres diablos no tenían idea de que Napoleón se encontraba en ese barco, pues de ser así, hubieran hecho todo lo posible por capturarlo. Al desembarcar, Su Majestad ordenó que el almirante Bruix acudiera a su Cuartel General, donde podría asegurar que sufrió un fuerte regaño por permitir que los ingleses se encontraran tan cerca de Boulogne.
“Napoleón volvió al campamento tan sólo una vez más en ese año, pues los preparativos de la ceremonia de su coronación como emperador de los franceses lo tenían muy ocupado. Para ella, había ordenado traer al papa Pío VII desde Roma y, según escuchamos rumores en las barracas, éste no había venido por su voluntad, sino que había hecho falta un poco de “persuasión”.
“La coronación tuvo lugar el 2 de diciembre de 1804 en la catedral de Notre Dame, en París, y estuvo seguida por numerosas fiestas a las que acudieron muchos príncipes italianos y alemanes, además de los mariscales, gran parte de los generales del ejército, los embajadores de las naciones amigas de Francia y la familia del emperador.
“En el mes de febrero éste volvió al campamento. Aunque su visita fue rápida, pues dos días después regresó a París, se comenzó a correr el rumor de que pronto saldríamos de campaña. Nuestros oficiales no sabían mayor cosa de ese asunto, por lo que pensábamos que la prometida invasión a Inglaterra era ya un hecho. La alegría en el campamento era enorme. Los reclutas jóvenes como Eugene y yo esperábamos con impaciencia el momento en que pisaríamos suelo inglés, soñando con acciones heroicas, imaginando que el mismísimo Emperador nos felicitaría por capturar al rey de Inglaterra y nos premiaría con unos cuantos ascensos. ¡Sueños de juventud! Irreflexivos e inexpertos como éramos, no nos dábamos cuenta de que nuestros sueños eran totalmente descabellados, pues era ridículo pensar que dos soldados rasos, sin experiencia en combate, podrían capturar a un rey enemigo que ni siquiera era probable que estuviera en la batalla.
“Sin embargo, los días pasaban y el ejército no se movía. El 18 de marzo siguiente, llegó la noticia de que el Emperador había sido coronado como rey de Italia un día antes. Recuerdo que se nos dio un día de permiso para celebrar el acontecimiento. Era el primer permiso que recibíamos desde que estábamos en ese campamento. Eugene y yo, junto con dos soldados y un caporal de nuestro batallón, aprovechamos para visitar la ciudad de Boulogne y terminamos bebiendo unas cervezas en una posada. Recuerdo que, al calor de las copas, comenzamos a discutir con unos soldados de caballería que se atrevieron a burlarse de nosotros, sintiéndose superiores por no ser de la infantería. No tardaron en volar algunos tarros y la pelea se inició. El caporal que nos acompañaba, cuyo nombre no recuerdo, tomó su fusil y disparó sobre uno de los jinetes, matándolo en el acto. Ante el estupor de nuestros rivales, los demás nos aprestamos a defender a nuestro compañero, cuando llegó la patrulla y puso fin a la discusión, llevándonos a todos presos al campamento.
“Eugene y yo pasamos una semana en el calabozo y recibimos varios azotes como castigo por nuestra indisciplina. Al caporal no lo volvimos a ver, aunque según nos contaron cuando salimos de prisión, lo fusilaron por cometer el delito de homicidio agravado sobre un superior, ya que el jinete que mató resultó ser un teniente. ¡Dura lección la que recibimos aquel día! Ahora que recuerdo, yo pude sufrir la misma suerte que el caporal, pues Eugene evitó que disparara sobre otro de los soldados con los que peleábamos. En ese momento, yo estaba ciego por la ira y el alcohol y estuve a punto de golpear a mi amigo, pero después, pasada la borrachera, se lo agradecí infinitamente.
