martes, 26 de mayo de 2015

UN MONUMENTO PARA SANTA ANNA

El artículo de hoy va a generar polémica. Estoy seguro que va a asustar a algunas buenas conciencias y más de un lector me va a tildar de loco. Tan sólo espero no recibir llamadas amenazantes o que se presente en el Congreso una moción para que se me expulse del país, lo que sería una tontería, pues ya no vivo aquí. Aunque no creo que llegue a tanto, ya que por suerte tampoco soy tan conocido. Tan solo pido que se analice fríamente y sin pasiones lo que voy a escribir a continuación. En fin, allá va.

Sin duda alguna, uno de los personajes más controvertidos de la historia de México es el general y presidente D. Antonio López de Santa Anna. Y no es para menos. Su vida entera está llena de sucesos polémicos: la Guerra de Texas, la Guerra de los Pasteles, la Guerra contra los Estados Unidos, la venta de La Mesilla, 11 veces presidente y muchas cosas más. En torno a su figura se han tejido leyendas, unas buenas y otras malas, que nos impiden muchas veces comprender cabalmente a este singular personaje que indudablemente se convirtió en la figura central del México de la primera mitad del siglo XIX.



La historiografía oficial nos presenta a un Santa Anna convertido en el mismísimo demonio. Él le vendió a los gringos la mitad del territorio, él perdió Texas, él vendió La Mesilla. Sin ánimo de entrar en polémica por los dos primeros puntos (que por cierto son discutibles), me voy a centrar en el último de ellos.

La generación liberal de Benito Juárez, Melchor Ocampo, los hermanos Lerdo de Tejada y Guillermo Prieto, acusaron a Santa Anna de haber vendido a los gringos el territorio de La Mesilla. A simple vista, esto es un cargo muy fuerte, de eso no cabe duda. Por desgracia, los historiadores liberales, después los revolucionarios que se sentían herederos de éstos y por último los oficialistas vendidos a la ideología del Estado, nunca quisieron mostrarnos la verdad sobre este espinoso asunto, en el que el jalapeño merecería, en mi opinión, un voto de agradecimiento de la patria, ya que en otros asuntos sí se le puede culpar, más no en éste.

En efecto, el último gobierno presidido por Santa Anna celebró un contrato de venta con los Estados Unidos, por el cual México les cedía el extenso territorio conocido como La Mesilla y que abarcaba parte de los actuales estados de Chihuahua y Sonora. Santa Anna no era tonto, sabía que esto iba a darles nuevas armas a sus enemigos, pero patrióticamente decidió salvar a México de una nueva guerra que hubiera sido sin duda desastrosa. A más de 120 años de su muerte, cuando se supone que las pasiones se tienen que haber acallado, es momento de analizar detenidamente este escabroso episodio de nuestra historia patria.

Después de muchos avatares que no caben mencionar en este artículo, Santa Anna llegó por última vez a la presidencia el 20 de abril de 1853. Para su desgracia, al poco tiempo (1 de junio) moriría Lucas Alamán, su inteligente secretario de Relaciones Exteriores y el único capaz de contener a su futura “Alteza Serenísima”. A partir de este momento, Santa Anna perdió completamente el rumbo, dándose aires de emperador y gravando al pueblo con un sinnúmero de impuestos ridículos y agobiantes, cuyo destino era sostener a su todavía más ridícula corte.

Esto provocó desde luego nuevos levantamientos armados en el país, como el acaudillado en el sur por el viejo cacique Juan Álvarez, que unido a Ignacio Comonfort y a otros prominentes liberales, proclamaron el Plan de Ayutla. Este desorden quiso ser aprovechado por el gobierno de los Estados Unidos, que pensó encontrar en Santa Anna a un hombre ambicioso dispuesto a hacer lo que fuera por mantenerse en el poder y derrotar a sus enemigos. Total, ya en otras ocasiones lo había hecho. Para su sorpresa, se encontraron con un Santa Anna totalmente distinto que les demostró, además, que ya no iba a ser tan fácil aprovecharse de México y de su incuestionable debilidad. Hay que reconocer sin embargo, que éste quizá fue uno de los pocos momentos de lucidez patriótica del general presidente.

William Carr Lane

Antes de comenzar a narrar los episodios relativos a la venta de La Mesilla, es necesario hablar de un precedente inmediato. Con una voracidad impresionante, al poco tiempo de firmado el tratado de paz de Guadalupe Hidalgo en 1848, los Estados Unidos deseaban obtener más territorio mexicano. Uno de sus primeros intentos consistió en argumentar que la frontera del Nuevo México con Sonora y Chihuahua no había quedado bien precisada en el tratado. Por ello, el 6 de abril de 1853, poco antes de que Santa Anna asumiera la presidencia, el gobernador del Nuevo México, William Carr Lane, ocupó el territorio de La Mesilla, con el pretexto de que pertenecía a los Estados Unidos. El gobernador de Chihuahua, Ángel Trías, decidió entonces enfrentarlo al mando de una escasa tropa y con la sola bandera del derecho violado.

