El verano es la mejor época para visitar el Central Park, por lo menos para mí. Especialmente desde el día en que, por primera vez, encontré un carrito de paletas que de inmediato me recordó a los que estaban afuera del colegio cuando yo era un niño, en la ciudad de México. Éste no tenía dibujos de personajes de Disney, como aquellos, y decía en grandes letras “La Newyorkina”, pero fuera de eso, todo era igual. Era un jueves por la mañana.
Central Park nunca me quedó lejos. Yo vivía en el cercano barrio de Jackson Heights, en Queens, para ser más precisos. Para muchos neoyorkinos era una distancia enorme, pero para mí, oriundo de la capital mexicana, donde el trayecto promedio para ir al trabajo es de una hora y media, me quedaba prácticamente “a la vuelta de la casa”. Media hora en metro y uno estaba allí, listo para disfrutar de los olores de las flores, del sol del verano, de las muchachas con faldas o shorts tan cortas que le habrían provocado sueños eróticos al mismísimo San Francisco de Asís. Y me encantaba sobre todo el desparpajo con que las lucían, a grado tal que hasta la más fea te hacía voltear a verla.
Los jueves no solía ir, pues tenía otras actividades. Pero el destino quiso que ese día se me cancelaran algunas citas de trabajo así que decidí ir a Central Park. Tomé la línea E del metro en Roosevelt Avenue para transbordar a la línea R en Queens Plaza y al final bajarme en la Quinta Avenida esquina con la calle 59. Ahí comienza el famoso parque neoyorkino, uno de los más visitados del mundo.
Y ahí fue cuando lo vi. ¡Un carrito de paletas! Era julio y el calor ya comenzaba a pegar, a pesar de ser apenas las 10 de la mañana. El antojo fue demasiado, así que me acerqué y amablemente le pregunté en inglés a la muchacha que lo manejaba, por los sabores que tenía. Me miró con cara de hastío y me señaló un letrero enorme, que se encontraba justo al frente, donde estaban escritos con plumones de colores nombres tan evocadores como limón, guanábana, fresa y mango con chile, además de otros que me sonaron extraños y que estaban sin duda destinados al público anglosajón. No lo había visto, a pesar de que casi me tropecé con él cuando me aproximé al carrito, por lo que todo apenado volteé a verlo para hacer rápidamente una sabia elección: guanábana.
Pagué los cuatro dólares de mi paleta y me fui a sentar en un banco próximo. Eso es de las cosas que me gustan del Central Park. Por todos lados hay un lugar donde sentarse y relajarse. El carrito de paletas seguía atrayendo clientes, aunque pocos de ellos eran turistas. Pero entonces una familia de mexicanos (el papá llevaba puesta la playera de la selección), se acercaron y en un español muy poblano pidieron sus paletas. Así supe que la chica del puesto era mexicana, pues cuando les contestó, noté de inmediato el acento golpeado, propio del norte de nuestro país. “Seguramente es de Chihuahua o Sonora”, pensé. Terminé mi paleta y me fui.
Con la nostalgia por delante, decidí que cada día iría al parque para comprarme una paleta y recordar mi niñez. Pero los siguientes días no la encontré. Al principio creí que estaría en otra parte de ese extenso lugar, pero sabía que no podía buscarla por todos sus recovecos, por lo que limité mi exploración a las zonas aledañas sin resultados positivos.
Pero el jueves la volví a encontrar, estoica debajo de su sombrilla frente a su carrito de paletas, atendiendo a los clientes con una mezcla extraña de hastío, burla y buenos modales. Discretamente me acerqué, me formé en la fila y cuando llegué, pedí mi paleta de guanábana. Entonces me fijé en el tarro de cristal que estaba colocado sobre el carrito y que tenía escrito en grandes letras “tips”. Dentro había unos cuantos billetes de a dólar. Avergonzado por no haberlo visto la primera vez, en esta ocasión puse cinco dólares de propina, lo mismo que me costó mi paleta. Ella me miró extrañada sin decir nada, como si yo fuera un bicho raro. Sonreí y le pregunté en español si era de Chihuahua o de Sonora. “De Chihuahua”, me dijo sin cambiar la expresión de su cara. Pero después me sonrió.
Poco a poco nos hicimos amigos. Alicia decidió acompañarme un día, pues yo le platicaba tanto de las paletas, que al final quiso probarlas, aunque tuviera que salir un rato de su oficina. Y allí fue lo más sorprendente, pues resulta que ambas se conocían de mucho tiempo atrás. El mundo es un pañuelo, dicen.
Un día, mientras saboreaba mi paleta de guanábana, le pregunté por qué ponía cara de hastío cuando atendía a los clientes y esto fue lo que me dijo:
“Puedes saber el origen de una persona por la forma en que pide sus paletas. Los orientales suelen ser muy groseros y nunca dejan propina. Llegan diciendo “ice pop, ice pop”, o “red, red”. No saben explicarse y a todo dicen que sí. Son desesperantes. Los mexicanos “fresitas” se emocionan al ver el carrito de paletas, “como La Michoacana”, dicen (me sentí aludido y avergonzado al mismo tiempo, pues yo siempre me he considerado el tipo de mexicano más alejado de lo “fresita” que uno se pueda imaginar). Te saludan con nostalgia y te preguntan por tu vida, pero casi nunca dejan propina. Sin embargo, cuando la dejan, suele ser generosa. Los otros mexicanos son más groseros, quieren ver las paletas que tienes adentro del carro, se meten en la fila, le ponen a su paleta el bote entero de chile “Tajín” y se quedan haciendo cháchara frente al carrito, sin importarles que haya gente esperando para ser atendida. Y nunca dejan propina. Luego vienen los afroamericanos (me sorprendió que usara ese término). Siempre se les hacen caras las paletas y lo dicen casi gritando, con el tono de voz que siempre usan en la calle. Si valen cuatro, te dicen que sólo tienen dos, que si les puedes dar una por eso. Les dices que no y entonces se van renegando. Rara vez compran una paleta. Por último vienen los gringos. Son muy generosos pero muy pendejos. Te preguntan qué vendes, a pesar de ver el letrero. Cuando les dices “ice pops”, ponen cara de no saber y te piden que les enseñes una, cuando lo haces dicen “ah, ice pops”. Entonces preguntan por los sabores, aún teniendo el letrero en sus narices (una vez más me sentí aludido, pero en esta ocasión preferí sonreír). Luego te preguntan si tú las haces, si el negocio es tuyo y otras cosas por el estilo, hasta llegar a desesperarte. Pero cuando se van, la propina suele ser generosa. Eso lo descubrí a los pocos días y desde entonces perdí el interés, pues siempre era lo mismo, te pongas donde te pongas, en el High Line, aquí en el parque, o en Times Square. Las vendo porque necesito el dinero, pero en realidad tengo un título universitario. No pienso hacer esto toda la vida, definitivamente.”
Dos días después Alicia me dijo que su amiga le había hablado para despedirse, pues le habían ofrecido un trabajo de niñera en San Francisco. Cuando llegué al Central Park el siguiente jueves, había un muchacho poblano al frente del carrito, pregonando con alegría los sabores de sus paletas, como si estuviera en la plaza de Cholula. De inmediato eché de menos la cara de hastío de mi amiga y decidí no comprar más. Así que pasé de largo y me perdí entre los senderos.
Buenísimo Historiador! Me hiciste reír. Hubieras puesto tus fotos con el carrito.
ResponderBorrarLa de guanábana siempre es una gran opción! Saludos Rodrigo.
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