“El 11 de agosto de 1805 es una fecha que nunca podré olvidar. Ese día, el Emperador pasó revista a toda la división Vandamme, a la que pertenecía nuestra brigada. Después, recibimos la orden de marchar hacia el sur. La noticia nos extrañó, pues todos nos creíamos próximos a embarcarnos con rumbo a Inglaterra. Sin embargo, nuestros superiores no nos dieron ninguna explicación y emprendimos la marcha. Llegamos a París cinco días después y de ahí, sin descansar, continuamos hacia el sur, hacia Turín, a donde llegamos en los primeros días de septiembre. Allí nos enteramos que nuestro repentino traslado obedecía al hecho de que Rusia, Inglaterra, Austria, Suecia y Nápoles nos habían declarado la guerra, formando lo que ahora se conoce como la Tercera Coalición.
“En ese mes de septiembre de 1805, Eugene y yo recibimos nuestro bautizo de fuego, pues nuestra división, junto con todo el cuerpo de ejército del mariscal Augereau, fue comisionada para enfrentarse a las tropas del general austriaco Jellachich, que habían invadido Italia, mientras el Emperador, con el resto del ejército, penetraba en Austria por Baviera y se dirigía rápidamente hacia Viena.
“Partimos de Turín el 15 de septiembre y penetramos en el reino del Norte de Italia, provocando varias escaramuzas y pequeñas batallas contra los austriacos, hasta que conseguimos expulsar de allí al general Jellachich.
“En esos gloriosos días fue donde Eugene y yo obtuvimos nuestros primeros galones. Fue el 20 de septiembre. Nuestra brigada se dirigía a Milán cuando nos topamos frente a frente con dos regimientos de dragones austriacos que de inmediato se lanzaron contra nosotros, pero el capitán Malet, que mandaba nuestro batallón, nos formó rápidamente en cuadro imitando a los demás batallones del regimiento y de la brigada. Logramos detener así la carga de los austriacos y después, calando la bayoneta, nos lanzamos al asalto. Eugene y yo divisamos entonces a un jinete que parecía ser un oficial. Nos lanzamos contra él y conseguimos derribarle y tomarle prisionero. Varios de los dragones austriacos que nos vieron, se lanzaron detrás de nosotros para liberar al prisionero, pero la llegada oportuna de un cuerpo de caballería de nuestra división que había sido advertido de nuestra difícil situación, impidió que nos alcanzaran.
“Nos presentamos entonces ante el capitán Malet con el prisionero, que resultó ser el coronel Kauffmann, comandante de uno de los regimiento de dragones austriacos. En premio a esta hazaña, el coronel Chandon nos ascendió a caporales.
“En un segundo combate, librado diez días después, logramos ascender a sargentos gracias al valor que demostramos atacando con nuestro par de pelotones a un grupo de 100 infantes austriacos que tenían cercado al coronel Chandon, logrando ponerlos en fuga. El coronel en persona nos agradeció nuestra oportuna intervención y, desde entonces, nos tuvo en gran estima.
“Después, a principios de octubre, penetramos en territorio austriaco, esquivando y distrayendo a Jellachich, para impedir que este pudiera estorbar el avance de Napoleón por el norte.
“Augereau mandó llamar al general Moussin y al coronel Chandon para solicitarles dos bravos oficiales para agregarlos a su Estado Mayor como ayudantes. A instancias de Chandon, que como ya dije, nos estimaba mucho a Eugene y a mí desde que lo habíamos salvado de caer prisionero, el general Moussin nos ascendió a tenientes y nos destinaron al Estado Mayor del mariscal Augereau. Hasta el momento, nuestra carrera había sido meteórica. En tan sólo un mes de combate ya éramos tenientes, habíamos mostrado un gran valor en el campo de batalla, capturado a un coronel enemigo, salvado a nuestro coronel, agregados al Estado Mayor del mariscal Augereau... Recuerden, hijos míos, que Eugene y yo teníamos muy presentes las burlas de Mercier cuando nos atrevimos a mencionar nuestros sueños de formar parte de la Guardia Imperial. ¡Quien le iba a decir a ese pobre diablo que en tan sólo un mes ya íbamos a ser sus superiores!
