CAPÍTULO VIII
- Como recordarán, Eugene y yo habíamos abandonado el Estado Mayor del mariscal Augereau para reunirnos de nuevo con nuestro batallón. Ese mismo día, 1 de diciembre de 1805, por la tarde, nos presentamos en Brünn ante el capitán Malet, quien nos recibió encantado y nos asignó el mando de una parte del batallón.
“Apenas tuvimos tiempo de descansar. Esa misma noche, nuestra división, que como ya les comenté estaba al mando del general Vandamme, recibió la orden de situarse frente al río Goldbach, junto con la división del general Saint-Hilaire, ambas al mando del mariscal Soult. Según nos comentó antes de la batalla el coronel Chandon, nuestras órdenes eran cruzar el río a la altura de los pueblecillos de Girzikowitz y Puntowitz y, en el momento oportuno, adueñarnos de la meseta de Pratzen. La tercera división de Soult, al mando del general Legrand, se colocaría junto al pantano de Kobelnitz y el castillo de Sokolnitz. Esa división, junto con dos batallones de fusileros italianos y Cazadores de Margaron, estarían encargadas de apoyar nuestro ataque y protegernos en caso de retirada.
“Por la noche, el capitán Malet se acercó a nuestra tienda y nos llevó la proclama que el Emperador había hecho imprimir unas horas antes y que estaba siendo repartida por todo el campamento. Creo que aún guardo una copia por aquí.”
El abuelo se levantó y caminó hacía su escritorio. Tras buscar en uno de los cajones, sacó emocionado un viejo papel de un marcado color amarillo producto del paso de los años. Con él en la mano, regresó con sus nietos y les leyó su contenido.
"SOLDADOS:
Delante de ustedes está el ejército ruso deseoso de borrar la derrota del ejército austriaco en Ulm. Son los mismos batallones que han seguido hasta aquí.
La posición que nosotros ocupamos es excelente. En cuanto el enemigo se lance al asalto de nuestra ala derecha, nos ofrecerá su flanco.
Soldados, yo mismo mandaré sus batallones. Me mantendré lejano del peligro si ustedes, con su habitual valor, llevan el desorden y la confusión a las líneas enemigas. Pero si la batalla presenta un instante de incertidumbre, verán a su Emperador expuesto al fuego enemigo en primera fila. La victoria no debe ser incierta en ningún momento, sobre todo en un día en el que estará en juego el honor de la infantería francesa y el de la Nación entera.
Que nadie abandone su puesto de combate, ni siquiera con la excusa de transportar heridos, y que todos recuerden que es necesario vencer a estos mercenarios de Inglaterra, que nos aborrecen con un odio profundo.
Esta victoria pondrá fin a nuestra campaña y podremos regresar a nuestros cuarteles de invierno, donde se unirán a nosotros las nuevas tropas que se están reclutando en Francia. La paz que entonces concluiré será digna de nuestro pueblo, de ustedes y de mí.
NAPOLEON"
- ¿Y bien, qué les parece?
Los niños veían asombrados aquel trozo de papel que su abuelo acababa de leerles. Al escuchar la proclama de Napoleón, su imaginación les había hecho sentir que pertenecían a ese ejército que dentro de unos momentos empezaría a combatir en Austerlitz contra los austriacos y los rusos. Pidieron entonces a su abuelo que continuara.
- Al amanecer del 2 de diciembre de 1805, una espesa niebla invernal cubría todo el campo de batalla. Sólo las partes más altas aparecían despejadas como pequeñas islas en un mar embravecido. A las cinco de la mañana, nuestra división se puso en marcha para cruzar el Goldbach y ascender desde la otra orilla a la meseta de Pratzen que estaba siendo abandonada por los rusos. Entonces se nos ordenó detenernos en el fondo del valle cubierto de niebla, en espera del momento oportuno para desencadenar el ataque. A la derecha de nuestra posición se empezaban ya a escuchar los disparos. Después nos enteramos que eran los hombres de Friant, que se enfrentaban a tres grandes columnas rusas al mando del general Buxhoewden, en los pantanos de Satschan y Menitz.
“A una orden de Napoleón, nuestra división, junto con la de Saint-Hilaire, en apretadas columnas, comenzó a ascender a paso corto el declive que llevaba a la meseta de Pratzen. Después de ocupar el pueblo del mismo nombre, llegamos a lo alto de la meseta, donde ya nos esperaban las tropas rusas y austriacas, al mando del general Kutusov y de los mismísimos emperadores Alejandro de Rusia y Francisco de Austria.
