martes, 17 de marzo de 2015

EL PINOLILLO


Les dejo un pequeño cuento que escribí hace tiempo.


Pinolillo nació en febrero. Su madre era una magnífica yegua alazana, propiedad de don Juan, el dueño de la hacienda vecina. Era una yegua que envidiaban todos los rancheros de la región. En Zitácuaro no existía animal más fino, decían. Y más hermoso. Y más noble. Y más orgulloso. ¡Qué suerte la de don Juan, que se la compró, cuando era pequeña, a don Filomeno, su suegro, que tras convertirse en monje budista, decidió deshacerse de todas sus propiedades! Según don Filomeno, la yegua descendía de un magnífico alazán tostado que Maximiliano había traído a México durante su efímera aventura imperial. Nunca lo probó, pero, ¡a quién le importaba! La yegua era magnífica.

Su padre, era un gran pura sangre, de raza árabe, que había traído en mi último viaje por Inglaterra. Negro como la noche, su pelaje brillaba con la luz de la luna como si fuera un fantasma, vagando por los establos sabiéndose superior al resto de los caballos que lo compartían con él. En su mirada se reflejaba el orgullo de quien se sabe vencedor en muchos derbys del pasado y cuyo tranquilo presente tan sólo es engendrar a los campeones del futuro. Por eso lo adquirí. Y por eso lo trataba con todos los miramientos posibles. Tres peones se encargaban día y noche de su cuidado. Comía la mejor pastura posible, importada desde Francia y complementada con un suplemento alimenticio que traía directamente de los Estados Unidos. En esas circunstancias, cuando decidí cruzarlo por primera vez, no pude menos que escoger a la famosa yegua de don Juan. Y jamás me arrepentí.

Pinolillo era tan sólo el primero de una raza de campeones que pensaba correr en el Hipódromo de las Américas. Con él pensaba crear el grupo de caballos de carreras más famoso de la historia de México. En la mirada del Pinolillo pude advertir desde el primer momento que no me defraudaría. Sería el mejor. Tenía que ser el mejor.

Se lo encargué a uno de mis caballerangos, aquel a quien todos llamaban “el Nano”, nunca se supo si por su poca estatura o por su cariño hacia los niños, de quien siempre se rodeaba y a quienes gustoso enseñaba a montar y a cuidar de mis caballos. Por eso es que Pinolillo, siendo también como un niño, no tardó en entenderse con “el Nano” y juntos empezaron a entrenar. No cabía duda que Pinolillo era feliz.

Pinolillo era un hermoso potrillo, de un color rojo granate, como el fuego, como la sangre, como el tezontle, color que hubiera envidiado, si pudiera, el sol del amanecer. En la frente portaba orgulloso una mancha negra, herencia sin duda de su padre. Sus patas eran altas y fuertes, presagiando así que sería un caballo de gran alzada, ligero y rápido, todo un campeón. En sus ojos brillaba el tesón y la inteligencia de quien se sabe predestinado a grandes cosas. Pero lo que más llamaba la atención, era una pequeña mancha en forma de sol que tenía en la parte baja del anca derecha. Parecía un lunar. O un tatuaje. Nadie supo explicarlo, pero desde el principio se convirtió en su emblema, en nuestro emblema, pues decidí utilizar ese símbolo como el signo de nuestra casa.
El rancho se llamaba San José del Guacamole. Lo había heredado de mi padre hacía varios años y desde entonces había tomado la decisión de convertirlo en el hogar de los mejores caballos de carreras, en la sede de los establos más reconocidos del país. Tras pedir asesoría a un experto del Hipódromo, mandé construir una pista de carreras en el rancho. En ella, Pinolillo y “el Nano” entrenaban todos los días. En un principio, el potrillo caminaba con paso vacilante, sin saber bien a bien que se esperaba de él, pero pronto afloró el espíritu de su padre, y empezó a correr con gran ligereza y velocidad. Era indudable que Pinolillo había nacido para ser un campeón.

El tiempo mostró que no me había equivocado. Pinolillo se convirtió en un hermoso ejemplar, con una gran alzada y una mirada que obligaba a fijarse en él. Antes de correr, era pensativa y fría. Mientras se desplazaba por la pista a gran velocidad, era de fuego, mostrando una gran inteligencia y una enorme pasión. Cuando tuvo la edad apropiada, le conseguimos un jinete, un joven jockey deseoso de llegar lejos, llamado “el Gordo”. En realidad era muy delgado, como corresponde a cualquier jockey, pero con ánimo de burla, sus hermanos le habían puesto ese apodo desde pequeño.
Los rancheros de los alrededores venían a verlo correr. Era la envidia de toda la región. Lo más curioso es que parecía que su entrenador no sólo le había enseñado a correr. El Pinolillo había aprendido también a querer a los niños. Aunque no toleraba que los adultos se le acercaran, con la excepción de “el Nano”, “el Gordo” y yo mismo, no dudaba en mostrar su felicidad cuando había algún niño cerca, permitiendo que lo montaran y jugando con ellos como uno más de la pandilla.

