jueves, 7 de mayo de 2015

VIENA, LA ANTIGUA CAPITAL DE LOS HABSBURGO... Y DE LOS CAFECITOS (1a DE CUATRO PARTES)

Pues sí, de los cafecitos. Si algo es famoso en Viena son los cafecitos callejeros. ¿O quien no ha probado o al menos escuchado de un café vienés? Claro que en la época del año que fuimos, el café se antojaba, pero no en la calle, sino cómodamente instalados en el interior del local. ¡Hacía mucho frío!

Llegamos a Viena, procedentes de Praga (ya después les contaré sobre ese viaje), un 26 de diciembre por la tarde. El tren estuvo muy bien. Salió a tiempo, iba casi vacío e incluso Judith se pudo dormir acostada en unos asientos vacíos. ¡Qué diferencia con el que nos llevó de Viena a Budapest! ¿Lo recuerdan? Además, el paisaje era encantador. Bosques nevados, pequeños pueblos, ruinas de castillos que se veían a lo lejos (pero muy a lo lejos), y por la otra ventanilla, suburbios muy feos de ciudades, bodegas abandonadas, casas en ruinas y todas grafiteadas. Vaya, un paisaje común y corriente, como el que se puede ver en cualquier parte del mundo.

Nos bajamos en la estación principal de trenes de Viena, y lo primero fue encontrar la forma de llegar al hotel, así que sin dudarlo me dirigí a la oficina de información, donde un simpático viejito austriaco me explicó como tomar el metro y donde bajarme. Y allí vamos. Nos subimos al metro y nos pusimos a contar las estaciones para no pasarnos de nuestro destino. Hay que decir que el metro funciona muy bien, sin retrasos, está limpio y las estaciones cuidadas. Casi, casi como el de Nueva York (léase con tono sarcástico). Por fin llegamos y salimos a la calle. Ahí tuvimos que localizar el hotel y comenzar a caminar, con un frío que pelaba y arrastrando las maletas en medio de la nieve. Lo bueno es que el hotel no estaba lejos.

Por las calles de Viena

De hecho, éste estaba muy bien situado. Se llama Arcotel y se encuentra a una cuadra de la estación Burggasse Stadthalle del metro (no pregunten que significa por que no lo sé, entre mis habilidades todavía no está la de hablar alemán), además de varias líneas de tranvías y camiones. Así que mejor no podíamos estar. Nos registramos, subimos al cuarto, dejamos las maletas y bajamos de nuevo a la recepción, donde como buenos turistas, pedimos de inmediato mapas de la ciudad y le dimos una peinada al mueble donde se encuentran los trípticos, brochures o como quieran llamarles, con toda la información de lo que un turista promedio puede hacer en la ciudad. Y como siempre sucede, tan solo dos o tres eran realmente de interés. Así que mejor preguntamos en recepción como llegar al centro y, tras varios intentos para hacernos entender, al final nos explicaron como llegar.

Iglesia de San Esteban

Uno tiene que salir a la calle, tomar el metro, hacer un transbordo y ¡voilá! está en el centro. Como ven, no es tan complicado. Saliendo de la estación nos topamos de frente con la hermosa catedral de San Esteban, a la que en ese momento no pudimos entrar porque estaban en misa, así que caminamos alrededor de ella, admirándola al tiempo que veíamos las calles laterales y las típicas calesas tiradas por caballos en las que por un precio nada módico los turistas fingen que están en otra época, anterior al uso de los automóviles. Cualquier ciudad que se respete, cuenta con ese tipo de transporte engañabobos. Por eso la ciudad de México no lo tiene. En su lugar, los chilangos contamos con el bicitaxi, que es lo mismo pero más barato. En uno de los laterales de la iglesia pudimos observar una serie de fotos que mostraban el estado en que quedó la misma al término de la Segunda Guerra Mundial. Totalmente destruida. Los techos hundidos, las paredes caídas, todo un desastre, vaya. Y sin embargo, ahora uno la podía ver completamente restaurada, con el aspecto que tenía en sus mejores épocas. Algo parecido habíamos visto en Praga.