“Nuestro asalto a esa posición fue recibido por un intenso fuego de fusilería, pero los enemigos no consiguieron detenernos. Eugene y yo vimos caer a dos tenientes, amigos y compañeros de nuestra división, pertenecientes a otra de las brigadas. Pero la emoción del ataque nos impidió pensar en ellos ni tampoco en los demás muertos que nos rodeaban. ¡Ah, mis pequeños, la guerra siempre nos vuelve tan insensibles al dolor humano…!
“Una vez alcanzado Pratzen, cruzamos la meseta a paso de carga. Mientras el general Morland ocupaba posiciones sobre un pequeño altozano detrás del pueblo, el general Varé desplegaba su brigada frente al enemigo, y el general Vandamme nos ordenaba tomar por asalto la colina de Stari-Winibradi, punto estratégico que dominaba la meseta, y sobre el cual los rusos habían colocado cinco batallones y muchísima artillería. En ese ataque, nuestra brigada sufrió enormes bajas, pero después de media hora de combate, conseguimos al fin desalojar de allí a los rusos. Aun no me explico como Eugene y yo sobrevivimos aquel ataque, pues llevados por nuestro ardor, fuimos de los primeros en llegar a la cima de la pequeña colina.
“Entonces, nos encontramos de frente con la infantería rusa, que nos esperaba en doble fila, lista para soportar nuestro ataque. El mariscal Soult nos ordenó inmediatamente a las divisiones de Vandamme y Saint-Hilaire que atacáramos a los rusos después de que el general Thiébault los bombardeara con sus cañones. En cuanto vio una brecha en las filas rusas, Vandamme nos ordenó lanzarnos al asalto.
“Después de realizar una poderosa descarga de fusilería, nuestra brigada se lanzó contra el enemigo a la bayoneta calada. Tras arrollar a la primera línea rusa, atacamos a la segunda y al poco tiempo, ambas se encontraban en fuga. En menos de una hora, nos habíamos apoderado de la meseta de Pratzen y obligado a las tropas enemigas que la defendían, a retirarse hacia el castillo de Austerlitz. Entre ellas, iba el general Kutusov y los dos emperadores enemigos.
“En esos momentos, nos llegó un inesperado refuerzo mandado por el Emperador para consolidar nuestra posición: el cuerpo de ejército de Bernadotte, la Guardia Imperial y los granaderos del general Oudinot. Ello se debió a que nuestra posición era quizá la más importante en ese momento, pues ocupando la meseta de Pratzen, cortábamos en dos al ejército enemigo y lo encerrábamos en una mortal tenaza, propiciando así su total derrota.
“Sin saberlo en ese momento, al tiempo que nosotros tomábamos Pratzen, en otro lugar del campo de batalla caía muerto uno de los militares más valerosos del ejército francés: el coronel Castex, comandante del 13° ligero de infantería. Algún día les hablaré de él.
“Los refuerzos que nos mandó Napoleón a Pratzen no pudieron haber llegado en mejor momento. Kutusov, mientras trataba de detener a sus tropas fugitivas, había ordenado a la Guardia Imperial Rusa que intentara frenar nuestro avance. Al mismo tiempo, una brigada rusa al mando del general Kamenski, que se dirigía contra las tropas de Friant y Davout, cuando vio lo que sucedía en la meseta, se dirigió hacia ella, movimiento que nos tomó completamente por sorpresa.
“El ataque ruso fue durísimo. Por un momento, estuvimos a punto de ceder ante el empuje enemigo. Sin embargo, la enérgica decisión de nuestros generales Vandamme y Varé nos animaron a resistir el ataque y a pasar casi de inmediato a la ofensiva.
“Pero uno de nuestros regimientos, el 4° de línea mandado por el príncipe José Bonaparte, hermano del Emperador, se dejó arrastrar por el entusiasmo y se encontró sin esperarlo rodeado por el enemigo. El regimiento fue atacado por los Húsares de la Guardia Rusa, a las órdenes del gran duque Constantino, hermano del emperador Alejandro. Lo que entonces sucedió quedó para siempre grabado en mi mente.
“Desde nuestras posiciones observamos como Napoleón le ordenaba al general Rapp que acudiera en auxilio del príncipe y atacara a la caballería rusa con los Cazadores a caballo de la Guardia y los mamelucos. Los jinetes franceses se lanzaron al galope, apoyados por los Granaderos a caballo con el mariscal Bessiéres a la cabeza, mientras que una división del cuerpo de Bernadotte, mandada por su ayudante de campo, el coronel Gérard, avanzaba en segunda línea para hacer frente a la infantería de la Guardia rusa.