Pronto me encariñé con el Pinolillo. Aunque en el rancho hubo más potrillos, ninguno llegó a mi corazón como él. Hermoso, inteligente y cariñoso, estaba destinado a darme grandes satisfacciones.

Cuando cumplió los dos años, lo llevé por primera vez a la ciudad de México. Había comprado un transporte especial para caballos, grande y cómodo, para que realizara el viaje sin grandes inconvenientes. Tras cruzar Villa Victoria, Toluca y Lerma, a las tres horas entramos a la capital de la República por el rumbo de Santa Fe. Inmediatamente enfilamos rumbo al Hipódromo de las Américas. Antes de salir del rancho, yo había hablado personalmente con el encargado de las inscripciones para la temporada de carreras. Era un hombre regordete y afable, llamado don Alfonso. Inmediatamente ordenó que Pinolillo fuera llevado a las instalaciones del Hipódromo para realizarle los estudios necesarios que indicarían si estaba apto para correr. Todos los pasó sin problemas. El mismo don Alfonso me dijo que jamás había visto caballo semejante.

Dos semanas después ganó su primera carrera. Pronto se convirtió en la sorpresa y en la sensación de la temporada. Las victorias se sucedieron una tras otra. Pinolillo corría con ligereza, rápido como el viento de un huracán, lo que provocaba que su color rojo le diera un aspecto espectral, y normalmente ganaba por más de cinco cuerpos. Por ello, fue seleccionado para correr en el Gran Derby. No tuvo dificultades. A pesar de competir con caballos de mucha valía y de tener las apuestas en contra, se convirtió en el campeón que todos queríamos.

Año tras año, Pinolillo regresaba al Hipódromo y cosechaba triunfos por montones. Pronto me llegó la invitación para que corriera en los Estados Unidos. Iniciamos los preparativos. Sin embargo, el día en que partiríamos, Pinolillo se negó a subir a su remolque al darse cuenta que “el Nano” no podría ir con nosotros. Por su ideología izquierdista, los gabachos le habían negado la visa y no podría viajar. Hubo que suspender el viaje y cancelar su participación en los hipódromos de allende las fronteras. No importó. Pinolillo nos había dado demasiadas satisfacciones. Siguió corriendo en México, sin perder una sola carrera. A su lado, viajamos por toda la República, conociendo lugares increíbles y formando nuevas amistades.

El día llegó. Cinco años después de su debut en la ciudad de México. Pinolillo perdió su primera carrera. A él pareció no importarle. De hecho, más que una carrera, había sido un entrenamiento. Corrió al lado de varios caballos, frente a sus respectivos dueños, en una sesión preparatoria antes del inicio de la temporada de carreras. Un hermoso caballo pardo lo superó sin problemas. El Pinolillo se veía triste. En esa ocasión, “el Nano” no pudo acompañarnos, pues una enfermedad producto de sus muchos años, lo habían postrado en cama. Decidí entonces cancelar su participación en la temporada, pues prefería que se retirara en la plenitud de su gloria, que verlo convertido en un caballo viejo y derrotado. Regresamos al rancho. Tras pensarlo un poco, regalé el Pinolillo a mi viejo caballerango. Nunca vi al Pinolillo tan feliz. Con el paso de los años, supe que había hecho lo correcto. La mayor satisfacción que me dio, fue el cariño que siempre mostró hacia “el Nano”. Verlos felices a ellos, me hacía ser feliz a mí. Ellos disfrutaban su amistad mientras yo viajaba a la capital para participar en las carreras con otros caballos, hijos también de los padres de Pinolillo. Pero aunque a veces ganaban, ninguno alcanzó la fama de éste.

Pero llegó la ocasión en que “el Nano” no se levantó más de su cama. Mi viejo amigo había muerto. El Pinolillo no volvió a ser el mismo. La tristeza lo invadió. No pudo sobrevivirlo por mucho tiempo, tan sólo un par de meses. Se fue consumiendo con gran rapidez. Cuando murió, lo enterramos junto a “el Nano”, bajo un hermoso álamo que había frente a la casa principal del rancho. Decidí vender mis demás caballos. No quería volver a ver un Hipódromo en mi vida. En mi vieja pista de entrenamiento decidí plantar aguacates, regresando así a lo que mi padre había soñado cuando adquirió el rancho. Tan sólo conservé a mi lado a uno de mis caballos, un pequeño potrillo que había nacido pocas semanas antes de la muerte de “el Nano”. Era el único hijo del Pinolillo y, como él, tenía un color rojo que recordaba al sol del amanecer. En su mirada se veía el mismo fuego que su padre había tenido en sus mejores momentos de gloria. Intuí que tenía entre mis manos a otro campeón, aunque en lugar de entrenarlo para las carreras, decidí entablar con él una amistad tan estrecha y duradera como la del Pinolillo con “el Nano”. Aún no se por qué, pero decidí llamarlo “Pablo”. Han pasado quince años, y “Pablo” sigue siendo mi mejor amigo.

F I N



1 comentario:

  1. No soy fan de los caballos, ni de las haciendas, pero sí soy fan de las personas que toman un papel generoso en la vida. O sea de Ruy y Pinolillo. Gracias por compartir!

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