Pero el procedimiento de Carr Lane había sido tan escandaloso y tan enérgica la protesta de México, que el gobierno estadounidense decidió destituir al gobernador y pedir excusas al gobierno mexicano. Hecho esto, buscaron otro procedimiento para hacerse de más territorio.

Confiando en la manifiesta debilidad del gobierno mexicano, el secretario de Estado de los Estados Unidos, William L. Marcy, por instrucciones del presidente Franklin Pierce, envió en octubre de 1853 como comisionado ante el gobierno mexicano a James Gadsen, sujeto que resultaba ser el típico producto del Destino Manifiesto, dispuesto a tomar por la fuerza lo que México no quisiera entregar de buen grado. Una vez instalado en la ciudad de México, el secretario Marcy le envió por conducto de Christopher Ward, las exigencias del gobierno que Gadsden debía entregar al mexicano. Estas exigencias se referían al deseo de nuestros vecinos de adquirir nuevo territorio a costa de México (pagando desde luego la retribución que ellos consideraran como la más justa para ambos), y autorizaban a Gadsden a negociar las siguientes líneas fronterizas:

James Gadsen

1) La primera línea partía de un punto en el Golfo de México, a la mitad del camino entre Boquillas Cerradas y la Barra de Santander, y segregaba de México una gran parte de los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Durango, así como una fracción importante de Sonora y la totalidad de la Baja California y sus islas adyacentes. La superficie de territorio mexicano reclamada era aproximadamente de 324,000 kilómetros cuadrados, a cambio de las cuales ofrecían hasta 50 millones de dólares.

2) La segunda línea partía también del Golfo de México, a la mitad del camino entre los ríos Grande (Bravo) y el de San Fernando, y despojaba a México de una parte de los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Sonora, en proporciones inferiores a las reclamadas en la primera línea. La superficie de este territorio ascendía aproximadamente a 129,500 kilómetros cuadrados, a cambio de las cuales ofrecían hasta 30 millones de dólares.

3) La tercera línea se iniciaba en el cañón del río Grande (Bravo), abajo de San Eleazario, a los 32º de latitud norte, y despojaba a México de una parte de los estados de Chihuahua y Sonora, así como la totalidad de la Baja California y sus islas adyacentes. La superficie de este territorio ascendía aproximadamente a 176,000 kilómetros cuadrados, a cambio de las cuales ofrecían hasta 30 millones de dólares.

4) La cuarta y última línea autorizada, principiaba también en el cañón del río Grande (Bravo), abajo de San Eleazario, a los 31º grados de latitud norte y despojaba a México únicamente de una parte de los estados de Chihuahua y Sonora. La superficie de este territorio ascendía a 47,000 kilómetros cuadrados, a cambio de las cuales ofrecían hasta 20 millones de dólares.

A pesar de lo anterior, el mismo gobierno gringo estaba consciente que, debido a la reciente mutilación que habían hecho con México (la paz se había firmado hacía apenas cinco años), el gobierno de Santa Anna podría negarse a aceptar las cuatro líneas propuestas. Por ello, autorizaba a Gadsden a proponer, sólo en este caso, la cesión del territorio conocido como La Mesilla, que los gringos consideraban “indispensable” para el tendido del ferrocarril que uniría a California con el resto de la Unión. A cambio de este territorio, Gadsden podía ofrecer hasta 15 millones de dólares. Por supuesto, en cualquiera de los cinco casos, México tenía que eximir además a los gringos de cumplir con la obligación de impedir que los indígenas cruzaran la frontera para atacar poblaciones mexicanas, consignada en la cláusula XI del tratado de paz de 1848.

Para presionar al gobierno mexicano, los Estados Unidos patrocinaron descaradamente a grupos de filibusteros para que invadieran La Mesilla, y además, autorizaron a Mr. Gadsden para que hiciera saber al gobierno de México que de no entregarse de buena gana el territorio disputado, el pueblo de los Estados Unidos lo tomaría por la fuerza. Esto constituía una evidente amenaza de guerra, misma que México no podía sostener y Santa Anna así lo sabía.