“Mientras tanto, el Emperador había penetrado en Baviera, que era aliada nuestra, y el mariscal Bernadotte había cruzado Anspach con su cuerpo de ejército, para unirse a Napoleón. Anspach era territorio prusiano, y esto causó mucha indignación en la reina Luisa, esposa del pusilánime Federico Guillermo III de Prusia, según nos enteramos después por un despacho que el Emperador envió al mariscal Augereau.
“Durante los primeros días de octubre nos dedicamos a sostener algunas escaramuzas con el fin de desgastar al ejército de Jellachich. Fue entonces cuando el Emperador intervino de forma decisiva, derrotando el 14 de octubre a las tropas austriacas en la famosa batalla de Ulm. ¡Cómo quisiéramos haber estado en esa batalla!
“Pero diez días después, llegó al campo una noticia que nos quitó la alegría por la victoria obtenida. Tres días antes, el 21 de octubre, el almirante inglés Nelson había destrozado a nuestra flota y a la española, mandadas ambas por nuestro almirante Villeneuve, cerca del cabo Trafalgar. Con esa derrota, que seguramente afectó mucho a nuestro Emperador, los planes de invadir Inglaterra dejaron de tener sentido. Ya no era posible realizar el desembarco, pues habíamos perdido gran parte de nuestra marina de guerra. Lo único positivo para Francia fue que el almirante Nelson murió en la batalla.
“Hablando de él, debo decirles que aunque fue nuestro más terrible enemigo y nos propinó muy serias derrotas en el mar, como las de Aboukir y Trafalgar, era el mejor marino del mundo en aquel tiempo. Era valiente, arrojado, inteligente y conocía perfectamente el mar y el manejo de un barco. Además, tuvo la muerte que cualquiera de nosotros, como militares, y aquí estoy seguro de poder incluir al Emperador, hubiéramos deseado tener. ¡Nelson murió en batalla conduciendo a sus hombres a la última victoria! Pero prosigamos con la narración.
“La derrota de Trafalgar, como ya dije, acabó para siempre con el sueño del Emperador de invadir y conquistar Inglaterra, su acérrima enemiga. Pero esto no lo desanimó. Siguió adelante y el 13 de noviembre tomó Viena, la capital del Imperio Austriaco. El emperador Francisco II se había retirado hacia Brünn con la intención de unirse allí con el ejército ruso mandado por el mismo zar de Rusia, Alejandro I.
“Ante la proximidad de Napoleón, los austrorrusos se retiraron hacia Austerlitz y Olmütz, y el Emperador entró en Brünn el 30.... ¿o sería el 31 de noviembre? Sí, creo que fue el 31.
“Por otro lado, nuestro cuerpo de ejército al mando de Augereau, se había lanzado ya de forma definitiva contra Jellachich, derrotándolo completamente en las batallas de Bregenz y de Hollabrunn. En la segunda batalla, el mariscal Augereau dio una gran muestra de su genio militar. Dividió al ejército en dos escondiendo una de las mitades, al mando del general Vandamme, en un bosquecillo cercano, para que los austriacos pensaran que teníamos menos hombres. Recuerden que nuestra brigada formaba parte de la división de Vandamme.
“Se lanzaron al asalto, y en el momento en que la batalla estaba empeñada en lo más duro, salimos del bosque donde estábamos escondidos y atacamos a los austriacos por el flanco. Jellachich hizo entonces que interviniera su reserva, compuesta por los ulanos del archiduque Carlos, hermano del emperador Francisco, pero la oportuna carga de los dragones del general Milhaud puso en fuga a los jinetes enemigos, y a causa de este movimiento, las tropas de Jellachich se desbandaron emprendiendo la retirada.
“El mariscal Augereau, tras estas victorias, nos encargó a Eugene y a mí la misión de presentar las banderas capturadas a los austriacos ante el mismísimo Emperador, que se encontraba en la ciudad de Brünn.