“Cuando Rapp alcanzó a los rusos, se encontró frente a los jinetes de la Guardia personal del emperador Alejandro que, al mando de su coronel, el príncipe Repnin, salieron a su encuentro. El choque fue sumamente violento. Los mamelucos se lanzaron al asalto gritando en su lengua árabe y blandiendo sus cimitarras, lo que sembró el terror entre los jóvenes aristócratas de la Guardia Rusa.
“Pudimos ver entonces como uno de esos mamelucos, que por cierto eran tropas egipcias que Napoleón había reclutado durante la campaña en ese país, se lanzaba tras el gran duque Constantino, que huía del campo de batalla. Sin embargo, el aristócrata ruso disparó sobre el caballo del egipcio, impidiendo así que lo capturara, aunque no pudo evitar que su estandarte cayera en manos de nuestras tropas. Después supimos que el Emperador había felicitado personalmente al mameluco por su bravura y su lealtad.
“A la una de la tarde, las tropas de Gérard habían ocupado el pueblo de Kreznowitz, con lo que la situación en la meseta de Pratzen se resolvía definitivamente a nuestro favor. Supimos entonces que ocurría lo mismo en el ala izquierda de nuestro ejército, donde Lannes y Murat habían derrotado a la caballería de los príncipes Bagration y Liechtenstein, y en el ala derecha, donde Davout y Friant habían conseguido imponerse sobre las columnas rusas. Al parecer, éstos últimos eran los que habían llevado la carga más fuerte en toda la batalla. Por rumores que escuchamos, supimos que habían hecho frente a 35,000 soldados austriacos y rusos con tan solo 7,000 infantes y 4,000 jinetes. ¡Toda una proeza de valentía y coraje!”
Mientras narraba los acontecimientos, el capitán Rivet dibujaba un mapa imaginario en la alfombra, ayudado por un bastón de cedro que conservaba junto a su escritorio. Así, los niños podían seguir fácilmente las explicaciones de su abuelo.
- Al día siguiente -continuó Jean Baptiste-, 3 de diciembre de 1805, el Emperador transfería su Cuartel General al castillo de Austerlitz, que había pertenecido a la noble familia austriaca Kaunitz. Desde allí mandó imprimir la proclama de la victoria que se repartió por todo el campamento.
El capitán Rivet volvió a dirigirse a su escritorio, y del mismo cajón sacó otro documento que leyó a sus nietos:
"SOLDADOS:
Estoy satisfecho de ustedes: en el día de Austerlitz han respondido soberbiamente con todo cuanto yo esperaba de su valor. Sus águilas están rodeadas de gloria inmortal. En menos de cuatro horas un ejército de cien mil hombres, al mando de los emperadores de Austria y de Rusia, ha sido destrozado y puesto en fuga: aquellos que han escapado han perecido ahogados en los pantanos.
Cuarenta banderas, los estandartes de la Guardia Imperial rusa, ciento veinte cañones, veinte generales, más de tres mil prisioneros son el resultado de esta jornada, que será celebre en la historia. La tan temida infantería rusa, pese a ser muy numerosa y fuerte, no ha podido resistir a sus ataques y ahora ustedes no pueden temer a ningún otro cuerpo militar del mundo. De esta forma, en dos meses, hemos vencido y disuelto la Tercera Coalición. La paz no puede estar lejana, pero como he prometido a mi pueblo, antes de volver a atravesar el Rin yo no la firmaré si no nos ofrece las debidas garantías y no nos asegura las necesarias recompensas a nuestros aliados.
Soldados, cuando terminemos de hacer lo que es necesario para garantizar la felicidad y la prosperidad de nuestra patria los volveré a Francia; y una vez allí los haré rodear de las mayores atenciones. Serán vistos de nuevo con alegría por mi pueblo y les bastará decir "yo estuve en la batalla de Austerlitz" para que les respondan: "he aquí un héroe".
NAPOLEON"
- Y en efecto, así nos sentíamos. ¡Como verdaderos héroes! ¡Qué equivocados estábamos! Ese día vimos caer a un gran número de soldados jóvenes y valerosos, que habían dejado en sus pueblos a sus padres, sus hermanos, sus esposas, sus hijos, y que habían partido sin saber que nunca volverían a verlos. Jóvenes e insensatos como éramos, no nos dábamos cuenta que nosotros podíamos haber sido uno más de los muertos. ¡Nos sentíamos inmortales! Además, jamás pensamos en los soldados enemigos que nosotros mismos matamos sin conocerlos. Hombres que no nos habían hecho ningún daño, campesinos llevados por la fuerza a combatir, al igual que nuestros soldados, contra un enemigo desconocido para ellos y con el que no tenían ningún motivo personal de rencor. ¡Cuántos rusos y austriacos no maldecirán mi nombre si se llegan a enterar que yo maté a su hijo, a su marido o a su padre! ¡Soy un hombre condenado! ¡Habíamos ganado, sí, pero a que costo!
