CAPÍTULO XI
El joven Giscard observó el reloj. Eran ya las cinco de la mañana. Había pasado casi cinco horas leyendo y releyendo aquella increíble carta. En seguida, buscó en su escritorio papel, pluma y tinta y escribió un telegrama para sus hermanos, que vivían aun en la Martinica al cuidado de la finca que el coronel Giscard les había heredado al morir en 1872.
Después, se dirigió a la habitación de su mujer para anunciarle su inmediata partida a la isla, pues un asunto urgente reclamaba que se reuniera con sus hermanos. Mientras un criado preparaba su equipaje, acudió a despedirse de sus pequeños hijos.
Una vez que su baúl de viaje estuvo listo, se dirigió a la estación del tren, y tras comprar un boleto para el puerto de La Rochelle, buscó la oficina del telégrafo para enviar una nota a sus hermanos. Dos semanas después desembarcaba en Fort-de-France, en cuyo puerto lo esperaban éstos.
Se dirigieron a la casa que Eugene y Jean compartían en la ciudad, la misma que había sido del coronel Giscard, pues ambos permanecían solteros. Allí, Francois les mostró la carta que había recibido. Ambos hermanos la leyeron con asombro y emoción.
Al acabar la lectura, Jean, el más joven de los tres, les dijo a sus hermanos:
-¿Recuerdan la última vez que el abuelo nos platicó sobre sus aventuras en Austerlitz? Yo nunca pude olvidarlo. En aquella ocasión nos dijo lo siguiente: “¡No cometan el mismo error de su abuelo! La guerra nunca nos trae la gloria o la felicidad, sino tan sólo desdichas. ¡Nuestros amigos se pueden convertir en monstruos y nosotros mismos podemos realizar actos tan crueles que antes ni siquiera habíamos podido imaginar! La guerra tan sólo trae muerte y destrucción. Los pueblos son arrasados, los hombres asesinados, las mujeres ultrajadas, las cosechas destruidas, y todo,… ¿para qué? ¡Para demostrar que somos los más fuertes, para obtener un poco más de poder, para sentirnos grandes, para dominar a los demás! Qué inútil es la vida del soldado. ¡Cuánto sufrimiento causamos sin darnos cuenta!”
-Es cierto –dijo François-, que razón tenía el abuelo. Su mejor amigo lo traicionó, pues su personalidad cambió por completo después de diez años de guerra, transformándose en un ser perverso. ¿Quién lo hubiera dicho? El padrino de nuestra madre, el mejor amigo de nuestro abuelo desde su infancia, se convirtió en su asesino. ¿Qué hubiera sido de él si nunca lo hubieran reclutado? Nadie lo sabrá nunca.
- ¿Y ahora que haremos? –preguntó Eugene.
Tras deliberar unos minutos, los tres hermanos decidieron que, después de pasar las navidades juntos en la isla, regresarían a París para lavar el nombre de su abuelo y quitar de su familia la infame mancha de traición que les había sido arrojada por un amigo indigno de tal nombre.
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Recostado en su dormitorio en una sencilla casa en París, Marciel Guyot, un viejo carpintero retirado, sonreía para sus adentros. Todo había salido a la perfección, incluso había conseguido quitarle a Blancard lo que más quería: a su familia. El infame coronel había muerto en la guillotina, tras haber asesinado a Eugene Gaveau, creyendo que éste había decidido denunciarlo, al caer presa de los remordimientos en su vejez. Bouchot había sido asesinado por órdenes suyas en la Martinica, otro crimen que consiguió endilgarle a Blancard. Todos aquellos que lo traicionaron e intentaron eliminarlo, habían pagado con su vida. Mucho tiempo después, es cierto, pero la venganza, como bien dicen, es un plato que se sirve frío. Claro que también influyó el hecho de que sus escasos medios económicos no le permitieran encontrar a Blancard sino hasta cuarenta y cuatro años después. Entonces, había decidido planear su venganza. Y todo le había costado unos cuantos francos, tan sólo lo necesario para mandar una serie de cartas, algunas anónimas y otras firmadas por el capitán Gaveau y el capitán Rivet. Lo único que había desbalanceado sus magras finanzas había sido el dinero utilizado para contratar a los que mataron a Bouchot, pero el esfuerzo había valido la pena. Lo que más había disfrutado fue la noticia de la muerte de Eugene, pues él sabía la falsedad del supuesto suicidio. ¡Se lo merecía! El estaba seguro que Eugene lo había traicionado y le había dado su paradero al coronel Blancard, quien en medio de la confusión de la huída, había intentado asesinarlo de nuevo, después de lo ocurrido durante el ataque cosaco. Para su fortuna, en aquella segunda ocasión sí lo creyó muerto y eso le permitió escapar y refugiarse en el anonimato mientras curaba sus graves heridas, hasta que se enteró que Blancard, con la complicidad sin duda de Gaveau, lo había suplantado. Poderosas razones le habían impedido denunciarlo en esos momentos, y el instinto de supervivencia le obligó a replegarse y desaparecer de la escena.
Ahora, a punto de morir, había realizado la última parte de su plan. Ésta era la parte magistral, la que más lo enorgullecía. La carta que dirigió a esos jóvenes Giscard, falsificando la firma de Danglars, quien efectivamente había muerto durante las represiones ordenadas por el rey Carlos X, le permitiría rehabilitar su nombre y pasar a la historia como un héroe de guerra y un próspero hacendado caribeño acusado injustamente de una serie de crímenes que jamás cometió. Decididamente, aquello era mejor que el de un simple carpintero sumido en la pobreza a quien nadie recordaría. Además, con ello conseguiría que el nombre de Eugene fuera visto como lo que en realidad fue, un traidor, y que inclusive las personas más cercanas a él acabaran aborreciéndole. En el infierno, sus enemigos sabrían que sus maquinaciones no sólo los habían llevado a la tumba, sino que además le permitirían a él recuperar con toda dignidad el nombre que no pudo usar en cincuenta y tres años: el de Jean Baptiste Rivet. A sus noventa años, se dispuso a morir.
FIN
Con esto termina la novela "El secreto de Danglars". Espero que la hayan disfrutado y que me hagan llegar sus comentarios al respecto. Se vale de todo, desde las alabanzas más rastreras hasta las críticas más destructivas. Todo lo agradeceré.
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