“Yo no podía creerlo. ¡Esto era un honor que no merecíamos! Llegamos a Brünn el 1 de diciembre, e inmediatamente nos dirigimos, acompañados por una banda musical de nuestra división, al Cuartel General del Emperador. Al llegar, observamos que Napoleón se asomaba a una ventana y nos miraba, acompañado de otra persona que, según nos enteramos después, era el conde von He...Ho....Haugwitz. Estos nombres alemanes tan complicados de pronunciar. El conde era una especie de embajador del rey de Prusia.
“Inmediatamente el mariscal de palacio Duroc salió a recibirnos y nos introdujo al estudio privado del Emperador, donde sólo se encontraba éste con el conde prusiano.
“Fue un momento inolvidable. Lo que allí sucedió lo recuerdo muy bien. Tras preguntarnos nuestros nombres, el Emperador nos dijo secamente:
“- ¡Hablen!
“- Somos los ayudantes de campo del mariscal Augereau, Su Majestad -respondí yo-. El señor mariscal nos ha encargado traerle las banderas austriacas caídas en nuestras manos durante las batallas de Bregenz y de Hollabrunn.
“- ¿Así que Jellachich ha sido derrotado?
“- Totalmente, Majestad -continué-; la derrota ha sido tan completa que la moral de las tropas austriacas se ha derrumbado por completo.
“- ¿Y la de nuestras tropas?
“- Nuestros soldados se hallan exaltados por esta última victoria, Majestad, y dispuestos a seguirle donde haga falta –dijo Eugene.
“Napoleón miró al ministro prusiano y luego dijo:
“- Bien, veamos ahora las banderas.
“Eugene y yo le explicamos al Emperador el origen de cada una de las banderas, indicándole los regimientos a los cuales habían pertenecido.
“- He aquí -dijo Eugene- la bandera del 1er. Regimiento de Infantería de la Guardia Imperial de Su Majestad el emperador de Austria y el estandarte de los ulanos del archiduque Carlos, su hermano. La bandera del 8° regimiento, del 11° y del 17° de infantería ligera.
“- ¡Excelente, jóvenes! Ahora pueden retirarse. Felicitaré personalmente al mariscal Augereau.
“En ese momento salimos de la estancia, y nos dirigimos a la ciudad en busca de noticias, según la orden que traíamos del mariscal. Fue entonces cuando averiguamos que el conde (otra vez, caray, ese nombre, ¿como se pronuncia?) ¿Haugwitz?..., había ido a Brünn para averiguar la condición del ejército francés y sus posibilidades de derrotar o ser vencido por el ejército austrorruso, y para entregarle al Emperador una carta de respuesta del rey de Prusia a la carta que le había escrito Napoleón, quejándose por el tratado celebrado hacía poco entre Prusia y Rusia en la ciudad prusiana de Potsdam.
“Averiguado esto, comprendimos entonces porqué el Emperador nos había hecho pasar en presencia del ministro prusiano. Al conocer de la derrota de los austriacos, informaría a Berlín que sería mejor permanecer neutrales.
“Aquella fue la única vez que hablamos personalmente con el Emperador. ¡El momento más memorable de nuestra vida!
“Después de comer en una posada llamada “La Bella Austria”, regresamos al lado del mariscal Augereau. Éste nos recibió y tras informarle del resultado de nuestra misión, nos dijo:
“- Señores, he recibido órdenes del Emperador de mantener vigilados a los prusianos. Por lo que ustedes me dicen, parece ser que se mantendrán tranquilos. Sin embargo, es mejor tenerlos vigilados y evitar así una sorpresa. El Emperador me ha pedido también que le envíe a la división de Vandamme. Ustedes pertenecen a ella, ¿no es verdad?
“- Sí, señor mariscal.
“- Perfecto. Se reunirán con su batallón y partirán junto con la división de Vandamme para unirse al ejército del Emperador. Eso es todo, pueden retirarse.
“- Sí, señor.
“De esta manera, Eugene y yo dejamos el Estado Mayor del mariscal Augereau y regresamos de nuevo a nuestro batallón, deseosos de entrar de nueva cuenta en combate. No sabíamos aún que al día siguiente íbamos a ser testigos del mayor despliegue de genio militar que Su Majestad el Emperador Napoleón demostró en toda su carrera. En efecto, el 2 de diciembre de 1805, se llevó a cabo la batalla de Austerlitz, o como le llamamos siempre los soldados que participamos en ella, la Batalla de los Tres Emperadores, ya que además de Napoleón, ahí se encontraban el emperador de Austria y el zar de Rusia.”