En la nota que Gadsden le entregó se dejaba ver claramente la prepotencia del comisionado y de su gobierno. En ella argumentaba que los conflictos fronterizos entre los dos países sólo podían resolverse “mediante la extensión de las fronteras de una de estas potencias, a modo de establecer entre ambas una barrera permanente y respetada”. Por supuesto la potencia que habría de extenderse no sería México.

Más adelante, y con un descaro que daría vergüenza a cualquier gobierno en la actualidad, Gadsden decía en su nota que:

Es una vieja máxima nacional, confirmada por la historia, que los ríos y los valles unen a un pueblo, en tanto que las montañas y los obstáculos infranqueables lo separan. Ningún poder podrá prevenir, con el tiempo, que todo el valle del río Grande se encuentre bajo el mismo gobierno...y la parte occidental de Texas volverá al gobierno de México, o los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua, mediante sucesivas resoluciones o compras, acabarán por unirse a Texas. Estas son solemnes verdades políticas, a las que ciertamente nadie puede cerrar los ojos... El tratado de Guadalupe inculca una lección instructiva; es una sabia política la que previene que cuando los acontecimientos son inevitables, mejor se busque resolverlos por armoniosa cooperación, y no precipitarlos por medio de una oposición violenta y sin resultados...


A pesar de esta clara amenaza de guerra, Santa Anna decidió resistir. Las negociaciones no avanzaron y Gadsden comenzó a desesperarse, a grado tal que presentó a Manuel Díez de Bonilla, el secretario de Relaciones Exteriores mexicano, un carta en la que le hacía ver los peligros que para México significaba resistirse a los deseos expansionistas estadounidenses. En ella le hablaba del hecho de que su gobierno no podría frenar por más tiempo a los colonos que se encontraban ya deseosos de instalarse en el nuevo territorio para hacer de él un lugar “próspero y rico”. Además, advertía de la posibilidad de que se repitiera la historia de Texas en los seis estados fronterizos mexicanos y en la Baja California. Terminaba la carta exigiendo la entrega de los territorios comprendidos en la primera línea propuesta, es decir, la más grande de ellas.

Ante esta violenta actitud, Santa Anna comprendió que no podría evitar el despojo, pero a pesar de ello decidió tomar al toro por los cuernos y ceder lo menos posible. Sabía que no podía portarse como un bravucón, porque tal actitud ocasionaría una guerra para la que México no estaba preparado y cuyo resultado sería sin duda alguna la desaparición completa del país como ente independiente, ya porque fuera anexado a los Estados Unidos en su totalidad, o porque se convirtiera en un protectorado yankee.

Manuel Díez de Bonilla

Decidido por lo mismo a negociar, Santa Anna nombró el 30 de noviembre de 1853 como comisionados del gobierno mexicano a los señores José Salazar Ylarregui, Mariano Monterde y Lucas de Palacio, quienes se reunieron el 10 de diciembre para discutir los términos del tratado junto con Díez de Bonilla y Gadsden. La primera línea propuesta por este último fue rechazada sin discusión por los mexicanos, durante la celebración de la segunda conferencia, el 16 de diciembre.

Ante las exigencias de Gadsden para adquirir por lo menos la Baja California, Díez de Bonilla mostró que México sólo podría ceder el terreno indispensable para la construcción del famoso ferrocarril. Cabe destacar que Santa Anna nunca le dio a Díez de Bonilla poderes para enajenar territorio alguno, sólo para negociar.

La nueva línea fronteriza propuesta por Díez de Bonilla es la que actualmente divide a las dos repúblicas y gracias a la cual, la totalidad del Golfo de California y Paso del Norte (hoy Ciudad Juárez) quedaban dentro de territorio mexicano. Con esto, Díez de Bonilla le quitaba a Gadsden su principal bandera, la del territorio para la construcción del ferrocarril.

Éste decidió entonces desenmascararse por completo y exigió de nuevo la entrega de los territorios comprendidos en la primera línea. Santa Anna hizo saber a Díez de Bonilla que no estaba dispuesto a ceder ante las exigencias del comisionado extranjero y que no le daría más territorio del ofrecido para la construcción del ferrocarril. Así lo indicó éste a Gadsden en la reunión sostenida el 23 de diciembre. Ante esta firme actitud, Gadsden comenzó a ceder, y aceptó finalmente la línea propuesta por Díez de Bonilla, siempre y cuando se eximiera a su gobierno del compromiso ya mencionado de la cláusula XI del Tratado de Guadalupe.

El tratado se firmó el 30 de diciembre de 1853 en el edificio de la legación estadounidense. El territorio cedido por México era de poco más de 78,000 kilómetros cuadrados y el gobierno vecino ofreció pagar 10 millones de dólares.

