Viajamos a China en diciembre de 2007. Ese fue nuestro primer contacto con el Lejano Oriente. Tras un viaje de 5 horas a San Francisco, donde hicimos escala, salimos con rumbo a Shanghai, donde sería nuestra primera parada en territorio chino. Fueron 13 terribles horas de vuelo, en medio de la incomodidad que representan por tan largo tiempo los estrechos asientos de la clase turista. Cada vez que podía me levantaba para caminar un poco, pero como mucha gente tenía la misma idea que yo, los pasillos solían lucir un poco congestionados. Sin embargo, la emoción de conocer una cultura tan diferente a la nuestra como lo es la china, hacía que las molestias valieran la pena.
Por fin aterrizamos en el aeropuerto internacional de Pudong, para después tomar el tren bala que nos llevó al centro de la ciudad. Ahí me llevé una pequeña decepción, pues aunque ya sabía que Shanghai es una ciudad moderna, esperaba al menos ver algo de arquitectura tradicional china. Algo sí que hay, pero en su mayor parte no es original. Ahí nos quedamos tres días, donde aprovechamos para recorrer algunos barrios modernos y otros no tan modernos. Incluso, sin saber ni pizca de chino, nos subimos a un camión urbano para viajar al centro, donde nos adentramos en una calle llena de pequeños comercios que, en su mayor parte, vendían memorabilia de la época de Mao. Yo me compré una mochila de lona verde con una estrella roja que, según me explico el vendedor en un inglés bastante malo, perteneció a uno de los Guardias Rojos durante la Revolución Cultural de los años sesenta. A saber si es verdad. Pero aquí también entramos en contacto con la técnica china de ventas cuando el posible comprador es un turista que no habla el idioma. Primero, es necesario aclarar que en China el regateo es toda una institución. Sabiendo esto, el vendedor saca una calculadora y escribe el precio del objeto que el turista le indica. Éste debe de tomar la calculadora y poner a su vez el precio que está dispuesto a pagar. Le regresa ésta al vendedor y éste, moviendo la cabeza, pone un nuevo precio, y así hasta que el vendedor, disgustado, guarda la calculadora. Esa es la señal de que no está dispuesto a bajar más el precio. Pero el método funciona, pues así se pueden obtener precios realmente bajos.
El Shanghai moderno |
Como dije, tres días después tomamos un avión para dirigirnos a Beijing, la capital del gigante asiático. Aquí las cosas fueron distintas. En Shanghai contábamos con la presencia de un familiar que se encargó de enseñarnos la ciudad y de discutir con los taxistas cuando era necesario, pero aquí estábamos completamente solos y desamparados. ¡Eso fue lo mejor!
A los turistas nerviosos y poco aventureros, quiero decirles que no tienen de que preocuparse, pues aunque poca gente habla inglés y mucha menos gente habla español, en todos los hoteles le dan a uno una tarjeta con el nombre del hotel y de los principales sitios de interés, todo ello escrito en chino y en inglés, para que uno se la pueda enseñar al taxista, indicándole con el dedo a donde va. Pero hay que fijarse bien donde pone uno el dedo, por que si no lo llevan a un lugar diferente.
En primer lugar fuimos al Templo del Cielo, un hermoso complejo que tiene en su centro un gran templo circular, en el que los emperadores pedían a los dioses que dieran buenas cosechas al imperio en primavera y regresaban en el otoño para agradecer, si era el caso, por los frutos obtenidos. Este templo se construyó en 1420 y es uno de los ejemplos más hermosos de la arquitectura religiosa china.
Templo del Cielo |
Al día siguiente visitamos la Ciudad Prohibida, la antigua residencia de los emperadores chinos, que se comenzó a construir en el siglo XV. Como historiador, no podía dejar de ir ahí. He de decir que diciembre es una de las mejores épocas para visitar China. El clima es muy frío (y de hecho me pasó factura con una gripa que me acompañó el resto del viaje), pero no hay mucho turismo, lo que permite pasear por los grandes monumentos de la capital sin aglomeraciones.
La Ciudad Prohibida |
Y así fue en la Ciudad Prohibida, un complejo palaciego construido a lo largo de cuatro siglos y que muestra algunos de los mejores ejemplos de la arquitectura y del arte chino. Su visita, debido a su enorme tamaño, requiere de un día completo. Mi recomendación es simplemente caminar y meterse a cuanta puerta vean abierta, a cuanto rincón se asome entre dos paredes y a cuanto pasillo misterioso se encuentren, pues de esa forma encontraran los rincones más hermosos del complejo. Lo único decepcionante es que, ante la afluencia de turismo "occidental", el complejo se ha llenado de tiendas de recuerdos donde venden desde imanes para el refrigerador hasta valiosas piezas de jade, pasando por cuanta chuchería se les ocurra. Eso sí, todo hecho en China.
Plaza Tiananmen. Al fondo, la Ciudad Prohibida. |
Recomiendo asimismo salir por la puerta sur, pues esa los conduce directamente a la famosa plaza Tiananmen, centro político de la capital y, por mucho, la plaza más grande del mundo, lugar donde ocurrió la matanza de estudiantes en 1989, cuando éstos pedían reformas al opresivo sistema político.
Ignoro por qué, pero en esa plaza mucha gente me confundió con ruso, diciéndome algo así como "russa, russa", a lo que yo respondía "No, México". Entonces, el chino que me lo había dicho sonreía y decía "ah, mussico". Han de haber creído que yo era una especie de músico ambulante ruso. No sé si era por mi barba crecida o por el gorro que me había comprado nada más llegar a Beijing y que es el que utilizan tanto rusos como chinos para taparse del intenso frío.
Pero por hoy es suficiente. Otro día les contaré más sobre Beijing y el resto de nuestro viaje a China.
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