Tras decir esto, una sombra pareció abatirse sobre el semblante del viejo capitán, que dejó caer la cabeza, sumido en una profunda amargura. Permaneció callado por unos instantes, sin ver a sus nietos que no sabían cómo reaccionar ante aquellas últimas palabras. De repente, su abuelo se levantó y mirándoles fijamente, les dijo lo siguiente:
- La guerra es algo terrible, mis pequeños. Sí, yo sé que en las historias siempre parece algo romántico y hermoso luchar en defensa de la patria, que todos los niños sueñan con portar un uniforme lleno de medallas obtenidas en combate, tras ganar muchas batallas. ¡Pero eso no es la guerra! Esa ilusión se pierde cuando uno ve los campos sembrados de cadáveres, cuando ve las aves de carroña planeando sobre los restos del que hacía unos instantes había sido nuestro amigo, nuestro compañero. ¡Tantas muertes inútiles qué lamentar!
“Además, la guerra siempre saca lo peor de todos nosotros. Los buenos se convierten en malos, los valientes en cobardes, los pacíficos en violentos, los honestos en asesinos, los que no conocían el mal, se vuelven capaces de cometer los crímenes más atroces sin sentir el más leve remordimiento. Nuestros mejores amigos se convierten en nuestros peores enemigos. ¡La guerra nos deshumaniza! Nos volvemos insensibles al sufrimiento humano. Todos los soldados terminamos, en mayor o menor grado, convertidos en unos delincuentes.
“Por otro lado, la vida en un campamento no es nada divertida como podría parecer. La disciplina era muy rígida y constantemente nos tocaba presenciar los castigos que se infligían a los que se atrevían a romperla. La más mínima falta era severamente castigada. Desde que fuimos reclutados, el látigo se convirtió en parte esencial de nuestra vida.
“¡No cometan el mismo error de su abuelo, mis pequeños! La guerra nunca nos trae la gloria o la felicidad, sino tan sólo desdichas. ¡Nuestros amigos se pueden convertir en monstruos y nosotros mismos podemos realizar actos tan crueles que antes ni siquiera habíamos podido imaginar! La guerra tan sólo trae muerte y destrucción. Los pueblos son arrasados, los hombres asesinados, las mujeres ultrajadas, las cosechas destruidas, y todo,… ¿para qué? ¡Para demostrar que somos los más fuertes, para que nuestros gobernantes obtengan un poco más de poder y nuestro país un poco más de territorio, para sentirnos grandes, para dominar a los demás! Qué inútil es la vida del soldado. ¡Cuánto sufrimiento causamos sin darnos cuenta!”
Los tres niños veían con asombro a su abuelo mientras éste les hablaba. No entendían el cambio operado en sus palabras. ¿Cómo era eso de que la guerra sólo causa destrucción? Pero si los uniformes son tan hermosos, los soldados tan gallardos, tan valientes, tan respetados. Si eran tan malos como su abuelo les decía, ¿por qué la gente los veía con admiración? ¿Por qué cuando iban a la guerra la gente los ovacionaba por las calles? ¿Por qué a su regreso les organizaban desfiles triunfales? Los niños no podían entender esa contradicción. A los criminales se les envía a las cárceles, sin embargo, si los soldados eran delincuentes, eran asesinos, ¿por qué en lugar de encerrarlos les daban medallas?
Muchas de las amigas de su madre en la isla de Guadalupe presumían que sus maridos eran militares y habían participado en alguna guerra. ¿Quién presumiría si su marido fuera un delincuente? Además, ¿no acaso los niños aprendían desde pequeños a jugar a los soldados? ¿No tenían ellos algunas espadas de juguete que les había comprado su padre? ¿Acaso querían sus padres que ellos fueran criminales? No podía ser, ya que ellos los amaban y siempre les habían dicho que querían lo mejor para ellos. Su madre siempre les permitía jugar a los soldados. Entonces, ¿cómo podían ser criminales? Además, su mismo abuelo era militar y no era ningún delincuente, ¿o sí? Los niños no entendían nada y estaban realmente confundidos por las palabras de su abuelo.
En esos momentos, su madre apareció en la biblioteca para indicarles que era la hora de cenar. Ante el asombro de Marie, los niños la siguieron sin protestar. No pudo evitar mirar a su padre al salir, observando en su rostro una sombra de inmensa tristeza y amargura. ¿Qué habría pasado? Antes de acostarlos, se lo preguntaría a los niños.
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