En esos momentos, unos golpes en la puerta interrumpieron la narración del abuelo, ante el descontento de sus nietos que ya estaban saboreando la narración de la batalla que iba a comenzar. Era su madre. Con evidentes muestras de disgusto, los tres pequeños se despidieron de su abuelo y le rogaron a su madre que al día siguiente les permitiera seguir escuchando las hazañas del viejo capitán.
- Si a usted no le importa, padre...
- ¡Oh, no! De ninguna manera. ¿Qué les parece si nos vemos mañana a la misma hora?
- Está bien, padre. Se los traeré entonces. Además, así aprovecho para ir de visita a casa de los Saint-Méran. Hace tiempo que no veo a Juliette.
Una vez que salieron, el capitán Rivet se retiró a su habitación, pues se encontraba muy cansado. Mientras intentaba dormir, sus pensamientos se perdieron entre los viejos recuerdos que su narración le había despertado. ¡Ah, la guerra, la guerra! Sus nietos se entusiasmaban con ella al igual que él lo había hecho a su edad. Sin embargo, no se daban cuenta que ésta podía cambiar por completo a las personas, volverlas insensibles y crueles. Él había aprendido esto en carne propia.
A la madrugada, con un fuerte grito el capitán se despertó. Había tenido una pesadilla. Una vez más, la misma pesadilla que lo perseguía desde hacía varios años, y que se había acentuado con la muerte de su amigo Eugene. ¿Porqué demonios no podía olvidar? ¡Eran cosas de la guerra! ¿Acaso no había hecho lo correcto? ¡Cualquiera en su lugar habría hecho lo mismo! Eso es lo que siempre le había dicho a Eugene, pero desde que éste murió, cada vez creía menos en eso. Al ver a sus nietos no podía dejar de pensar en aquellos niños. El más grande debía de haber tenido la edad de Jean, su nieto más pequeño. Y la niña,... esa niña... ¿Por qué no podía sacar de su mente aquellos ojos que lo miraban tan fijamente mientras violaban a su madre?
CAPÍTULO VII
Tal como lo habían prometido, al día siguiente los tres niños se levantaron temprano y fueron en busca de su abuelo. Sin embargo, el mayordomo les hizo ver que el capitán había salido y que no regresaría en un par de horas. Decepcionados, los niños fueron en busca de su madre, quien aceptó acompañarlos al jardín para que pudieran jugar un rato.
Mientras tanto, en casa de los Giscard, Rivet esperaba en la sala que su amigo el coronel bajara a recibirlo. Se encontraba sumamente nervioso y en su mirada, acostumbrada a ver la muerte en muchas batallas, se podía adivinar un fondo de terror.
Cuando Giscard se presentó, Jean Baptiste se dirigió de inmediato a él. El coronel había llegado a la Martinica un par de años después que el capitán Rivet, y desde entonces se habían convertido en muy buenos amigos. Por eso, el viejo capitán había acudido en busca del consejo y de la ayuda de Giscard.
Rivet se dirigió silenciosamente a la puerta que su amigo había cerrado y la abrió de golpe, asomándose a la estancia contigua. Después la volvió a cerrar y se dirigió a las ventanas, donde repitió la misma operación. Tras asegurarse de aquella manera que nadie les escuchaba, se sentó en la primera silla que encontró y rompió en llanto.
- ¡Oh, Maurice, soy tan desdichado! ¡Cuando parecía que todo había terminado, que me encontraba a salvo de todo peligro, ellos han regresado! ¡Ni siquiera poniendo el mar y el tiempo de por medio he conseguido escapar a su venganza! Además, ahora entiendo algunas cosas, ¡oh, pobre Eugene...!
