sábado, 18 de abril de 2015

BUDAPEST, ¿EL PARÍS DE EUROPA ORIENTAL? (2a DE CUATRO PARTES)

Al día siguiente, salimos a buscar una oficina de correos para enviar unas cuantas postales a nuestros sobrinos. Nos dijeron que ahí, muy cerca del hotel, había una. Nunca la encontramos pero pudimos ver de día el hermoso barrio en que nos encontrábamos.

Así que decidimos visitar el castillo de Buda. Para llegar, en lugar de tomar el metro, nos paramos en la avenida Andrássy en espera de un camión que nos llevara hasta allá. En el mapa de las rutas del transporte público vimos que había uno que cruzaba el río y nos dejaba en la plaza Clark Adam, desde donde podríamos tomar el funicular que sube hasta el castillo. Antes de continuar, quiero aclarar que estaba haciendo un frío terrible. Estábamos, si mal no recuerdo, a menos cinco grados centígrados. Así que mientras esperábamos a que llegara el camión, nos dedicamos a buscar algún pedazo de banqueta donde pegara el sol, en un vano intento por entrar en calor. Lo bueno es que ya estamos un poco acostumbrados a eso debido al frío que hace en Nueva York.

El camión tardó como 10 minutos en pasar. Nos subimos y por suerte conseguimos lugar para sentarnos y poder observar la hermosa avenida Patrimonio de la Humanidad mientras bajábamos hacia el castillo. Por cierto, en Budapest, como en muchas ciudades de Europa, para utilizar el transporte público uno compra sus boletos y, en lugar de enseñárselos al chofer o usarlos para activar un torniquete como ocurre en México, uno tiene que dirigirse a una pequeña máquina que se encuentra sin vigilancia, ya sea en la entrada del metro o en la parte de atrás del autobus para registrar su boleto. Es decir, dejan a la buena conciencia de los ciudadanos y turistas el pagar efectivamente por el transporte público. Supuestamente, uno está obligado a enseñar el boleto si algún policía se lo pide. Y la multa es grande si el boleto no está registrado en la dichosa maquinita. Pero eso casi nunca sucede, así que uno, como turista, puede arriesgarse a viajar prácticamente gratis. Pero nos dijeron que en Budapest la policía estaba mucho más pendiente, especialmente con los turistas, a pesar de lo cual en un par de ocasiones nos subimos al camión sin boleto.



La avenida Andrássy no es hermosa, sino lo que le sigue. Es increíble. El paseo de quince minutos hasta llegar al río Danubio es impresionante. Edificios del siglo XVIII y XIX perfectamente bien conservados, un ancho camellón sembrado de árboles, el edificio de la Ópera, en fin, que uno no puede distraerse ni un poco porque se pierde alguna maravilla.



Por fin cruzamos el puente y nos bajamos en la plaza Clark Adam. Buscamos un lugar donde desayunar y una vez más preguntamos por una oficina de correos. Tras cumplir con esos dos importantes requisitos, nos dirigimos al funicular. ¡Sorpresa! Aunque la fila no era excesivamente larga, si había como 60 personas adelante de nosotros. Pero ese no era en realidad el problema. Hacía un frío del cuerno y la fila avanzaba con una lentitud desesperante. Para evitar congelarnos, hacíamos turnos en la fila. Mientras uno se quedaba ahí, el otro caminaba un poco para intentar entrar en calor. Después de hora y media en la que tan sólo avanzamos unos cinco metros, el par de brutos descubrimos que a veinte metros de donde estábamos pasaba un camión que nos subía al castillo. Así que sin pensarlo decidimos dejar de comportarnos como los clásicos turistas y mandamos al cuerno al dichoso funicular mientras le mentábamos la madre, tomamos el camión y en cinco minutos estábamos arriba.

Haciendo fila inútilmente


Pero aun no habían acabado nuestros problemas con la ineficiencia húngara. Tras cruzar las rejas del castillo, cuya apariencia actual se debe al último emperador austrohúngaro que tuvo tiempo de hacer algo, Francisco José I de Habsburgo, entramos a la Galería Nacional Húngara, sede de la Pinacoteca. ¡Una hora de fila para conseguir el boleto, pues sólo había una persona atendiendo y era sumamente lenta! Cuando por fin llegué al mostrador, inmediatamente reclamé por la tardanza mientras Judith hablaba con una encargada, quien le dio una hoja de queja para llenar. Desde luego que lo hicimos y prometieron que pronto nos contestarían. Eso fue en diciembre pasado y seguimos esperando la respuesta. Dos horas y media perdidas en filas. Decidimos que no nos volvería a pasar algo así, especialmente en el caso del funicular en el que había otra opción que debimos haber considerado desde el principio.

Castillo de Buda


Al menos la Galería valió la pena. Pudimos ver cuadros realmente hermosos. A mí en especial me encantó uno de una niña llamada Fifine, obra de un pintor húngaro cuyo nombre no recuerdo, pues nunca lo había escuchado antes.

Fifine


Salimos de la Galería y nos dirigimos al Bastión de los Pescadores y la Iglesia de San Matías. El primero es un hermoso mirador lleno de terrazas construido a finales del siglo XIX en una mezcla de estilos neogótico y neorrománico muy interesante. Al parecer, el nombre se deriva del hecho de que en la Edad Media esa parte de la muralla era defendida por el gremio de pescadores de Buda.

Bastión de los Pescadores


Después de pasear por sus terrazas y admirar la vista de Pest, entramos a la iglesia de San Matías, patrono de Hungría. Construida originalmente en el siglo XI, fue convertida en mezquita por los turcos en el siglo XVI, permaneciendo así por 150 años, hasta que Hungría recuperó su independencia. El aspecto actual lo adquirió en el siglo XIX, aunque en la Segunda Guerra Mundial resultó muy dañada y tuvo que ser reconstruida acabado el conflicto.

Iglesia de San Matías


El interior es maravilloso. Está profusamente decorada aunque un poco oscura. Lo bueno es que te permiten caminar por casi todas partes en el interior, incluso subir a las galerías del segundo piso.

Interior de la iglesia de San Matías


Al salir buscamos un lugar donde comer y encontramos un excelente restauran llamado Dalí con vista a la plaza y la iglesia. Yo me comí una sopa de champiñones servida en el interior de un pan y un salmón a la paprika.

Bajamos de nuevo a la plaza Clark Adam y, tras cruzar el puente, nos subimos al metro para regresar al hotel y tomar nuestros trajes de baño, pues decidimos aprovechar que la ciudad es famosa por sus aguas termales. Así que nos dirigimos al balneario Széchenyi, a tan sólo tres estaciones de metro y disfrutamos por dos horas de sus cálidas albercas de aguas termales, donde pude presumir mi atlético hermoso cuerpo embutido en un bañador. ¡Ya lo necesitábamos, después de lidiar con las enormes filas de turistas! Estuvimos ahí hasta que, literalmente, nos echaron como al perro, pues iban a cerrar. Así que sin más, regresamos al hotel y caímos en la cama como un par de troncos, durmiendo profundamente hasta el día siguiente, que era ya 31 de diciembre.

Baños termales de Széchenyi


(Continuará)

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