Aquí se puede ver todo lo que perdimos en manos de los Estados Unidos

Después de analizar las negociaciones del tratado y de observar la actitud prepotente con que se presentó el gobierno de los Estados Unidos a través de su comisionado Gadsen, sólo queda quitarse el sombrero ante el patriotismo y la habilidad negociadora desplegada por Santa Anna. Es cierto que su actuación anterior al frente del gobierno de la república puede ser blanco de muchas críticas, unas fundadas y otras no; pero por la firma de el Tratado de La Mesilla, la nación debería levantarle un monumento en el Paseo de la Reforma al general D. Antonio López de Santa Anna, ya que con su patriótica y realista conducta aguantó las exigencias de los Estados Unidos y salvó a México de una nueva guerra cuyas consecuencias estaríamos todavía lamentando.

Este tratado, más que ser vergonzoso para México o para Santa Anna, debe ser vergonzoso para el país que lo exigió, violando los más elementales derechos de las naciones civilizadas, es decir, debe ser vergonzoso para los Estados Unidos. Sería bueno que los Estados Unidos comenzaran a pedir perdón a todos aquellos países a quienes han agredido con su prepotencia y su conducta injusta y sin escrúpulos, empezando desde luego con nuestro querido México. La lista sería muy larga.

Es cierto que el Tratado no fue lo mejor que le pudo haber pasado a México, pero sí es cierto que Santa Anna logró obtener el menor de los males con tal de salvar a su patria. Aunque por otro lado, el destino del dinero pagado por los Estados Unidos es algo que Santa Anna aun tiene que aclarar, pues también es cierto que su gobierno, debido a los altos costos de su corte, estaba urgida de dinero. Por cierto, el famoso ferrocarril que tanto decían los estadounidenses nunca se construyó y en el territorio comprado a México surgieron ciudades como Tucson y Phoenix. Y por otro lado, cuando el comisionado mexicano para recibir los pagos se desplazó a Washington por ese motivo, aprovechó para cobrarse del primero de ellos la cantidad de 68,000 pesos pos concepto de comisión. Su nombre era Francisco de Paula y Arrangoiz, miembro distinguido del partido conservador, lo que nos muestra que eso de los moches y las comisiones no son algo nuevo en nuestra sufrida patria.

Para terminar, quiero insertar una esquela que apareció publicada a la muerte de Santa Anna en el periódico oposicionista El Ahuizote, el viernes 23 de junio de 1876. Dice así:

El Sr. General de División D. Antonio López de Santa-Anna. Ayer, a las ocho de la mañana, un modesto cortejo fúnebre, compuesto de los amigos íntimos de este general, conducían sus despojos mortales al panteón de la Villa de Guadalupe.
Ante la tumba acalla el grito destemplado de las pasiones. Si cuando el general Santa-Anna rigió los destinos de México, cometió algunos errores, fueron estos más bien hijos de la época en que gobernaba; en cambio este hombre, joven aún, tomó parte, y muy activa, en la independencia de la patria.
En Veracruz acabó con los restos de los españoles. Fue después el fundador de la República. En Tampico venció a las huestes de Barradas, ahogando el último esfuerzo que se hacía en contra de la independencia. En 1836 derramó su sangre en las playas de Veracruz, defendiendo al país en contra de los franceses.
En la Angostura humilló el orgullo de los americanos, y en las batallas del Valle de México peleó también contra el ejército invasor.
La nación debió a este general importantes servicios. Su nombre está escrito en la epopeya de nuestros héroes.
¿Gobernó mal a la nación? Siquiera tuvo la franqueza de gobernar según su capricho: era un dictador. Lerdo (se refiere al entonces presidente Sebastián Lerdo de Tejada) tiene una Constitución liberal, a la que debía sujetarse, y no gobierna mejor que el general Santa-Anna, ni tampoco la patria le debe ni un suspiro.
Aquel hombre que ha muerto ya, bajó a la tumba sin pompa ni ostentación. Acabó sus días en la miseria.
Respetemos la memoria del proclamador de la República, del héroe de la independencia. Perdonemos los errores del gobernante, y pidamos a Dios el descanso del hijo de México que contra tres naciones defendió la independencia nacional.
La Redacción.

Espero que esta esquela, publicada por un periódico que se preciaba de ser jacobino en extremo, nos sirva como lección y permita al general Santa Anna recuperar el lugar que merece en nuestra historia: el de un hombre como todos, con virtudes y defectos, al que jamás se le podrá acusar seriamente de traidor y vende patrias, aunque sí de inconsecuente, de mal gobernante, de ambicioso y de conspirador consumado, en pocas palabras, de ser un hombre del México de su tiempo.


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