El coronel Giscard veía asombrado a su amigo, sin entender nada de lo que decía. Preocupado, tocó una campanilla, y uno de sus criados apareció de inmediato.
- ¡Trae una taza de té para el capitán! ¡Apresúrate!
El criado desapareció al instante y se dirigió a la cocina. Una vez solos, Maurice se dirigió a su amigo.
- ¡Por Dios, Jean! ¡Que me preocupas! ¿Qué sucede? ¿Quieres explicarte? No entiendo nada de lo que dices...
- Perdón, Maurice, perdón. Cuando nos conocimos, debí de ser franco contigo y, de esta forma, ahora comprenderías el porqué me hallo en este lamentable estado.
- Vamos, Jean, ¿qué puede ser tan grave? Somos amigos y sabes que puedes contar con mi ayuda, si ésta te sirve de algo. ¿Por qué no empiezas por contarme ese secreto que se puede adivinar en tus últimas palabras? Vamos, capitán, confía en tu viejo camarada...
Jean Baptiste se arrepintió de haber ido en busca de su amigo, pues sabía que su secreto podía comprometerlo fatalmente, pero también comprendió que ya era demasiado tarde para negarle que algo le atormentaba, por lo que se decidió a confiar en el coronel, contándole los terribles acontecimientos de su pasado, mientras rogaba que nada le fuera a pasar una vez que estuviera al tanto de sus desdichas. Así que, una vez que el criado que le trajo su té se hubo retirado, comenzó a hablar.
Después de pasar casi cuatro horas encerrado con su amigo Giscard, Rivet salió de la habitación y se dirigió a la puerta donde abordó su calesa para dirigirse a casa, pues estaba seguro que sus nietos le esperaban con ansiedad para escuchar sus aventuras en la batalla de Austerlitz. En el camino pensó en lo que Maurice le había propuesto. Sí, eso era lo mejor que podían hacer. Había que terminar de una vez. Arrancar la mala hierba de raíz para evitar que vuelva a crecer. Mañana se dirigirían a la casa del gobernador y hablarían con él. También escribiría de inmediato aquella carta que le había recomendado su amigo. Entonces terminaría la pesadilla. Al menos, eso esperaba. ¡Había sido una idea excelente acudir a su amigo Giscard! Aunque estaba más tranquilo, en el fondo de su ser no dejaba de maldecir la hora en que aquellos oficiales se habían presentado en Saint-Amand y los habían reclutado, a él y a Eugene, poniendo así fin a una existencia pacífica e inocente.
Cuando llegó a la casa, tras averiguar que sus nietos habían salido con su madre, se dirigió de inmediato a su biblioteca, y después de encerrarse con llave y ordenar que nadie le molestara, se sentó frente al escritorio, sacó de uno de los cajones una gruesa hoja de papel con su nombre impreso y, tras tomar una pluma del tintero que se encontraba en dicho mueble, comenzó a escribir.
Una vez que terminó, metió la carta en un sobre, escribiendo en él el nombre del destinatario: “Al procurador general del imperio, Monsieur Villefort, París”. Después, guardó el sobre en uno de los cajones del escritorio y se alegró de que el buque que transportaba el correo a Francia, saliese al día siguiente del pequeño puerto de Fort-de-France.
Hecho esto, abrió la puerta de la biblioteca y ordenó a uno de sus criados que fuera en busca de sus nietos. Al poco tiempo, escuchó los gritos de éstos mientras entraban corriendo a la casa y se dirigían a su encuentro. Tras ellos venía su madre, suplicándoles que se comportaran con la educación que les correspondía y que no corrieran por la casa. Sin embargo, los pequeños no se detuvieron hasta encontrarse frente a su abuelo. Tras hablar con Marie, el capitán se dirigió hacia el sillón que siempre ocupaba cuando platicaba con sus nietos. Éstos, que sabían por qué los había llamado, se encontraban ya sentados en el suelo dispuestos a continuar escuchando la narración de su abuelo. Éste sonrió alegremente por el entusiasmo de los niños y, tras sentarse, se dispuso a contarles sus aventuras en la famosa batalla de Austerlitz.
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