Las famosas calesas a un costado de la iglesia de San Esteban

Lo que si pudimos hacer fue subir a una de las torres (pagando el precio respectivo, claro) para admirar la vista de la ciudad. ¡Madre mía! De verdad que estamos locos. Casi mil escalones (Judith los contó) en una estrecha escalera circular en la que, además, teníamos que pegarnos a la pared cuando alguien venía bajando. A la mitad ya no podíamos con nuestra alma. Ya no estamos en edad de hacer esas cosas, hombre. Pero a pesar de todo, llegamos y la vista valió la pena. Tras descansar un poco, nos dispusimos a bajar. Total, eso es más fácil. Como dice mi mamá, de bajada, hasta rodando.

Caminando, caminando se nos hizo de noche. Eran ya las cinco de la tarde (recuerden que estábamos en pleno invierno) y de repente nos encontramos con el convento de los Capuchinos. ¿Y?, dirán muchos de ustedes. Pues por si no lo saben, ahí están enterrados la mayoría de los miembros de la familia Habsburgo, que reinó en Austria de forma ininterrumpida desde 1273 con Rodolfo I hasta 1918 con Carlos I. ¡Un titipuchal de años! Entre otros, ahí se encuentran los restos del famoso Maximiliano de México, en un ataúd sencillo, sin ningún adorno, tan sólo una pequeña placa que, en alemán, explica de quien se trata. Lo que sí llamó mi atención es la presencia de varias banderitas mexicanas, botellitas de tequila (de esas que venden con un sarape y un sombrerito que dice "Viva México ca..." en cualquier tienda de recuerdos del aeropuerto o de las zonas arqueológicas y que a los gringos les encantan), flores y una que otra carta. Nostalgia de algunos monárquicos trasnochados.

Tumba de Maximiliano


Algunas de las tumbas, especialmente las del siglo XVIII, son realmente fabulosas, dignas del estilo barroco en el cual están construidas. Especialmente llamó mi atención la de la emperatriz María Teresa, a la que por ser mujer no querían dejar que reinara, lo que provocó la sangrienta guerra de sucesión austriaca que, para variar, involucró a la mayoría de los países europeos. Por cierto, María Teresa fue la mamá de la famosa María Antonieta, esa a la que guillotinaron los franceses cuando querían hacerle un corte de pelo muy de moda en aquella época.

Tumba de María Teresa


Saliendo de ahí fuimos a comer, pues el hambre ya era canija. Comimos delicioso. La verdad es que les debo el nombre del restaurante, pues no lo recuerdo, pero si puedo asegurarles que nuestro primer encuentro con la comida austriaca fue muy bueno. Comimos un aperitivo que incluía queso de oveja, después un arroz muy bien preparado y carne de res de primera.

Al terminar, nos quedamos sentados un poco más para descansar los pies y hacer algo de tiempo antes de dirigirnos a nuestro primer destino musical. Habíamos comprado desde Nueva York boletos para un concierto de Mozart en una capilla en la que él había tocado en vivo y a todo color. Los boletos decían que el concierto era en la Casa de Mozart, y tras localizarla en el mapa, nos dirigimos a ella. Por suerte no quedaba lejos, pues como normalmente nos ocurre, ya íbamos con el tiempo justo. Al llegar, entramos y preguntamos por el concierto. La persona que se encontraba en la puerta nos miró con extrañeza y nos preguntó que cual concierto. Le enseñamos los boletos y nos dijo que no era ahí, que ese era el Museo de la Casa de Mozart y el concierto era en una capilla que se encontraba dos calles más allá. Así que allá vamos corriendo entre el frío y la nieve. Y en balde, porque cuando llegamos apenas estaban saliendo los de la función anterior y faltaban como diez minutos para que empezara la nuestra. Es decir que iba a empezar tarde. Y luego presumen de la puntualidad de la raza germánica.

La Sala Terrena


La capilla en cuestión, llamada "Sala Terrena", es un hermoso ejemplo de la decoración barroca. Es muy pequeña pero está profusamente decorada. Mozart trabajó muchas veces en ella, tocando para el obispo Colloredo en 1781. La música estaba a cargo del cuarteto Mozart Ensemble. El lugar era espectacular y el cuarteto también. Fue una velada muy agradable, aunque al final, ya nos estábamos cayendo de sueño, así que al salir, nos dirigimos de inmediato al metro para llegar al hotel. Esa noche dormimos como troncos.

(Continuará)

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